Juana la Larga se llenó de júbilo cuando, a las siete de la mañana, recibió la carta y la deletreó con no poca fatiga, porque, si bien sabía leer, no leía de corrido y le estorbaba lo negro.
No era Juana muy reflexiva ni previsora y no pensó en las dificultades: sólo pensó en el triunfo que ella y su hija, en su sentir, habían alcanzado. Acudió, pues, a la sala baja, donde Juanita estaba cosiendo, y con el mayor alborozo le dio parte de lo que ocurría.
Como comentario, la madre no sabía sino exclamar:
—¡Qué victoria! Todas esas perras, cochinas, van a reventar cuando lo sepan.
—Pues oye, mamá —contestó Juanita con el mayor reposo—: yo no quiero que nadie reviente: lo mejor es que no lo sepa nadie.
—¿Qué quieres decir con eso, muchacha?
—Lo que quiero decir es que nosotros, tú, él y yo, seríamos los reventados si hiciésemos tal desatino. No lo sufriría doña Inés; y el cura y el cacique, la Iglesia y el Estado, lo temporal y lo eterno, caerían sobre nosotros y nos aplastarían. Nos echarían del lugar a patadas. Y ¿quién sabe si en otro lugar lograríamos y cuánto tiempo tardaríamos en lograr, tú la reputación y clientela que aquí tienes, yo tanta costura, y D. Paco el poder que aquí alcanza y su mangoneo provechoso, debido en mucha parte a su capacidad, pero no menos aún a la sombra y al apoyo de don Andrés, con quien priva?
—¿Y de dónde sacas tú esos agüeros tan angustiosos?
—No es menester ser profeta ni adivino para sacarlos. Y además, ni yo estoy enamorada de D. Paco, ni él quizás está enamorado de mí. ¿Para qué el casorio? ¿Qué vamos ganando en ello? ¿No comprendes que si me pide es por un extremo de delicadeza? Yo se lo agradezco; me lisonjea mucho la prueba de aprecio que me da; pero no paso de agradecida y de lisonjeada. Porque ha venido a casa de tertulia, y porque me ha regalado el traje y porque las malas lenguas murmuran, piensa él remediar el mal casándose conmigo. Pues entonces la misma razón hay para que contigo se case, porque también de él y de ti dijeron, o para que me case yo con el hijo del herrador, ya que más y peor han hablado de mis relaciones con él que de mis relaciones con D. Paco. Nada, mamá, todo eso es una tontería, o una prueba, si quieres, de que el bueno de don Paco es un caballero muy cabal, aunque no tenga los leones, los pajarracos y los otros chirimbolos que tiene su yerno en el escudo.
—Y si tú, hija mía, reconoces y confiesas que D. Paco es todo un caballero, ¿por qué no le tomas por marido?
—Porque no quiero casarme por cálculo; porque, aunque quisiese casarme por cálculo, este cálculo de ahora estaría muy mal hecho, y sobre todo, porque yo por nada del mundo he de aprovecharme de la caballerosidad generosa de ese hombre para cogerle la palabra y satisfacer mi vanidad y mi ambición, ya que amor no le tengo. Su trato me deleita; celebro su discreción; le oigo hablar con gusto; pero desde esto a desear ser suya y a casarme con él hay todavía mucha distancia. No quiero salvarla de un brinco. Aquí, para entre nosotras, algunas veces he sentido inclinación a ir por esa senda, a andar ese camino, y sabe Dios si le hubiera andado sin estos tropezones que ha habido; pero, en fin, aún no le he andado.
—¡Ay, niña, con qué tiquis miquis y sutilezas te me descuelgas! ¡Cómo se conoce el saber de que D. Pascual te ha atiborrado la mollera! Si parece cuanto dices tomado de esos libros que D. Pascual te da a leer. Pero, en fin, ¿qué contestamos a la carta de D. Paco? Yo haré lo que tú desees porque el asunto más importa a ti que a mí y porque tú sabes más que Lepe.
—Pues qué hemos de contestar sino darle las gracias y decirle que nones.
—¿Y a quién le toca escribir eso? Creo que debo escribirlo yo… y dorar la píldora. Yo no lograré poner el oro con mi pluma. Tú le pondrás. Tú irás diciendo y yo iré escribiendo, aunque hago letras que parecen garrapatos. ¡Ay!, y más en el día, porque mi escribir ha caído en desuso. Desde que murió tu padre en la guerra contra los carlistas, yo no escribo sino las cuentas.
—Con buena o con mala letra, es menester que usted escriba la carta: yo se la iré dictando.
—Hoy todavía no. ¿Es acaso puñalada de pícaro? ¿Quién nos corre? Antes de dar un paso tan importante conviene que lo medites y consultes con la almohada. No es mucho veinticuatro horas de término. Hoy no escribo. Mañana, si te aferras en la opinión que ahora tienes, escribiré, aunque me pese, lo que tú me digas.
Juanita estaba segura de que no había de variar su resolución por mucho que lo meditase. Tuvo, no obstante, que ceder a los ruegos de Juana y aguardó hasta el día siguiente, en el cual, dividiéndose el trabajo, según queda dicho, fabricaron entre ambas la carta que, por su trascendencia e influjo en los ulteriores sucesos de esta sencilla y verdadera historia, hemos de consignar aquí.
La carta decía como sigue:
«Sr. D. Paco: Muy ufanas estamos mi hija y yo de la honra que usted nos hace en la carta que acabo de recibir. Se lo agradecemos con toda el alma. La niña le quiere a usted mucho y le estima más; pero declara que no puede ni debe aceptar lo que usted propone. Cree ella que fue una imprudencia de su parte el ir al sermón vestida como una princesa, para azuzar más en contra suya a la gente que ya deseaba morderla. Todo el lugar está ahora sublevado. Mal remedio sería la boda. Aumentaría la sublevación y el motín. Su hija de usted se pondría a la cabeza. Nosotros no podríamos resistir. Los tres tendríamos que irnos con la música a otra parte. En fin, D. Paco, Juanita sostiene que sería la boda una locura. Dice, por último, que ella no manda en su corazón; que la diferencia de edad es grande entre ustedes y que no quiere a usted de amor, aunque le profesa la amistad más fina. Sería, pues, muy feo, de parte de ella, abusar de la generosidad de usted para satisfacer su ambición o su vanidad casándose por cálculo, y también sería muy tonto porque el cálculo estaría mal hecho. Lo mejor y lo más discreto es que ustedes no se casen y que nadie sepa que ha dado usted este paso. Doña Inés nos odiaría si aceptásemos la proposición de usted; pero también nos odiará y nos declarará más la guerra si averigua que no aceptamos, apareciendo como que desdeñamos a su padre con infundada soberbia. Importa, pues, ocultar todo esto. Ahí devuelvo a usted su carta. Rásguela y rasgue la mía, a fin de que no quede prueba escrita de lo ocurrido; y conserve usted en su memoria grato recuerdo de nosotras. Crea en nuestra profunda gratitud y mande a su afectísima amiga y constante servidora, q. b. s. m.,
JUANA GUTIÉRREZ».