La víspera de la llegada del obispo, que fue el 15 de julio, víspera también de la Virgen del Carmen, Juana había trabajado ya mucho, sudando el quilo para condimentar los manjares y las golosinas, y hasta para disponer el aparato y la magnificencia que habían de desplegarse en la recepción y en el hospedaje de su señoría ilustrísima, y en el refresco y ambigú que había de darse en aquella casa a todo lo más granado e ilustre de la villa, después de terminadas las cristianas ceremonias de la confirmación y del bautismo. En ella, doña Inés iba a dar al señor obispo más trabajo que nadie, pues tenía siete chiquillos no confirmados aún, y uno todavía moro, como apellidan en Andalucía a todo ser humano antes de recibir el agua sacramental que le trae al gremio de la Iglesia.
La noche del 15 de julio hacía muchísimo calor. A eso de las nueve, don Paco, según costumbre, se fue de tertulia a casa de Juana la Larga; pero Juana seguía trabajando aún en la de los señores de Roldán, y Juanita estaba sola con la criada, tomando el fresco en la reja de su sala baja.
La vio don Paco, y llegó a hablarle antes de dirigirse a la puerta. Juanita, después de los saludos de costumbre, dijo a don Paco, que pretendía que le abriese:
—Mi madre no ha vuelto aún. No sé cuándo volverá. Estando yo sola no me atrevo a abrir a usted la puerta y a dejarle entrar. La gente murmura ya contra nosotros, y murmurará mil veces más si yo tal cosa hiciera. Váyase usted, pues, y perdóneme que no le reciba.
Ninguna objeción acertó a poner don Paco, convencido de lo puesta en razón que estaba Juanita. Solamente le dijo:
—Ya que no me recibes, no te vayas de la reja y habla conmigo un rato. Aunque la gente nos vea, ¿qué podrán decir?
—Podrán decir que usted no viene a rezar el rosario conmigo; podrán creer que yo interesadamente alboroto a usted y le levanto de cascos, y podrán censurar que pudiendo ser yo nietecita de usted, tire a ser su novia y tal vez su amiga. Con esta suposición me sacarán todos el pellejo a túrdigas; y si llega a oídos de su hija de usted, mi señora doña Inés López de Roldán y otras hierbas, que usted y yo estamos aquí pelando la pava, será capaz de venir, aunque se halla delicada y convaleciente, y nos pelará o nos desollará a ambos, ya que no envíe por aquí al señor cura acompañado del monaguillo, con el caldero y el hisopo del agua bendita, no para que nos case, sino para que nos rocíe y refresque con ella, sacándonos los demonios del cuerpo.
—Vamos, Juanita, no seas mala ni digas disparates. No es tan fiero el león como lo pintan. Y si tú gustases un poquito de mí, y mi conversación te divirtiese en vez de fastidiarte, no tendrías tanto miedo de la maledicencia, ni de los furores de mi hija, ni de los exorcismos del cura.
—¿Y de dónde saca usted que no guste de tener con usted un rato de palique? Pocas cosas encuentro yo más divertidas que la conversación de usted, y además siempre aprendo algo y gano oyéndole hablar. Yo soy ignorante, casi cerril; pero si el amor propio no me engaña, me parece que no soy tonta. Comprendo, pues, y aprecio el agrado y el valor que tienen sus palabras.
—Entonces ¿cómo es que no me quieres?
—Entendámonos. ¿De qué suerte de quereres se trata?
—De amor.
—Ya esa es harina de otro costal. Si el amor es como el que tiene el padre Anselmo a su breviario, como el que tiene doña Inés a sus libros devotos, o como el que tiene usted a las leyes o a los reglamentos que estudia, mi amor es evidente, y yo le quiero a usted como ustedes quieren a esos libros. No menos que ustedes se deleitan en leerlos me deleito yo en oír a usted cuando habla.
—Pero, traidora Juanita, tú me lisonjeas y me matas a la vez. Yo no quiero instruirte, sino enamorarte. No aspiro a ser tu libro, sino tu novio.
—Jesús, María y José. ¿Está usted loco, don Paco? ¿En qué vendría a parar, qué fin que no fuera desastroso podría tener ese noviazgo? ¿No le tiemblan a usted las carnes al figurarse la estrepitosa cencerrada que nos darían si nos casáramos? Y si el noviazgo no terminase en casamiento, ¿dónde iría yo a ocultar mi vergüenza, arrojada de este pueblo por seductora de señores ancianos?
Lo de la ancianidad, tantas veces repetido, ofendió mucho a don Paco en aquella ocasión, y muy picado, y con tono desabrido, exclamó haciendo demostración de retirarse:
—Veo que presientes graves peligros. No quiero que te expongas a ellos por mi culpa. Adiós Juanita.
—Deténgase usted, don Paco; no se vaya usted enojado contra mí. ¿No conoce usted muy a las claras que yo le quiero de corazón y que mi mayor placer es verle y hablarle? Como soy franca y leal, procuro no retener a usted con esperanzas vanas. Mucho me pesaría de que usted me acusase un día de que yo le engañaba. Por esto digo a usted que de amor no le quiero y me parece que no le querré nunca. Pero lo que es por la amistad, debe usted contar conmigo hasta la pared de enfrente. ¿Por qué no se contenta usted con esa amistad? ¿Por qué me pide usted lo que no puedo ni debo darle? No sería flojo el alboroto que se armaría en el pueblo si usted y yo fuésemos novios y si el noviazgo se supiese.
Don Paco se atrevió a decir entonces, en mala hora y con poco acierto:
—¿Pues qué necesidad hay de que nuestro noviazgo se sepa?
—Y usted, ¿por quién me toma para insinuar ese sigilo, dado que sea posible? Sólo se oculta lo poco decente, y, por tanto, yo no he de ocultar nada aunque pueda. Si me decidiese yo a ser novia de usted, sería por considerarlo bueno y honrado, y en vez de ocultarlo como fea mancha, lo pregonaría y lo dejaría ver a todos con más orgullo que si enseñase una joya, jactándome de ello, en vez de andar con tapujos. Ya sabe usted mi modo de pensar. Nada más tenemos que decirnos. Ahora, lo repito, váyase usted y déjeme tranquila. Malo es siempre dar que hablar; pero dar que hablar sin motivo es malo y tonto.
Don Paco depuso el enojo, no acertó a responder a Juanita con ninguna frase concertada y se fue, despidiéndose de ella resignado y triste.