XIX

El sermón del padre Anselmo se comentó y se interpretó por todo el lugar en perjuicio de ambas Juanas. Nadie sacó la cara por ellas, salvo el maestro de la escuela, aquella noche, en la Casilla.

La Casilla era y es todavía en algunos lugares el Casino y el Ateneo primitivos y castizos.

Por lo general, y así sucedía en Villalegre, la Casilla estaba en una sala relativamente cómoda y espaciosa, detrás de la botica. Allí se leían los periódicos, se fumaba, se charlaba y se jugaba a la malilla, al tresillo, al truquiflor y al tute, y tal vez al ajedrez, al dominó y a las damas.

D. Policarpo, el boticario de Villalegre, hacía muy bien los honores del establecimiento, en donde concurrían casi todos los personajes del lugar, a despecho de las mujeres, que eran devotas y que abominaban del boticario, porque, lejos de estar en olor de santidad, alcanzaba la poco envidiable fama de descreído y materialista. Siempre había permanecido soltero; tenía una lengua como un hacha, con la que destrozaba las reputaciones; y en su maligno rostro, en sus ojos vivarachos y algo bizcos, en su nariz aguileña y en su boca sumida y burlona, se revelaba cierta diabólica y punzante travesura.

En el pueblo se referían estupendas singularidades sobre sus doctrinas y facultades científicas, sosteniendo muchos que no todo lo que él hacía y decía era natural, sino en gran parte por inspiración y con auxilio del demonio; por lo cual, al hablar de sí propio, declaraba él que, si hubiese Inquisición aún, ya no viviría, porque le hubieran quemado vivo. Era dogma suyo que todas las cosas son lo mismo y que la diferencia de ellas es más aparente que real y más somera que profunda. Produce la diferencia de las cosas una fuerza que vive y se agita en ellas, ocultando la raíz de su ser, y que, según sus varios efectos y operaciones, ya se llama calor, ya luz, ya electricidad, ya magnetismo; de donde trasformaciones y mudanzas y vida y muerte. Esta fuerza era el Dios de D. Policarpo. Por él se jactaba de estar poseído y de ser energúmeno.

Para hacer milagros por su medio y en su nombre, no tenía D. Policarpo vara de virtudes; pero, en cambio, tenía una recia, puntiaguda y larguísima uña en el dedo meñique de la mano derecha, la cual uña le servía de ordinario como mondadientes. Las damas se llenaban de terror cuando la veían como si viesen la de Satanás en persona. Se decía que el boticario, ya magnetizaba, adormecía y sujetaba a su voluntad a las gentes, despidiendo por dicha uña fluido magnético, ya se electrizaba todo, restregando con rapidez sus pies contra una piel de lobo, y lanzaba por dicha uña un chorro o penacho de chispas azuladas y luminosas. Y no faltaba quien añadiese, jurando haberlo visto, que sólo con acercar la uña, cuando estaba él bien cargado y saturado de electricidad, encendía un candil o disparaba un cañoncito muy cuco que usaba para esta experiencia.

Yo no respondo de que hubiese o no algo de exagerado en tales afirmaciones; pero, como quiera que fuese, el boticario, aunque aborrecido de las damas, a lo que debía de contribuir su fealdad nada común, era persona divertida y hospitalaria.

Ninguna noche faltaban en la tertulia de su casa ocho o diez tertulianos. No iba el cura, por culpa de la impiedad con que allí se hablaba, pero iban el médico, dos o tres concejales, el propio señor alcalde, varios de los mayores contribuyentes y D. Pascual, el maestro de escuela.

D. Policarpo comentó el sermón de aquel día con maliciosa agudeza, sosteniendo irónicamente que el padre tenía razón.

—Sí, señores —dijo—; ya no hay bienes de la Iglesia que repartir. El reparto se ha hecho mal y entre pocas personas que se han enriquecido. La futura revolución tendrá, pues, por objeto apoderarse de otros bienes y repartirlos con mayor equidad entre todos los pobres.

El maestro de escuela, que era liberal e individualista, respondió de este modo:

—No es exacto que la revolución haya despojado inicuamente de sus bienes a la Iglesia. Si se los ha expropiado, bien la indemniza. El Estado puede expropiar, indemnizando para utilidad pública. Sin embargo, aunque no hubiera tal indemnización, el caso no es idéntico. Ninguna asociación tiene por sí los derechos radicales e imprescriptibles de los individuos que la componen. El Estado es asociación suprema, a la cual están sometidas las otras, sin que puedan existir en contra suya. Y si el Estado es árbitro de la vida de ellas, ¿cómo no ha de serlo de lo que poseen? Lejos de caminar hacia el socialismo, yo creo que la civilización propende a extender y afirmar más cada día los derechos individuales. ¿Quién se atreverá a decir hoy, si no está loco rematado, que el gobierno o el rey, por respetado y poderoso que sea, es señor de vidas y haciendas?

—No nos venga usted con sofismas —interrumpió el boticario—. Si cada uno de los individuos que se asocian tiene singularmente derechos imprescriptibles, incluso el de asociarse, y si no hay rey ni roque que pueda despojar a nadie a su antojo de la hacienda y de la vida, ¿cómo se explica que no persista en la suma lo que preexistía aisladamente en cada uno de los sumandos?

Apuradillo se vio el maestro de escuela para impugnar el nuevo argumento del boticario; pero le impugnó al fin con razones, si no juiciosas, agudas.

Por dicha, los que estaban allí presentes eran propietarios más o menos ricos, y varios de ellos habían comprado bienes de la Iglesia. Todos, por consiguiente, hallaron que D. Pascual discurría mejor que Solón y que Licurgo; se pusieron de su lado, dejaron al boticario solo y trataron de sofocar su voz y de aturdirle a fuerza de gritos.

D. Policarpo no se dejaba convencer ni intimidar fácilmente; pero todos se cansaron de chillar y se pusieron roncos, terminando por cansancio una disputa en que los extremos se habían tocado y en que la impiedad atea había estado de acuerdo con el más fervoroso catolicismo. Hubo un entreacto; un rato no corto de sosiego. Después recayó de nuevo la conversación sobre el sermón de aquel día, sobre el desenfrenado lujo de las mujeres y sobre las elegancias de Juanita la Larga.

En este punto, el maestro de escuela impugnó igualmente el sermón y defendió con más calor, ahínco y acierto a Juanita.

—Es —decía— una muchacha discreta, honrada y trabajadora. Dios la ha hecho hermosísima y casi estoy por decir que no sólo tiene derecho, sino que tiene el deber de acicalarse y de realzar y mostrar la hermosura que Dios le ha dado. Lo contrario sería ingratitud para con Dios y desdeñar lo que enseña la parábola de los cinco talentos. Y extraño mucho que ustedes que han estado conmigo defendiendo la propiedad individual se vuelvan ahora contra mí y se pongan del lado de D. Policarpo para impugnar dicha propiedad. Pues qué, si Juanita tiene dinero, ¿por qué no ha de gastarle en cuanto se le antoje y vestirse como una reina? ¿Y qué le falta a ella para ser reina o para ser emperatriz?

Movido el boticario por su espíritu malicioso, e impulsados los demás por el odio y envidia de sus mujeres, respondían, si no con buen discurso, con desvergüenzas y con burlas a cuanto don Pascual alegaba.

Juana la Larga fue declarada una lagartona de primera fuerza; Juanita, una moza extraviada que estaba ya pervirtiendo y corrompiendo las buenas costumbres; y D. Paco, un viejo chifladísimo, a quien hija y madre ponían en ridículo e iban a chupar cuanto poseía.

En lo más recio de esta disputa, acertó a entrar en la botica el señor D. Paco, y antes de llegar a la trastienda, tuvo el disgusto de oír y de comprender los horrores que allí se propalaban.

Todos se callaron, porque cara a cara no querían ofenderle. La herida, con todo, estaba ya hecha. Se dio otro giro a la conversación. Se habló de cosas distintas. Y D. Paco halló lo más prudente no dar a entender que había oído y no traer de nuevo la conversación a tema para él tan enojoso.

A fin de disimular, trató de aparecer sereno y alegre; habló de las novedades políticas; se congratuló de que D. Andrés Rubio acabase de obtener una gran cruz y fuese ya excelentísimo; y por último, echó unas cuantas manos de tute con el maestro de escuela.

Embromó al boticario diciéndole que no creía en la fuerza electrizadora de su uña; y el boticario, a fin de convencerle, le prometió que el día menos pensado, cuando estuviese él bien dispuesto, le llamaría, y haría delante de él la experiencia de encender el candil y de disparar el cañonazo.

D. Paco se había reportado, disimulando su pena y su enojo; pero no bien volvió a su casa, la pena le arrancó lágrimas y el enojo le hizo crispar los puños como si tuviese delante algún enemigo a quien dar de puñadas.

No podía, sin embargo, reñir con la población entera. Su hija era la más culpada, y él la había sufrido.

Por más que cavilaba, no veía otro modo de vengarse, de castigar a su hija y de adquirir el derecho e imponerse el deber de defender a Juanita contra todos, que el de ofrecerle su mano y casarse con ella.

¡Ay de aquel que se atreviese entonces a decir nada ofensivo contra Juanita, aunque ella estrenase cada día otro vestido de seda!

Pensó bien en todo, interrogó su corazón, y su corazón le respondió que estaba perdidamente enamorado de la muchacha.

Entonces no se paró D. Paco en más reflexiones; fue a su bufete y escribió a la señora doña Juana Gutiérrez (suprimiendo el alias de la Larga) una grave epístola pidiéndole en forma la mano de su hija.

Llamó en seguida al alguacil y pregonero, que le servía al mismo tiempo de criado y ayuda de cámara, y le encargó que, al día siguiente, y muy de mañana, llevase aquel pliego cerrado a Juana la Larga y se le entregase en mano propia.

Hecho esto, se acostó y durmió con alguna tranquilidad, como quien ha cumplido un deber, y con alguna satisfacción, como quien ha puesto una pica en Flandes.