VII

Una tarde del mes de mayo, Juanita se entretuvo en la fuente en larga y alegre conversación con otras muchachas.

Ya anochecido subía con su cántaro lleno por la cuesta, que en aquel momento estaba sola.

La tertulia de los poyetes solía, en primavera y en verano, durar hasta las ánimas, hora en que los tertulianos se retiraban para cenar y acostarse.

Aquel día don Paco había estado haciendo esfuerzos o, como si dijéramos, gimnasia con su voluntad para no ir a la tertulia y ver a Juanita. La lucha entre su voluntad razonable y su inclinación había durado bastante. Al fin, la voluntad sometida llevó, aunque tarde, a la tertulia de los poyetes a toda la persona de don Paco.

La pícara casualidad hizo que al bajar don Paco subiese Juanita, según hemos dicho.

Era ya de noche. El cielo estaba despejado, pero sin luna. Las estrellas, si resplandecían en el éter infinito, vertían muy débil luz sobre la tierra. Acrecentaba la oscuridad, en el punto en que ambos se encontraron, algunos frondosos árboles que allí había y el alto vallado de zarzamoras y de otros arbustos que se extendía a un lado y a otro por casi todo el camino.

Juanita era muy distraída e iba además pensando en sus travesuras de muchacha. Don Paco era también distraído. El mismo no sabía en qué estaba pensando. Era, además, algo corto de vista.

Lo cierto es que no repararon uno en otro al venir en opuestas direcciones, ni oyeron el ruido de los pasos. Chocaron, pues, y se dieron un buen empellón.

—Caramba, hombre —dijo Juanita—, mire usted por dónde va y no camine a ciegas; por poco me tira el cántaro.

Don Paco, que conoció a Juanita por la voz, contestó con mucha dulzura:

—¡Perdona, hija mía! ¿Te he hecho daño?

Ella, que también conoció a don Paco en seguida, replicó riendo:

—¿Qué daño me ha de haber hecho usted? Pues qué, ¿soy yo acaso de alfeñique?

—No, hija. Bien sólida y firme me pareces. Si en algo eres de alfeñique no es por lo quebradiza, sino por lo dulce.

—Entonces seré turrón de Alicante: dulce pero duro.

—Y vaya si me ha parecido duro.

—Si advirtió usted su dureza, hablará sólo de su dulzura por adivinanza.

—Pues qué, ¿no podría yo probarla?

—Ya está usted viejo, don Paco, y no podría meterle el diente.

—Pues te equivocas, que yo no estoy tan viejo, y tengo los dientes tan cabales y tan fuertes, que si se tratase de mordiscos, hasta en una piedra los daría. Pero yo no quiero emplear contigo sino más blandas y amorosas demostraciones.

—¡Ea, quite usted allá, señor don Paco! ¿Qué demostraciones ha de hacer usted, si puede ser mi abuelo?

Y como don Paco seguía plantado delante, atajándole el camino, Juanita continuó:

—Vamos, déjeme usted pasar. Si parece usted un espantajo. ¿Qué dirá la gente si le ve y le oye hablar aquí y requebrar en la oscuridad a una mocita? Capaz será de decir que ha perdido usted la chaveta y que ya no sirve para secretario del Ayuntamiento y consejero de don Andrés.

Don Paco se apartó entonces y dejó pasar a Juanita, pero en vez de dirigirse hacia la fuente, se volvió, siguiéndola, hacia el lugar.

—¿Qué hace usted, señor? ¿Por qué no va a su tertulia? Todavía están en los poyetes el señor cura, el boticario y el escribano. Váyase usted a hablar con ellos.

—Ya es tarde, pronto se volverán y desisto de ir hasta allí. Prefiero volverme charlando contigo.

—¿Y de qué hemos de charlar nosotros? Yo no sé decir sino tonterías. No he leído los libros y papeles que usted lee, y como no le hable de los guisos que mi madre hace o de mis bordados y costuras, no sé de qué hablar a su merced.

—Háblame de lo que hablas a Antoñuelo cuando estás con él de palique.

—Yo no sé lo que es palique, ni sé si estoy o no estoy a veces de palique con Antoñuelo. Lo que sé es que yo no puedo decir a su merced las cosas que a él le digo.

—¿Y qué le dices?

—Pues no quiere usted saber poco. Ni el padre Anselmo, que es mi confesor, pregunta tanto.

—Algo de muy interesante y misterioso tendrá lo que dices a Antoñuelo, cuando ni al padre Anselmo se lo confiesas.

—No se lo confieso porque no es pecado, que si fuera pecado se lo confesaría. Y no se lo cuento tampoco, porque a él no le importa nada, y a usted debe importarle menos que a él.

A todo esto, como iban a buen paso ambos interlocutores, habían ya subido la cuesta y se hallaban en el altozano, a la entrada del lugar, donde están la iglesia parroquial y las primeras casas.

—Déjeme su merced ahora —dijo Juanita—, y no venga, con perjuicio de su autoridad, acompañando a una chicuela que lleva un cántaro. ¡Pues no se enojaría poco la señora doña Inés, que tiene tantos humos, si viese a su señor padre sirviendo de escolta, no a una princesa como ella, sino a una pobrecita trabajadora!

—¿Qué había de decir? Diría que yo te estaba encomendando algún trabajo.

—No es esta hora ni ocasión para eso, y, por otra parte, no es a mí, sino a mi madre, a quien los trabajos se encargan. Acuda usted a ella si algo quiere encargar.

Y diciendo esto, apresuró el paso, hizo a don Paco un gesto imperativo, marcándole la calle por donde debía irse y ella se fue por otra que formaba ángulo recto con la que don Paco debía seguir.