XIV

Cuando aquella noche vino don Paco de tertulia, le dieron la sorpresa de enseñarle la levita.

Él casi se enojó, y hasta se le saltaron las lágrimas de puro agradecido.

En el patio mismo se probó la levita; le hicieron dar con ella cuatro o cinco paseos, y ambas mujeres encontraron que con la levita estaba don Paco muy airoso; y eso que no se veía todo el efecto, porque no había traído la gabina, sino el hongo, como de costumbre, y la levita y el hongo no armonizan bien.

Animados ya los tres y de buen humor, dijo don Paco:

—No comprendo por qué gustan ustedes tanto de la soledad y están tan retraídas. La plaza, esta noche estará animadísima. Todo el mundo habrá acudido a la verbena y a ver los fuegos, que dicen que serán magníficos. Empezarán en punto de las once, y como habrá muchos cohetes y dos o tres soles o ruedas, y a lo último un gran castillo, que terminará con un espantoso trueno gordo, durará la fiesta hasta después de medianoche. La gente quiere que el trueno gordo estalle en el momento mismo que empiece el día del santo, y espera que el santo lo oiga desde el cielo y se alegre de que sus patrocinados le saluden y feliciten. ¿Por qué no se animan ustedes y van a gozar de todo esto? Iremos juntos. Yo las acompañaré.

—Bien quisiera yo ir —contestó Juana, pero temo que nos pongan como chupa de dómine cuando nos vean reunidos.

—Pues mira, mamá, deja que nos pongan como les dé la gana; a mí me sale de adentro el ir, y no quiero andar con repulgos. Vamos allá, y arda Troya. Como estamos, vamos bien, sin nada en la cabeza; no tenemos más que echar a andar.

Sin hacer más reparos, los tres se fueron en seguida a la velada y feria que había en la plaza, la cual, con los muchos farolillos y candilejas que la iluminaban, parecía un ascua de oro; y por el bullicio y por la muchedumbre de gente, que casi la llenaba, era un hormiguero de seres humanos.

En los balcones, en las ventanas y en las puertas de las casas, las personas de más edad y fuste estaban sentadas en sillas.

Las jóvenes se paseaban o se paraban a contemplar las tiendas de mercaderes ambulantes que se extendían por la plaza y por dos o tres calles de las que en la plaza desembocan.

Las tiendas a las que se agolpaba más gente eran las de juguetes y muñecos. Apenas había chicuelo que no fuese obsequiado por sus padres o por los amigos de sus padres con un pito, con una trompeta o con un tambor. Y como casi todos desplegaban en seguida su capacidad musical en los instrumentos que les habían mercado, el aire resonaba con marcial y alegre, aunque algo discordante armonía. Ni faltaban en las tiendas de muñecos trompas marinas, siempretiesos, sables y fusiles de madera y de latón, y especialmente Santos Domingos de diversos tamaños, todos de barro cocido y pintado de vivísimos colores. Estas imágenes eran las que más se vendían, porque el santo inspiraba en el pueblo devoción fervorosa.

El ambiente estaba embalsamado por el aroma del aceite frito de más de quince buñolerías, donde gitanas viejas y mozas freían y despachaban de continuo esponjados buñuelos, que unas personas se comían allí mismo con aguardiente o con chocolate y otras se los llevaban a su casa, ensartados todos en un largo, flexible y verde junco.

Ni faltaban allí tampoco puestos de exquisitas frutas; pero los que más atraían la atención de los chicuelos, eran los de almecinas, ya que, además del gusto de comérselas, proporcionaban la diversión de ejercitar la puntería tirando al blanco. Cada muchacho que compraba almecinas compraba también un canuto de caña, cerbatana por donde, después de haberse comido la poca y negra carne de la fruta, disparaba soplando el huesecillo redondo y duro. Estos proyectiles corrían silbando por el aire como las balas en una reñida batalla, salvo que eran mucho más inocentes, pues apenas hacían daño, si por una maldita y rara casualidad no acertaban a darle a alguien en un ojo, pues entonces bien podían dejarle tuerto. Caso tan lastimoso, sin embargo, rara vez ocurre y, por consiguiente, la muchedumbre se paseaba tranquila en medio de aquel feroz tiroteo.

Había, por último, en la feria nocturna siete u ocho mesillas de turrón, y hasta tres confiterías, donde lo que con más abundancia se despachaba eran las yemas, los roscos de huevo y las batatas enconfitadas.

Se cuenta que cuando algún galán campesino que presume de muy rumboso quiere obsequiar a su novia o a la muchacha a quien va acompañando, se dirige al confitero y le pide yemas o batatas.

—¿Cuántos quiere usted? —dice el confitero poniendo en uno de los platillos del peso la pesa de cuarterón.

—Eche usted jierro —responde el galán.

El confitero pone la pesa de media libra.

—Eche usted más jierro —repite varias veces el galán, y el confitero va echando casi todas las pesas.

Pero siempre la muchacha, llena de exquisita delicadeza, y con los más modestos remilgos, alega la dificultad que hay en trasladar a casa tanta balumba y pesadumbre de confites y asegura que no se los podrá comer en una o dos semanas y que se pondrán agrios, secos o rancios. En fin, ella está tan elocuente, que el galán, aunque al principio se resiste llamando a la muchacha dama de la media almendra, al cabo se deja convencer, pero no de repente, sino poquito a poco; y según va entrando el convencimiento en su ánimo y ella sigue hablando, él la interrumpe a trechos diciendo al confitero:

—Quite usted jierro.

Y de esta suerte acaba por no quedar en el platillo de las pesas más que la de cuarterón y a veces la de dos onzas.

Para que no careciese la velada de ningún atractivo, hubo en ella también una banda de música militar, que se había conservado desde la época en que hubo milicianos nacionales, gracias a los desvelos y esfuerzos de don Andrés Rubio, que había sido comandante de la milicia. Los ocho músicos de que constaba la banda vestían aún, cuando iban a tocar de ceremonia, el antiguo uniforme de la extinguida institución defensora de nuestras libertades. Eran los músicos menestrales o jornaleros de los más listos; no tocaban mal, y siempre el Municipio les pagaba un buen estipendio: seis y hasta ocho reales a cada uno. De este modo se libertaba Villalegre del tributo a que estaba sometida en lo antiguo, haciendo venir de la ciudad vecina, siempre que había función, a los músicos, a quienes apellidaban en el lugar tragalentejas.

Don Paco paseó a sus amigas por toda la feria, dando no poco que murmurar, según habían previsto.

Como ellas eran más finas que los jornaleros, ninguno se acercaba a hablarles, y como estaban en más humilde posición que las ricas labradoras, propietarias e hidalgas, la aristocracia las desdeñaba. El nacimiento ilegítimo de Juanita hacía mayor este aislamiento. Juanita no tenía ya una amiga. Entre los mozos, como había desdeñado a muchos, los pobres no se le acercaban por ofendidos o por tímidos, y los ricachos, que si ella hubiera sido fácil hubieran porfiado por visitarla en su casa, temían desconcharse o rebajarse acompañándola en público. Antoñuelo era el único galán que aún se complacía en acompañar a Juanita; pero Antoñuelo andaba entonces muy extraviado y se hallaba ausente en una de sus correrías por los lugares cercanos.

Las mozas que solían ir por agua a la fuente del ejido, y los arrieros, pastores y porquerizos que acudían a dar agua al ganado, considerando que desde que Juanita dejó de ir allí se daba tono de señora, no se atrevían ya ni a saludarla.

Toda la noche, o sea hasta que los fuegos terminaron, que fue ya cerca de la una, madre e hija permanecieron en la plaza, y hubieran estado sin otro acompañante que don Paco, si don Pascual, el maestro de escuela, no se hubiera unido también a ellas.

Era don Pascual un solterón de más de sesenta años, delicado de salud, flaco y pequeño de cuerpo, pero inteligente y dulce de carácter.

Desde que Juanita tuvo seis años don Pascual, prendado de su despejo y de su viveza, se había esmerado en enseñarle a leer y escribir, algo de cuentas y otros conocimientos elementales.

Juanita había tenido en el maestro de escuela un admirador constante y útil, porque había sido para ella, a falta de aya, ayo gratuito y celosísimo.

Ella, en cambio, hacía mucho honor a su maestro, pues tomando sus lecciones en horas de asueto y cuando la escuela estaba desierta de muchachos salió discípula tan aventajada, que avergonzaba a casi todos los que a la escuela asistían.

Nadie sabía mejor que ella el Catecismo de Ripalda y el Epítome de la gramática. Nadie conocía mejor las cuatro reglas.

Había aprendido también Juanita algo de geografía y de historia; y ya, cuando apenas tenía nueve años, recitaba con mucha gracia varios antiguos romances y no pocas fábulas de Samaniego.

Tiempo hacía que don Pascual no visitaba a Juanita ni a su madre.

Primero, las frecuentes visitas de Antoñuelo le habían espantado. Después le retrajo más de ir en casa de las dos Juanas el saber que tanto las frecuentaba don Paco. Tal vez supuso el bueno del maestro que Antoñuelo y don Paco bastaban en aquella casa, y que si él iba estaría de non y sería un estorbo.

Aquella noche pasó por acaso don Pascual cerca de Juanita, y ésta se dirigió a él diciéndole:

—Buenas noches, maestro. ¿Qué le hemos hecho a usted, que tan caro se vende y que nos tiene tan olvidadas?

Fueron tantas las cordiales zalamerías de la muchacha, que la preocupación de que él pudiera ser estorbo se le borró por completo del magín y acompañó a ambas mujeres durante toda la velada, siendo el cuarto personaje del grupo.

Ya paseaban los cuatro, ya se sentaban en los bancos de piedra que hay en la plaza. Siempre estaban o iban en medio las dos mujeres, y alternando, a un lado y a otro, ambos galanes.

Ellos quisieron obsequiarlas con confites, pero ninguna de las dos consintió tamaño despilfarro. Para que don Paco no lo tomase a desaire, dejó Juana que le comprase un buen puñado de cacahuetes y cotufas que se echó en el bolsillo y que iba comiendo. Juanita, que gustaba mucho de las castañas, como la Amarilis de Virgilio, se avino a que don Pascual le comprase un cuarterón de pilongas, que también se iba comiendo sin el menor melindre.

A don Pascual le bastó con una que ella le dio como fineza, porque como don Pascual no tenía dientes, no la podía roer ni mascar y la tuvo hora y media en la boca, tratando en balde de ablandarla, y recordando que sin duda por eso, así como por su baratura, se llaman las castañas pilongas caramelos de cadete.

Agradablemente pasaron, pues, la velada, y fueron de los que más gozaron en ella, sin perdonar los fuegos, con los que la velada terminó, y que estuvieron espléndidos.

Los galanes, ya cerca de la una, acompañaron a ambas Juanas hasta la puerta de su casa.

Cada mochuelo a su olivo, como suele decirse. Todos en el lugar se retiraron a dormir y trataron de dormir profundamente y deprisa, a fin de estar listos y bien apercibidos, desde muy temprano, para las magníficas fiestas que había de haber el día siguiente.