XVIII

Atolondrado D. Paco con los sucesos de aquel día y más aún con la expulsión de que acababa de ser objeto, no sabía qué camino tomar ni a qué carta quedarse, y maquinalmente se fue a su casa a meditar y a hacer examen de conciencia. Lo primero que notó fue que la tenía muy limpia. No era ningún delito, aunque pudiese pasar por extravagancia, el que estuviese él enamorado de aquella muchacha que podía ser su nieta. El haber ido a su casa todas las noches durante algunas semanas apenas le parecía imprudente y digno de censura. De Juanita formaba sucesiva y a veces simultáneamente, distintos conceptos, como si en el fondo del ser de ella hubiese algo de misterioso e indescifrable. De sobra reconocía él que Juanita, si no le había dado calabazas, era porque él no se había declarado en regla, pero con sus bromas de llamarle abuelo y con la maña que ella empleaba para que él no le hablase al oído y para esquivar el estar a solas con él, harto claro se veía que no quería admitirle por novio ni por amante. Sin embargo, ¿sería este cálculo o ladino instinto de mujer para cautivarle mejor o para entretenerle con esperanzas vagas? También recordaba D. Paco los cuchicheos de Juanita con Antoñuelo y se ponía celoso.

¿Si estaría ella prendada de Antoñuelo, y considerando que como novio no le convenía, pensaría en plantarle y en decidirse al fin por don Paco, como mejor partido y conveniencia? ¿Si titubearía ella entre su propio gusto y lo que su madre sin duda le aconsejaba? Como quiera que fuese, D. Paco tenía estampada en las telas del juicio la imagen de Juanita, y cada vez le parecía más hermosa y más deseable. Harto bien notaba que ni su madre ni ella habían tratado jamás de medrar a su costa de un modo pecaminoso e ilegítimo. La madre acaso le deseaba para yerno. Lo que es la hija, hasta entonces no había mostrado desearle ni menos buscarle para amante ni para marido. Él había hecho todos los avances. Culpa suya era todo aquel furor suscitado contra las dos mujeres, del cual no le cabía la menor duda de que doña Inés era promovedora. Consideraba luego D. Paco, y esto le lisonjeaba y le ponía muy orondo, que Juanita, ya que no le amase, se deleitaba con su conversación, le reía los chistes, le aplaudía las discreciones, y oyéndole hablar se mostraba muy atenta y como pendiente de sus labios. En aquella casa, de donde le habían echado, no había recibido sino honestos y amistosos favores, en pago de los cuales, y fuese por lo que fuese, acababan de recibir ambas mujeres un agravio sangriento, para el cual se creía él obligado de hallar satisfacción.

Exaltado por estas cavilaciones, se decidió don Paco a ir a ver a su hija; a explicarle con franqueza y lealtad lo que había pasado y a pedirle cuenta de su maligna conducta.

De mucho valor tenía que revestirse para atreverse a dar aquel paso. Doña Inés, con su severidad y su tiesura, casi le infundía miedo; pero le venció la vergüenza; hizo cuanto pudo para apartarle de sí, y se dirigió, con todos los bríos que pudo recoger y acumular en su ánimo, a casa de la señora doña Inés López de Roldán, a quien bien sabía él que hallaría sola a la hora de la siesta.

En casa de doña Inés se comía entonces a las dos de la tarde. D. Álvaro, cuando no estaba en el campo, se acostaba en seguida, y como comía bastante y bebía más del exquisito vino que se cría por allí, y que es mejor que el de Jerez, con perdón sea dicho, se tendía en su cama y estaba roncando hasta las cuatro o las cinco de la tarde.

A los niños se los llevaban Serafina, el ama y Calvete al otro extremo de la casa, donde no molestaban con su ruido. Doña Inés se quedaba entonces sola en su estrado o en su despacho, ya haciendo cuentas, ya entregada a sus oraciones, ya leyendo algún libro de devoción o de historia.

El cacique D. Andrés y otros personajes importantes del lugar no venían de visita o de tertulia sino por la noche. Las malas lenguas pueden decir cuanto se les antoja; los mal pensados pueden suponer las mayores diabluras, pero lo cierto es que doña Inés era recatadísima y, o bien tenía razón el padre Anselmo y era una Lucrecia cristiana, o bien sabía, con prodigioso artificio, practicar aquel famoso precepto que dice: si no eres casta sé cauta. De aquí que doña Inés pudiese erguir muy alta la frente y calificar de brutal y grosera calumnia la más leve insinuación que contra su honestidad se atreviese a hacer algún deslenguado.

Muy entretenida se hallaba entonces leyendo la vida de Santo Domingo, porque a causa de la función de iglesia no había leído aquel día muy de mañana el Año Cristiano (como tenía de costumbre), cuando entró Serafina a anunciar que D. Paco llegaba a visitarla.

D. Paco tenía entrada franca en aquella casa, pero Serafina le anunció para tener prevenida a su ama. Apenas transcurrió un minuto entre el anuncio y la entrada de D. Paco diciendo buenos días.

—Buenos días dé Dios a usted, señor padre —dijo doña Inés levantándose de la silla, acudiendo respetuosamente a su padre para besarle la mano y convidándole a sentarse, como se sentó, en un sillón frente de ella.

—Dichosos los ojos que ven a usted —prosiguió doña Inés—. Hace no sé cuántas semanas que no pone usted los pies aquí. ¿Qué negocios le traen a usted tan ocupado? ¿Qué le ha caído a usted que hacer que no le deja siquiera una hora o dos libres por la noche para venir a mi tertulia, verme y darme el gusto de que yo le vea, echar algunas manos de tresillo o tener un rato de agradable conversación con el padre Anselmo y con los demás señores que honran mi casa con su presencia?

Estas cariñosas quejas parecían dadas sin intención y como nacidas del filial afecto, pero, al mismo tiempo, eran un cruel interrogatorio, que turbó a D. Paco y al que tuvo que hacer un esfuerzo para contestar. De nada valía el disimulo. Era menester contestar con franqueza, y D. Paco, armándose de valor, contestó de esta suerte:

—Tienes razón en quejarte, hija mía. Hace tiempo que no vengo a tu tertulia, ¿qué quieres?, acaso han sido chocheces, extravagancias de viejo; pero yo había tomado la maña de ir a otra tertulia más modesta y menos elegante que la tuya, y que sin embargo, lo confieso, tenía para mí singular atractivo.

¡Válgame Dios, señor padre!; lo había oído decir, pero no lo había querido creer hasta que lo oigo de su boca. Extraño me parece que una persona de la posición, de la gravedad y de los conocimientos de usted, se deleite rebajándose y dando conversación, durante horas enteras, a dos mujeres tan ordinarias y tan poco edificantes como las Juanas; pero más extraño es todavía que no sea la conversación de usted y su tertulia con ellas solas, sino que haya usted tenido casi siempre por contertuliano a Antoñuelo, el hijo del herrador, el más pillete y el más zafio de todos los mozos de este lugar. ¡Singular tertulia! ¡Buen par de parejas estaban ustedes! La verdad… yo no sabía qué decir cuando me hablaban de esto. Aseguraban unos que Antoñuelo es el novio o sabe Dios qué de la Juanita y le endosaban a usted a la Juana. Otros afirmaban que usted pretendía a Juanita, ¿pero entonces en qué se empleaba, qué papel hacía el celebérrimo Antoñuelo? ¿Eran ustedes rivales? Confiese usted que ha sido una locura, un disparate, lo que ha estado usted haciendo. No niego yo que la Juanita es guapa, aunque más que de honrada mocita, tiene trazas de desaforado marimacho, o de desenfrenada potranca. Pero aunque fuese Juanita la propia diosa Venus, debía usted (perdóneme, señor padre, si se lo digo, por el interés y el amor que me inspira) debía usted no avillanarse yendo de diario a su casa. Pecado y vicio sería ir allí solo, y como favorecido vencedor; pero el ir en competencia con Antoñuelo, francamente, yo no acierto a calificarlo. Lo mejor que se puede decir es que ha sido un delirio. Vuelva usted en su juicio: deje de visitar a esas mujeres y todos trataremos en el pueblo de hacer olvidar que usted las ha visitado pretendiendo a una de ellas, hasta ahora tal vez en balde. Si ha pecado sólo con la intención, no por eso es menor el pecado. Al contrario, ya que no para las personas piadosas y timoratas, para la gente vulgar y profana es pecado más feo. No se ofenda usted si me atrevo a declararlo, con harto dolor lo declaro, la ridiculez le acompaña.

Casi todo el valor de que se había armado don Paco a fin de hablar a su hija y de quejarse de su conducta, cayó derribado a los pies de la señora de Roldán. Sus contundentes razones abrumaban a su padre como una lluvia de acicalados chuzos, cuyas puntas se le clavaban en el corazón. Mirado todo por el lado poético, se explicaba satisfactoriamente. Juanita era el recato, la virtud, el talento y la modestia en persona. Era además hermosa como una ideal virgen espartana, como la propia Diana Cazadora, rica en salud y gallardía; esbelta, fuerte y ágil; con todos los atractivos de la más casta, limpia y juvenil hermosura. Si Antoñuelo, que era un perdido, iba allí y trataba con la mayor familiaridad a Juanita, esto consistía en que Antoñuelo se había criado con ella desde la infancia; en que ella le miraba y candorosamente le quería como a un hermano y en que procuraba evitar que se extraviase y cayese en el precipicio.

La propia madre de Juanita, aunque había tenido en su mocedad lo que llaman en aquellos lugares un tropiezo estaba ya purificada por la vida ejemplar que había hecho después y por el honroso trabajo con que había logrado sustentarse y criar y conservar el fruto de sus desventurados amores. Todo esto y más podía valer como respuesta a las observaciones de doña Inés. Pero lo cierto era que despojado el caso de este tinte poético, y tal como el prosaico vulgo podía entenderle, doña Inés tenía razón que le sobraba. Para la generalidad de los habitantes de Villalegre, Juanita no era más que la mozuela del cántaro, la hija ilegítima de Juana la Larga, la chica que había corrido y jugado con los pilletes en medio de las calles hasta la edad de nueve o diez años, y la que después había conservado una sospechosa e íntima amistad con Antoñuelo, el cual pasaba entre todos por un tunante de la peor especie.

De aquí el desairado y mal papel que una persona de los años, de la seriedad y de la importancia de D. Paco, no podía menos de hacer en apariencia, o bien siendo rival de Antoñuelo o bien de acuerdo con él para cortejar a la madre el uno y a la hija el otro. Reponiéndose, no obstante, de la consternación que el tremendo discurso de doña Inés le había causado, y por lo mismo que ella con su feroz acometida le acorralaba, y como suele decirse le ponía entre la espada y la pared, D. Paco habló al fin con energía, y dijo de esta suerte:

—La gente podrá decir lo que le dé la gana. Yo me río de la gente porque lo que dice es injusto. Tal vez me acusen las apariencias. En realidad no hay culpa, ni falta ni desdoro en lo que he hecho. Mi yerno será un señor muy noble, pero yo no lo soy, y al tratarme con los plebeyos me trato con mis iguales. Sólo se puede exigir de mí que sean decentes las personas que trato, y no hay el menor motivo para afirmar que las Juanas no lo sean. La vista y la conversación de Juanita me deleitaban, y por eso he estado yendo en casa de Juanita todas las noches. Soy mayor que tú en edad, saber y gobierno. Sé lo que me hago. No necesito de guía. No quiero ni debo aguantar tus sermones. Me basta con aguantar el que nos ha echado hoy el padre Anselmo, inocente tal vez, pero que tú y otras mujeres envidiosas habéis envenenado con vuestra malicia.

—¡Dios mío! —interrumpió doña Inés—. ¡Esto sólo me faltaba: que llegue la ceguedad de usted hasta suponer que yo envidio a esa hija… de su madre! Lo ocurrido es muy natural, la desvergonzada mozuela se ha encajado en la iglesia, no vestida humildemente, según su clase, sino con el lujo escandaloso de las mujeres cortesanas que bullen en las grandes ciudades y que son la perdición de los hombres. ¿De dónde ha salido el traje que llevaba puesto? Aquí nadie lo ignora. Era regalo de usted.

—No he de negar yo que era regalo mío. Ella le aceptó por no desairarme, pero como me ha dado en cambio prenda de más valor, nadie puede decir que se viste a mi costa. Juanita se viste bien o mal con lo que gana trabajando de modo honrado y lícito, y no estando vigentes en el día la pragmática contra la seda ni ningunas otras leyes suntuarias, no sólo de seda sino de oro y de perlas puede vestirse Juanita si tiene dinero para comprar el vestido y si se le antoja engalanarse con él.

—Si el respeto que a usted debo no anudase mi lengua —replicó doña Inés—, me atrevería a decir que está usted loco de atar. ¿Cómo defender el escándalo, la campanada que ha dado esa chica, trasformada de repente en princesa, como en los cuentos de hadas? Tiene chiste el que le haya dado a usted la levita. Ya se la cobrará con usura. Las puntadas de ella y las morcillas y longanizas que sabe hacer su madre, no bastan para costear levitas a los caballeros, y para seguir emperejilándose con ricos trajes y mantillas de madroños como dicen que en Madrid van a los toros las damas de alto copete y las majas de rumbo. El día menos pensado, no sólo para ir tan pomposas, sino para comer, faltará dinero a las Juanas, y entonces acudirán a usted y a otros a fin de tenerle, y como no podrán dar en cambio levitas, harto sabe el diablo lo que darán, si ya no lo han dado.

—Ni han dado, ni darán lo que no debe darse —exclamó D. Paco perdiendo ya los estribos. Lo que yo te aseguro es que si Juanita quiere darme su mano, yo la aceptaré gustoso, y tú tendrás que respetarla como madre.

—¡Jesús, María y José!, respetar yo a ese arrapiezo… Se me caería la cara de vergüenza si hiciera usted semejante disparate.

—Pues sólo de Juanita depende que no le haga. Y como no es posible, sin que nos peleemos, continuar esta conversación, me voy y te dejo. Adiós, hija.

—Señor padre, vaya usted con Dios y él le ilumine, para que no continúe usted desatinando tan lastimosamente.

D. Paco salió con precipitación y muy enojado de casa de su hija y no quedó ella menos furiosa.