Juanita se dejó caer desmadejada en un sillón de brazos. Juana paseaba, yendo y volviendo a largos pasos en su salita, como leona en su jaula.
—¡Habráse visto —exclamaba— mayor descoco! ¡Vaya… las mantesonas, las pu… ercas! Pues si durase aún la prohibición de la seda, ¿cuál de ellas la llevaría sin contrabando? Mejores hidalgas y ricas-hembras nos dé Dios. De seda y muy de seda iban las dos hijas del escribano, pero aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Son más feas que noche de truenos. ¿Y de dónde han sacado su hidalguía? Quizás no sabremos que son hijas de la Frasquita, a quien Dios haya perdonado. Era viuda del cagarrache del molino de D. Andrés cuando la pretendió y la tomó por mujer el escribano. Y ¿por qué la tomó por mujer? Para remediarse, porque ella había allegado bastante dinero, con un gran corral de gallinas y más aún con su habilidad para aviar pollos. Aunque iba a la chita callando y no gastaba pito, la llamaban la gabacha. ¡Qué tacto en aquellos dedos verdugos! A escape entrecogía ella como con alicates lo que andaba buscando a tientas en los pobres animalitos, y los dejaba aviados por docenas, sin que se le desgraciase ninguno en la operación. Luego los cebaba y ponía gordísimos y los vendía muy caros. Yo preguntaría al padre Anselmo si oficio tan cruel es propio de las ricas-hembras.
Juanita se recobró pronto de su momentáneo abatimiento y dijo:
—Mira, mamá, no me hables de las hijas del escribano. No las quiero mal. Si me miraban con descaro y con susto fue de puro tontas.
—Pues, hija mía, no sé de qué habían de asustarse. En la menor no se reparaba, porque es tan chiquituela y consumida que parece un guzarapo: pero la mayor bien llamativa estaba. Vestida de colorado y tan gorda, parecía un tomate enorme con patas. Y luego, ¡qué desvergüenza! Durante toda la misa estuvo su novio a la vera de ella, todavía de judío, como había figurado en la procesión. ¡Buena hidalguía está la de Pepito, el hijo del albardonero! En vez de mercarle traje tan costoso, su padre debió hacerle una albarda, que no le vendría mal. Aunque ha vuelto de Granada licenciado en leyes, sigue tan burro como se fue, salvo que rebuzna en latín y larga las coces ajustadas a derecho. Pero, en fin, tú tienes razón. No debemos quejarnos de ellos. Debemos despreciarlos. El arrastrado del padre Anselmo tiene la culpa de todo.
—No maldigas del padre —replicó Juanita—. Es un bendito espejo de santidad. Mucho de lo que dijo en el sermón era juicioso. Y si incurrió en exageraciones, bien sé yo por qué. La Reina Católica prohibiría sin duda la seda, porque en su tiempo se entenderían las cosas de muy otra manera que en el día, y además porque la seda costaría entonces un ojo de la cara y arruinaría al país. En fin, yo no sé por qué prohibió la Reina la seda. Acaso no sea verdad que la prohibiese. Pero si lo es o no lo es, ¿a mí qué me importa? Yo no me quejo de la Reina ni del cura. De quien me quejo es de aquella embustera gazmoña de doña Inés, que es la que ha armado contra mí todo este gatuperio. Ella me las pagará. ¡Voto a Cristo que me las pagará!
Y levantándose entonces de la silla, se dirigió hacia su madre con los ojos echando chispas; y haciendo la cruz como para persignarse, dijo solemnemente:
—Por esta cruz lo juro: yo me vengaré. Ella se acordará de mí durante toda su asquerosa vida, o me han de borrar el nombre que tengo.
—Sí, hija mía —repuso Juana; véngate, véngate. Nada más natural y razonable, pero sin hacer ninguna barrabasada. Y sobre todo no jures, que es pecado mortal. Véngate sin juramento: con cachaza y mala intención.
—Pierde cuidado. No me faltará cachaza. He de disimular más y he de ser más hipocritona que esa indina. Mala intención es lo que no tengo: mi intención siempre será buena.
Al llegar a este punto de su interesante diálogo, ambas interlocutoras oyeron en la calle terrible estruendo de voces, silbidos y carreras. Se asomaron a la ventana y miraron por la celosía. Apenas tuvieron tiempo de ver pasar atropellada muchedumbre de gente, y una vaca brava, atada a una larga y recia soga, de la que tiraban catorce o quince mozos de los más robustos y ágiles. Otros mozos aguijoneaban y enfurecían la vaca, apaleándola con las chivatas y punzándola por detrás con pitacos o bohordos de pita.
No siguieron mirando las Juanas lo que ocurría en la calle, porque más conmovedor espectáculo se ofreció de repente a sus ojos dentro de la sala misma. Apareció D. Paco, a quien la criada había abierto la puerta, con una gran pelota colorada entre los brazos. Pronto reconocieron en aquella pelota a la hija mayor del escribano, que venía desmayada y con acardenalado y gordo chichón en la frente. Las mejillas y las narices las traía embadurnadas en una sustancia amarilla y pegajosa, a la que las moscas acudían. Al pronto dio no poco que sospechar la tal sustancia, pero luego se supo que eran yemas despachurradas.
En un cucurucho, que le había feriado el novio, las llevaba doña Nicolasita, y no se rompió las narices porque al caer dio con ellas sobre las yemas.
Embelesada con la conversación de su novio que iba a su lado, con la carátula en la cabeza como montera y casi tan majo como ella, y seguida de su padre y de su hermanita, habían estado todos en la plaza donde Pepito se había despilfarrado feriando los dulces. Allí se habían olvidado por completo de que formaba parte del programa de los regocijos y festejos con que se celebraba el día del Santo, un toro de cuerda, que entonces fue vaca, como hemos dicho.
Al pasar en grupo por la calle donde ambas Juanas vivían, oyeron de repente el alboroto y vieron el tropel de los que huían de la vaca, y hasta entonces no recordaron el peligro a que se habían expuesto.
El escribano, sin pensar en sus hijas, con frac y todo, se subió por los hierros de una reja y logró ponerse en salvo. La hermanita menor, que era muy ligera, tal vez por ser tan ruin y enjuta de carnes, se subió también a otra reja, donde parecía un mico.
El novio estuvo muy caballeroso y quiso imitar a Edgardo, el héroe de la novela de Walter Scott, Lucia de Lammermoor que él había leído; pero la vaca no entendía de heroicidades y le derribó al suelo, dándole un empellón con el testuz. Por fortuna, la vaca no le hizo daño ni caso, porque sólo llamaba su atención y la atraía poderosamente aquella masa redonda y colorada que corría delante de ella agitando mucho las faldas. Como la calle estaba cubierta de gayomba y de juncia y con muchas gotas de cera que habían caído al pasar la procesión, el piso se resbalaba demasiado. No es, pues, de extrañar que resbalase doña Nicolasita y diese en el suelo de hocicos. Gracias a las dos libras de yemas que se interpusieron entre su cara y las piedras, no se despampanó la pobre. Sólo se hizo en la frente el chichón ya mencionado. Su terror fue inmenso y causa de su desmayo. Allí, en su fantasía febricitante, creyó sentir el cuerno que penetraba traidoramente en sus delicadísimas carnes, ya por un lado, ya por otro; y como con el terror, y antes de que sobreviniese el soponcio, le dio la pataleta, agitaba la falda roja y llamaba más al toro, o digamos a la vaca, que se le venía encima.
La fuerza de los mozos que la detuvieron tirando de la cuerda impidió que hubiese aquel día un desastre y que la función acabase en tragedia.
D. Paco, que venía por allí para visitar a sus amigas, al ver desmayada a doña Nicolasita, la levantó en sus brazos y se refugió en casa de ellas.
Cuando ambas se enteraron de lo sucedido, olvidado el enojo, cumplieron piadosamente con las leyes de la hospitalidad. Hicieron volver de su desmayo a la víctima de la vaca, aplicando a sus narices vinagre muy fuerte; con el mismo vinagre aguado le pusieron compresas en el chichón y se le vendaron con un pañuelo blanco, de suerte que doña Nicolasita parecía un Cupido. Y, por último, le lavaron la cara y le quitaron la costra y churretes de yemas.
D. Paco auxilió en todo esto a las dos caritativas mujeres.
El escribano, Pepito y la hermana menor, recobrados ya del susto, vinieron a la puerta a llamar a doña Nicolasita, la cual, restablecida también, salió en busca de ellos, sin dar ocasión ni tiempo a que entrasen.
Tal vez pudo creerse que esta precipitación en la partida y el no entrar en la casa los otros, había sido de puro avergonzados; pero como doña Nicolasita no dio las gracias sino de un modo muy seco, y Juana y Juanita estaban escamadas, ambas lo atribuyeron a desdén y a estúpido recelo de rebajarse y contaminarse con el trato de ellas.
Más amostazada entonces que nunca Juana la Larga, aprovechándose de un momento en que Juanita había subido a su cuarto, habló a D. Paco de esta manera:
—Sr. D. Paco; de sobra habrá visto usted la afrenta que nos han hecho hoy. Su hija de usted, mi señora doña Inés, tiene la culpa de todo. Se le figura que le tenemos a usted encantusado, y que le queremos chupar y le chupamos los parneses. Harto sabe usted que eso no es verdad. Mi niña aceptó el corte de vestido y algún que otro regalo; pero los hemos pagado, si no con creces, en lo justo. La levita que lleva usted puesta bien vale la seda que mi hija ha lucido hoy, y que tanto jaleo ha causado. Nosotras queremos mucho a usted, como buenas amigas, pero no le queremos tanto para que por usted nos sacrifiquemos; si seguimos recibiéndole, nos tendrán por unas perdidas, y hasta serán capaces de echarnos del lugar. A Juanita le divierte mucho la conversación de usted, pero yo no quiero conversación que a nada conduce que nos puede salir muy cara. Con que, con pena lo digo, y sin pensamiento de ofenderle; trasponga usted, y no vuelva a parecer por esta casa, al menos hasta que cambien las circunstancias, si es que cambian algún día, y si no cambian, no parezca usted nunca.
D. Paco se compungió y se aturdió al oír este discurso y no acertó a dar contestación. Algo tartamudeaba; pero la resuelta Juana no le dejaba decir palabra. Le empujó hacia la puerta y le echó a la calle antes de que volviese su hija.