YA era de noche cuando Rico alcanzó los suburbios de Hammond. Llevó el coche hasta un campo, le quitó las matrículas y las enterró. Después se desprendió del mono de mecánico y se limpió la grasa que tenía en el rostro con un ovillo de hilachas que había en la caja de herramientas.
—¡Qué estúpidos son esos policías! —murmuró.
La cosa había ido mucho mejor de lo que se esperaba. No había tropezado con ningún obstáculo, e incluso en Blue Island un policía motorizado le había hecho un signo de saludo. Recordándolo, se rió. Pensó que nunca se sabe cómo van a suceder las cosas. Cuando uno espera que salgan mal, salen a la perfección, mientras que cuando uno supone que saldrán bien, ocurre todo lo contrario. ¡Qué mundo tan absurdo!
Se acercó a la parada del tranvía. Llevaba un modesto traje oscuro y una camisa militar que le había proporcionado Arrigo. Se había afeitado el bigote y los cortos pelos sobre el labio superior le molestaban.
Se sentía muy orgulloso de haberse fugado así. Había sido una buena idea la de disfrazarse de mecánico y atravesar la ciudad en pleno día. Sí, estaba convencido de que había sido una buena idea, y si las cosas continuaban así, tal vez escribiría a algún periódico contándolo todo. Pero tal vez no, porque podrían descubrirle por el matasellos. Era mejor abandonar la idea. En todo caso, siempre podría explicárselo todo a Sansotta, su amigo.
Subió a un tranvía.
—¿Cómo va eso? —le preguntó al cobrador, saludándole.
—No del todo mal —contestó éste, añadiendo—: El tiempo empieza a refrescar, ¿eh? Yo creo que el invierno se va a echar encima sin que apenas nos demos cuenta.
—Sí.
Rico recorrió el callejón que había por la parte trasera del local de Sansotta y llamó en la puerta de servicio. Pasó un rato antes de que viniera alguien a ver su rostro a través de la mirilla. Una fuerte voz con acento extranjero preguntó:
—¿Quién eres?
—¿Dónde puedo encontrar a Sansotta? —inquirió Rico.
—¿Y a ti qué te importa?
—Escucha, amigo, no te excites —replicó Rico—. No tienes nada que temer de mí. Ve y dile a Sansotta que César quiere verle.
Minutos después, la puerta se abrió y una mano le indicó que entrara. El vestíbulo estaba oscuro y Rico dio un tropezón.
—El patrón está en su cuarto —dijo—. Te acompaño. ¿De dónde vienes, amigo?
—De Youngstown —respondió Rico.
El portero le acompañó por un largo corredor al final del cual había una puerta, por cuyas rendijas se filtraba la luz. El portero llamó tres veces y la puerta se abrió. Rico entró.
—Hola, Rico. Has venido a Hammond, ¿eh? —dijo Sansotta cerrando la puerta con llave.
—Ya lo ves —contestó Rico.
Sansotta era un italiano pequeño con las piernas zambas y el rostro moreno salpicado de cicatrices. Llevaba un traje con rayas marrones y rojas y un cuello duro tan alto que la barbilla casi descansaba en él. Sobre la pechera centelleaba un grueso brillante.
—Has tenido mucha suerte —dijo, después de que Rico le contara lo sucedido.
Rico le describió también su fuga.
—Ha sido una idea genial —afirmó Sansotta—. Nadie podría decir lo contrario.
—Sí, ha sido una buena idea —manifestó Rico modestamente.
Sansotta se dirigió hacia una mesita, abrió uno de sus cajones, sacó un papel y se lo mostró a Rico. Éste lo miró y se echó a reír.
—Han aumentado la recompensa —observó—. La última vez sólo ofrecían cinco mil dólares.
Leyó y releyó el aviso, mirando atentamente la fotografía que habían impreso.
—En esta foto no parezco yo —comentó.
Sansotta la examinó.
—No te pareces mucho, no. Claro que te has afeitado el bigote. Además, estabas más delgado. ¿Cuándo te la hiciste?
—Hace unos siete años.
El aviso decía:
Se busca por asesinato: César Bandello, conocido por el apodo de Rico. Edad: 29 años. Estatura: 1’66. Peso: 57 kilos. Color: pálido. Cabello: negro y rizado. Ojos: claros; azules o grises. Su rostro es delgado y camina torciendo un pie ligeramente hacia la izquierda. No habla con extraños. Individuo misántropo, melancólico y peligroso. Recompensa, vivo o muerto: 5.000 dólares, ofrecidos por la administración de la «Casa Alvarado», y otros 2.000 dólares ofrecidos por la ciudad de Chicago.
—Bien —dijo Sansotta—, ¿dónde piensas ir?
—Me quedaré aquí un tiempo —contestó Rico.
—Es demasiado cerca del lugar del delito, ¿no te parece? —observó Sansotta.
—No lo creas —replicó Rico—. No tienen ni la menor idea de dónde puedo estar. Por otra parte, tengo ahorrado algún dinero y no necesitaré pedir nada a nadie.
Sansotta le miró con cierta admiración.
—La verdad es que te has espabilado para salir de Chicago —manifestó.
—Sí —asintió Rico—. Sin embargo, no estoy contento. Las cosas me iban sobre ruedas cuando uno de la banda fue detenido y cantó. ¡No me digas que no es desgracia!
Hasta entonces había estado excitado por haber conseguido escapar de Chicago, tenía tan buen humor que incluso había olvidado todos sus demás temores, pero ahora que la excitación de la fuga se había pasado, la idea de que lo había perdido todo le golpeó con fuerza. Se sintió lleno de rencor.
—Sí, el mundo es así —filosofó Sansotta—. Nuestro juego es duro. Anoche también detuvieron a dos de mis hombres.
—¿Sí? —dijo Rico, sin escuchar.
Sansotta se levantó.
—Bien, César, ahora tengo que resolver algunos asuntos. En otro momento seguiremos charlando. De todos modos, ¿quieres quedarte aquí hasta que las cosas cambien de rumbo?
—Sí.
—De acuerdo.
Una noche tras otra, Rico era incapaz de conciliar el sueño. Pasaba las horas mirando los reflejos que la lámpara de su cuarto producía en los cristales de la ventana. Tenía el alma llena de rencor y reconstruía sin cesar todos los incidentes que habían provocado su fulgurante caída. Ahora, cuando ya era demasiado tarde, se daba cuenta de todos los errores que había cometido. En primer lugar, no tenía que haber dejado a Joe con vida. Porque, cuando un individuo empieza a dar muestras de miedo, no es posible fiarse de él. Sí, se había comportado de un modo excesivamente blando. Y, por otra parte, tenía que haberse ganado a Scabby, ya que éste le hubiera podido proporcionar grandes servicios; aunque era difícil llegar a ponerse de acuerdo con él, porque siempre estaba a la defensiva y desconfiaba de todo el mundo.
A veces Rico se adormilaba, pero su sueño estaba agitado por continuas pesadillas que le hacían revolverse en la cama y le despertaban sobresaltado. Entonces se levantaba, fumaba un cigarrillo tras otro y pensaba en los últimos acontecimientos, en Pete Montana, en el Pequeño Arnie y en Big Boy. A menudo, en aquellos breves intervalos de sueño, le sacudía la imagen de Otero caído en el suelo, o la de la muchacha italiana que barría el corredor, o bien veía a «mamá» Magdalena que le ayudaba a ensuciarse el rostro de grasa, antes de emprender la huida. Luego se despertaba y sus ojos se encontraban con aquella lámpara destellante, y le era tan desconocida que, de momento, no lograba comprender dónde estaba.
Durante el día, se sentía mejor. Jugaba a las cartas con Sansotta o con alguno de los de la banda, o bien a los dados sobre una mesa de billar que había al fondo de la sala. Siempre jugaba para ganar, y mientras duraba la partida se olvidaba de sus problemas. Pero incluso esto no era más que un paliativo. Empezaba a considerarse un desconocido, un italiano cualquiera sin el menor porvenir.
Sansotta era el único que conocía su verdadera identidad. Había tomado el nombre de un tío suyo, Luis de Angelo, y allí le llamaban Luis de Youngstown, o simplemente Luis. Ciertamente, era uno más. Cuando en una partida un jugador se acaloraba y pretendía haber sido engañado, sus duras miradas no conseguían calmar los ánimos como sucedía en la Pequeña Italia. Una mirada suya no tenía ningún valor. Sus amenazas valían tanto para él como para los otros. A veces, el deseo de demostrarles a aquellos italianos insignificantes que él era distinto le hacía removerse en la silla y dirigir la mano hacia la pistola, pero finalmente se contenía y aquel gesto no le servía para nada. Tenía que pensar en salvar el pellejo y en no comprometer a Sansotta, que estaba haciendo por él lo que podía. Se obsesionaba repitiéndose: «Soy una nulidad, soy una nulidad.» Y eso era exasperante.
A veces se iba temprano a su habitación y permanecía a oscuras con sus pensamientos. Se imaginaba cenando en la suntuosa casa de Big Boy; volvía a contemplar los cuadros de aquellos personajes antiguos, en sus marcos dorados; y la costosa vajilla, y la biblioteca llena de libros de verdad. También recordaba aquella noche en que los matones alquilados por el Pequeño Arnie habían intentado matarle, y cómo a su regreso al Palermo la gente se había subido a las mesas gritando: «¡Rico, Rico!» Era muy duro aceptar la idea de que esto era ya casi mítico.
Las historias que se referían a las personas de alta sociedad y que en otro tiempo había leído con tanta afición, ya no le interesaban. Después de haber leído un par de líneas, abandonaba el periódico ilustrado y bostezaba.
—Todo esto es una basura —se decía a sí mismo—. Esos tipos tan elegantes son todos unos cobardes. Tienen todo lo que se puede desear en este mundo, pero jamás se han esforzado para conseguirlo.
Estaba lleno de rencor, y cuando hablaba, lo que sucedía muy raramente, era para acusar o despreciar a alguien. Los italianos que había en torno a Sansotta, aunque eran gente simple, no tardaron mucho tiempo en advertir su rencor. Y Rico empezó a ser conocido como Luis el Desdeñoso.
Le decían: «A ti te toca ahora, Desdeñoso.» O bien: «Oye, Desdeñoso, da las cartas.»
Por la única cosa que estaba realmente interesado era por el proceso de Sam Vettori. Joe Massara, convertido en testigo acusador, había sido condenado a cadena perpetua.
—Dios mío —murmuró cuando lo supo—, no entiendo cómo pueden ser tan severos con él después de haber actuado de testigo acusador.
A consecuencia de la participación de Me Clure y de otros personajes igualmente influyentes, el proceso se había llevado con suma rigidez y por ese motivo Sam Vettori había sido condenado a morir en la horca.
Al enterarse, Rico se apoyó en el respaldo de la silla y se quedó inmóvil mirando a la pared.
—Al viejo Sam siempre le habían ido bien las cosas —reflexionó en voz alta—. En toda su vida no había estado jamás en la cárcel. Pero la suerte cambia cuando uno menos se lo espera.
Después volvió a recordar el atraco a la Casa Alvarado y todos los hechos que habían suscitado primero su suerte y luego su desgracia.
—Aquello me subió al pedestal y aquello me ha hundido.
La última noche del año se vistió con más esmero que de costumbre y descendió al local. Estaba lleno de gente, y como no había encontrado un sitio donde sentarse, se fue al despacho de Sansotta y le pidió al camarero que le sirviera allí la cena. Dejó la puerta abierta, y mientras cenaba observaba los movimientos de las parejas que bailaban en la pista. Se había consumido bastante alcohol y los ánimos se hallaban predispuestos al desenfreno. Se fijó en una rubia muy bonita que bailaba con un grueso italiano. Viendo que le miraba de un modo muy especial, le hizo una seña para que se acercara al despacho, y ella indicó que sí con la cabeza. Rico se levantó y cerró la puerta. Casi en seguida la oyó llamar y dijo:
—Adelante.
La muchacha entró.
—Hola, jovencito —dijo—, ¿Qué quieres?
—Me gustaría pasar un ratito contigo —contestó Rico.
—¿Sí?
—Eso es. Verás, tengo algunos dólares y no sé en qué gastármelos.
—Ahora sí que has hablado bien —sonrió la rubia, sentándose a su lado y cogiéndole del brazo.
—Entonces, ¿paseamos? —propuso Rico.
—Espera un poco —respondió ella—. Ahí fuera hay un tipo que tiene un carácter endiablado y no me gustaría que me viera contigo.
—¿Temes que me haga daño? —alardeó Rico—. Déjalo tic mi cuenta y yo le dulcificaré el carácter.
La rubia le miró y se rió.
—No creo que tengas la talla suficiente para poder fanfarronear —observó.
—No, no la tengo —replicó Rico—, pero cuento con otra cosa.
—Escucha, tesoro —repuso la rubia—, ese tipo te comerá vivo.
—¿De verdad? —se mofó Rico.
En ese momento el grueso italiano abrió la puerta del despacho y entró.
—¿Qué te ocurre, Micky? —le preguntó a la rubia.
—Nada, sólo que he encontrado a un viejo conocido contestó ésta bastante asustada.
Rico se levantó y se encaró con el italiano.
—Bueno, ¿y a ti qué te pasa?
—Oye, jovencito —respondió el italiano—, será mejor que te proteja tu hermano mayor, porque si te tomas otra vez la libertad de gastarme bromitas de este tipo te dejaré romo un trapo.
La rubia le sujetó por el brazo.
—Vamos, Paolo —dijo—. Llévame a bailar.
—Sí —pronunció Rico—, saca a este tipo de aquí antes de que le suceda algo malo.
El italiano se desasió de la rubia y se lanzó contra él gritando:
—¡Esto no te lo tolero!
Pero Rico, que estaba recostado contra la mesa, absolutamente tranquilo, se llevó la mano al costado y sacó rápidamente la pistola. El italiano se detuvo en seco y se quedó atónito.
—Bien, creo que has perdido velocidad de repente, ¿no es cierto? —se burló Rico.
El italiano se volvió a la rubia y le dijo:
—No sabía que tuvieras esta clase de amistades.
La rubia se quedó tan sorprendida que fue incapaz de pronunciar ni una sola palabra.
—Muy bien, amiguito —continuó mofándose Rico—, puedes marcharte si quieres. Nosotros no te echaremos de menos.
De pronto, Sansotta abrió la puerta y se quedó mirando a los dos hombres.
—¿Qué sucede, Paolo? —preguntó.
El italiano señaló a Rico.
—Este individuo ha intentado conquistar a mi pareja, y cuando yo me he propuesto hacerle entrar en razón, me ha amenazado sacando la pistola.
El rostro de Sansotta se puso lívido.
—Guarda inmediatamente eso, Luis —ordenó, mirando severamente a Rico—. ¿Dónde crees que estás? Escucha, Paolo —añadió, volviéndose hacia éste—, Luis es nuevo aquí y no conoce todavía a la gente.
—Bien —respondió el italiano—. Pero de todos modos tiene la mano demasiado rápida.
—Tienes razón, Paolo —dijo la rubia riéndose—. Pero ahora habrá aprendido cómo tiene que comportarse aquí.
Rico, furioso, se puso el sombrero e hizo ademán de querer irse, pero Sansotta le detuvo:
—Espera un momento, Luis; tengo que hablar contigo. —Después, volviéndose nuevamente hacia el italiano, le dijo—: Lamento profundamente lo que ha pasado, pero ya sabes que cuando un tipo ignora ciertas cosas puede llegar a cometer más de un error. Luis no es mal muchacho, pero tiene un carácter un poco violento, ¿comprendes?
—Demasiado violento —contestó el italiano—. Bueno, será mejor que nos vayamos cuanto antes. No quiero estar por más tiempo en un lugar donde corro el peligro de que me dejen como un colador.
—Quédate, Paolo —imploró Sansotta—. No tienes nada que temer, te lo garantizo.
—No, yo me voy —insistió el italiano—. Vamos, Micky. Ni a ti ni a mí nos conviene seguir tratando a tu amigo.
Sansotta trató de persuadirle para que no se fuera, pero Paolo se acercó al guardarropa y pidió los abrigos.
Rico se sentó y continuó cenando. Al poco rato entró Sansotta furioso y cerró bruscamente la puerta tras de sí.
—¡Maldición, César! —gritó—. ¿Por qué no piensas dos veces lo que haces? Ese tipo es Paolo, el cacique de la ciudad. Si quisiera, mañana mismo podría cerrarme el local.
—Cálmate —dijo Rico—. ¿Cómo diablos iba a saberlo? Y además, ¿tú crees que puedo permitir que un tipo cualquiera me dé un puñetazo?
Sansotta sacó un cigarro y se puso a masticarlo.
—César —pronunció—, debes buscarte otro sitio. Ya no puedo seguir teniéndote aquí. Es demasiado peligroso.
Rico dejó caer el tenedor y miró estupefacto a Sansotta.
—¿Me despachas? —preguntó.
—Entiéndelo como quieras —respondió Sansotta—. Es necesario que te vayas.
Rico se levantó mirándole fijamente.
—¿Y todo por culpa de ese caciquillo de provincia? Pero si ese individuo no es capaz de mandar ni a una banda tic novatos. Eres un pobre hombre, Sansotta. ¡Con todo el dinero que me he dejado en este local!
—No depende de mí —replicó Sansotta—. Deberás irte inmediatamente.
—No me hagas reír —dijo Rico.
—Yo no pretendo tal cosa —repuso Sansotta—. En realidad no estás en situación de poderte reír.
—Harías mejor en entregarme a la policía si tan mal ves las cosas.
—Déjate de tonterías, y vete lo antes posible. Es lo único que puedo decirte.
Rico sabía perfectamente cuál era su posición. No era más que un pobre diablo de Youngstown, sin un amigo y sin influencia. ¡Vaya situación la suya! Un tipo cualquiera en una ciudad como Hammond, cuando no hacía ni cuatro meses que había sido uno de los personajes más importantes de Chicago.
Se puso el abrigo y salió. El viento era frío, y nevaba. Caminó al azar durante un momento, eligiendo las calles más oscuras. Después, aterido por el frío, entró en un pequeño restaurante italiano para tomar un sandwich y una taza de café.
El camarero, un joven italiano con el rostro moreno, le sirvió lo que le había pedido. Lo puso sobre la mesa, sonrió y dijo:
—¡Feliz Año Nuevo!
Rico, sorprendido, alzó la mirada.
—Gracias —contestó.
Se sintió mejor. Aquella cortesía anónima le confortó. Mientras comía, miró al muchacho italiano que limpiaba el mostrador y cantaba.
«Un joven simpático», pensó.
Cuando hubo acabado el café, encendió un cigarrillo y se quedó fumando. Se sentía bien. Mirando en torno suyo, vio que en la sala principal había una pianola. ¡Igual que en el restaurante de Pete!
Escucha —dijo—, ¿se puede poner un poco de música?
—Sí, claro —contestó el muchacho.
Echó una moneda en la ranura y la pianola comenzó a tocar Adiós para siempre. Rico se sintió triste. Volvió a llamar al camarero y le entregó un dólar.
—Quédate la vuelta.
La pianola se detuvo en una nota falsa y Rico se levantó. En el momento en que se estaba poniendo el abrigo, dos hombres entraron por la puerta principal. Uno de ellos se dirigió a la barra y pidió un café, pero el otro se detuvo con los ojos fijos en Rico.
Este, notando que el hombre le miraba, se metió la mano en el bolsillo interior del abrigo y se dirigió hacia la puerta, pero el hombre le palmeó la espalda y susurró:
—Las cosas no te van muy bien, ¿verdad, Rico?
Le miró y preguntó:
—¿Quién diablos eres?
Después lo reconoció. Era el portero del Pequeño Arnie, Joseph Pavlovsky, uno de los que él había expulsado de Chicago.
—Soy uno de los hombres de Arnie —dijo Pavlovsky—. Vivo en Hammond desde que me hiciste salir huyendo.
—¿Sí?
—Sí. Me dedico al contrabando de cerveza y estoy llenándome de dinero. El próximo mes me vuelvo a Chicago.
Rico lo envidió.
—¿De veras?
—Sí. Tú has sabido huir, ¿eh? Siempre has tenido suerte, Rico.
—Y espero que la seguiré teniendo —replicó éste, dirigiéndose hacia la puerta.
Fuera, el viento soplaba con fuerza y ya no nevaba. Se levantó el cuello del abrigo y se encaminó a casa de Sansotta, pero aún no había recorrido ni una manzana cuando se dio cuenta de que alguien le seguía. Se volvió e inmediatamente vio dos hombres bajo la luz de un farol.
«Es Pavlovsky, que trata de conseguir los siete mil dólares de recompensa», pensó para sí.
Sacó la pistola y, escondiéndose detrás de un poste telefónico, disparó un tiro al aire. Los dos hombres emprendieron la fuga y él se perdió en un callejón, recorrió dos manzanas y cuando volvió de nuevo la cabeza comprobó que ya no le perseguían.
Cuando el portero de Sansotta le abrió la puerta, le dijo:
—Luis, el patrón quiere hablarte.
Se fue a su despacho.
—¿Qué quieres? —le preguntó, cuando llegó a su presencia.
—César —contestó Sansotta—, un amigo mío sale mañana por la noche para Toledo. Si quieres, por cincuenta dólares te llevará consigo.
—¿Por qué hace el viaje? —inquirió Rico.
—Tráfico de estupefacientes.
—Bueno, pues por mí no hay inconveniente.
El traficante de estupefacientes le dejó a la entrada de la ciudad. Eran cerca de las cinco de la mañana, el cielo todavía estaba muy oscuro, y el tiempo era desapacible. Una espesa niebla se alzaba del lago Erie y soplaba un viento fresco y húmedo. Rico caminaba arriba y abajo para entrar en calor, mientras esperaba el tranvía. Se sentía muy desanimado.
—Bueno —murmuró—, casualmente he vuelto al punto de partida.
Los faros de un tranvía taladraron la niebla, pero el conductor no le vio y pasó de largo.
—Esto se llama tener suerte —dijo entre dientes.
Faltaba media hora para que pasara otro tranvía. Se levantó el cuello del abrigo y encendió un cigarrillo. Tenía el alma llena de rencor. ¡Ni siquiera un miserable tranvía se paraba por él!
Alquiló una habitación en un hotelucho que había a la orilla del lago y se fue a la cama. Eran más de las cinco de la tarde cuando se levantó. Se lavó la cara con agua fría, se puso el abrigo y salió a la calle.
Comió en un pequeño restaurante italiano donde, en otros tiempos, Otero y él compartían un plato de macarrones cuando las cosas no andaban bien. Ahora el local era completamente distinto. Había nueva dirección, nuevos camareros; todo era nuevo. Toledo ahora le parecía una ciudad pequeña, mísera y adormilada. Se quedó perplejo.
«Antes no me parecía así», pensó.
Apenas terminó de comer se dirigió al local de Chiggi, que estaba unas dos manzanas más allá. Pero lo encontró cerrado, y cuando se acercó para echar una ojeada comprobó que había sido clausurado por orden judicial.
—Me persigue la negra —murmuró.
No sabía dónde ir.
Al lado del local había una frutería y entró en ella. Salió a atenderle una muchachita italiana.
—Escucha, chiquilla —le preguntó—, ¿sabes por casualidad dónde puedo encontrar a Chiggi?
—Llamaré al abuelo —contestó la muchacha.
Se fue a la trastienda y volvió con un viejo italiano de cabellos blancos y rizados.
—Escuche, señor —le dijo Rico—, ¿no sabría decirme dónde está Chiggi?
El viejo le miró sin responder. Rico se inquietó.
—¿No habla inglés? —inquirió.
—Lo hablo perfectamente —contestó el viejo, añadiendo—: ¿Qué quiere de Chiggi?
—Era amigo mío, pero he estado fuera una temporada y ahora no sé dónde encontrarlo.
—Está en la cárcel —le informó el viejo.
—En Atlanta, ¿eh?
—Sí, en Atlanta. Es una gran desgracia. Chiggi era muy buena persona, ayudaba a los pobres. Cuando mi mujer estuvo enferma y los negocios me iban mal, él me daba dinero.
Rico sacó un cigarro y se lo ofreció.
—Dígame, ¿no sabe dónde podría encontrar a alguno de sus amigos?
—Sí, claro —contestó el viejo—. Su hijo tiene un local dos casas más arriba.
Desde la puerta le indicó cuál era el local.
—Muchas gracias, señor —dijo Rico.
El joven Chiggi era un italiano presumido muy convencido de ser bastante más importante que su padre. No se dignaba servir a los clientes, pero estaba todo el día sentado en la trastienda leyendo la gaceta política o haciendo solitarios. Los negocios le iban bien, y a veces se le cruzaba la idea de vender el local y marcharse a Chicago o a Detroit.
Hacía ya tres años que se dedicaba al contrabando de alcohol, primero con su padre, luego él solo y ahora con Bill Hackett, a quien llamaba el Pelirrojo de Chicago. Compraba brillantes y automóviles y mantenía a su amiga en un lujoso apartamento.
Cuando Rico fue conducido por el barman a su despacho, ni siquiera alzó la vista y continuó haciendo su solitario. El barman salió y Rico se sentó frente a él.
—Chiggi —dijo—, deseo hablar contigo.
Continuó sin levantar los ojos.
—Muy bien —contestó.
—Escucha —añadió Rico—, deja un momento esas cartas. Quiero hablarte de negocios.
Chiggi elevó la cabeza y le miró.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó—. Yo no te conozco.
—Tu padre fue amigo mío —respondió Rico.
—Bueno, eso a mí no me interesa, porque yo ya no tengo nada que ver con él. Creía saber mucho, pero ahora está entre rejas y en cambio yo soy un ciudadano libre.
—¿De verdad? El viejo ha tenido mala suerte. Pero, qué se le va a hacer. Él me ayudó una vez y yo quería verle para saldar la cuenta. Por otra parte, desearía encontrar un lugar donde pudiera estar tranquilo.
Chiggi le miró con interés.
—Encontrar un lugar donde estar tranquilo —repitió—. ¿Es qué tienes problemas con la policía?
—Sí.
Chiggi dejó las cartas a un lado. Después sacó un par de cigarros y le ofreció uno. Se pusieron a fumar.
—Y bien —dijo Chiggi—, quizá pueda ayudarte.
—Lo celebro —repuso Rico—. ¿Tienes tal vez un cuarto disponible en el piso de arriba?
—No, pero un amigo mío tiene una pensión que te parecerá ideal. Está unas puertas más allá. En cuanto al dinero que te prestó mi padre puedes dármelo a mí, porque te advierto que él me debe bastante.
Rico no dijo nada, sacó la cartera y contó ciento cincuenta dólares. Había algunas cosas que era necesario pagarlas.
Cuando estuvo en la habitación, la observó minuciosamente. Aquello era lo que se dice un buen escondrijo. Tenía dos puertas, una que daba a la entrada principal y otra a la de servicio. Ambas eran sólidas y se podían atrancar por dentro.
No tenía un plan concreto. Disponía de bastante dinero, y gastándolo con discreción le sería posible vivir por lo menos dos años sin preocuparse de los ingresos. Pero no podía hacerse a la idea de estar dos años en la más completa ociosidad. ¿Qué hubiera hecho del tiempo? No tenía vicios. No encontraba ningún placer en emborracharse, en tomar estupefacientes o en dedicarse a los juegos de azar. Sin embargo, no le importaba perder de vez en cuando en el juego dos o trescientos dólares, pero no se podía pasar tantos meses jugando. En algunos momentos pensaba que según como le fueran las cosas se trasladaría a Nueva York, pero en seguida comprendía que eso era muy arriesgado. Con un solo paso que diera en falso estaría perdido. No, el porvenir no era demasiado atractivo.
Se pasaba casi todo el día en el cuarto, tumbado en la cama, leyendo o dando vueltas en su mente a los sucesos que habían provocado su ruina. El rencor que experimentó por primera vez hallándose en Hammond, había crecido, convirtiéndose en verdadera obsesión. No estaba de humor. Cuando no leía o recordaba sus buenos tiempos de Chicago, se paseaba agitadamente por la habitación esperando la noche. Había cogido la costumbre de dormir doce horas seguidas, y eso le aliviaba.
Por la noche se iba al local de Chiggi y jugaba al billar o a los dados. A veces se organizaban fuertes partidas de póker y participaba en ellas. Era conocido como Luis de Youngstown y nadie tenía la más remota idea de su verdadera identidad.
Todo se volvía contra él, incluso las cualidades que en cierto momento habían llegado a encumbrarle. Su energía no le servía para nada en su situación actual. Lo mismo ocurría con la disciplina que se había impuesto en otros tiempos y que le había distinguido de sus demás compañeros. Y tampoco le servía de nada la tenacidad que le había mantenido firme siendo capitán de la banda de Sam Vettori. Todo eso ya no tenía ningún valor fuera de su ambiente.
—Soy una nulidad, una nulidad —se repetía incansablemente.
Algunas noches se iba a pasear un par de horas. Pero estos paseos, poco frecuentes, no le reportaban ninguna satisfacción. A menudo se preguntaba qué habría sido de la rubia con quien se había gastado el dinero del viejo Chiggi y estaba seguro de que, si hubiera podido encontrarla, habría sentido una gran alegría, pero había desaparecido y nadie sabía dónde se hallaba.
Finalmente, decidió asociarse con Chiggi, aportando su dinero. Chiggi no puso inconveniente, pero el Pelirrojo se negó. No le caía simpático y aprovechaba cualquier ocasión para molestarle de una forma u otra. Al parecer había abandonado Chicago en difíciles circunstancias. Corría el rumor de que se había enemistado con una banda de la parte sur y que había tenido que salir huyendo para salvar la piel. Era un hombre alto y pesaba cerca de noventa kilos; tenía la musculatura de un luchador, el cuello de un toro y unas manazas parecidas a las de un gorila.
Rico se esforzaba en no tener roces con él, pero parecía como si encontrara placer en atormentarlo, tal vez porque, aunque Rico no discutía nunca ni se le oponía en nada, presentía que en el fondo no le impresionaban sus formas agresivas.
Una noche se jugaba una fuerte partida de póker en el local de Chiggi. Rico ganaba. A eso de la medianoche entró el Pelirrojo y quiso tomar parte en el juego, pero no había lugar para él.
—Luis —dijo—, cédele tu sitio a un hombre.
—Ni hablar —contestó Rico.
—Escucha, Dago…
—No me llames Dago —replicó Rico mirándole con decisión.
—Deja libre esa silla si no quieres que te aplaste de un manotazo —amenazó el Pelirrojo avanzando un paso.
Pero Chiggi lo cogió por el brazo y le obligó a marcharse.
Cuando se acabó el juego, Chiggi volvió a entrar y le dijo a Rico:
—Cuando hayas hecho tus cuentas, ven a mi despacho.
Rico obedeció. El Pelirrojo estaba sentado y tenía los pies sobre la mesa. Chiggi se paseaba de un lado a otro.
—¿Los has desplumado bien, Dago? —preguntó el Pelirrojo.
—Sí —contestó Rico.
—Siéntate un poco, Luis —dijo Chiggi—, Tenemos que hablar.
Rico se sentó.
—Luis —empezó Chiggi—, no sé si te hemos informado de que nuestros negocios andan mal. La policía ha detenido a dos de los nuestros con un gran cargamento de licores, y hace un par de días nos robaron también el camión los de Monroe. Como puedes suponer, estamos casi arruinados.
—¿De veras? —dijo Rico.
—Bueno —añadió Chiggi—, el caso es que necesitamos capital, ¿no es verdad, Pelirrojo?
—Sí —contestó éste, y añadió con cierto tono de menosprecio—: Y no nos importa de dónde proceda.
—En tal caso —replicó Rico poniéndose en pie—, por ahí hay un montón de tipos que tal vez te puedan ayudar. Dirígete a ellos.
—Escucha, Pelirrojo —intervino Chiggi—, tú no metas tus narices en esto.
El Pelirrojo se levantó bruscamente y le miró con ferocidad.
—Tú, italiano piojoso, me parece que olvidas con quién estás hablando —alzó el brazo y señaló a Rico—. ¿Ves a ese tipo? Se cree que está por encima de todos, ¿comprendes? Está convencido de ser el italiano más importante que hay fuera de Italia, y encima tú le tratas como si lo fuera. Podemos encontrar dinero en otra parte. Pero no seré yo quien se asocie a este maldito italiano.
Rico le miró compasivamente.
—A mí —continuó el Pelirrojo— empieza a darme náuseas el verle siempre callado, figurando que es un personaje. Sí, estoy cansado y aburrido, Chiggi.
—Pues cuando no puedas aguantar más, ya sabes lo que tienes que hacer —replicó éste.
El Pelirrojo se rió.
—Quieres ser fiel a tu amigo italiano, ¿eh? Él tiene dinero, naturalmente. Muy bien. ¿Pero qué haréis cuando necesitéis a un valiente?
Esto era más de lo que Rico podía soportar. Dijo:
—¿Y qué sabes tú de eso? No pareces precisamente un león. Si lo fueras, no te hubieran expulsado de Chicago.
—¿Oyes lo que dice éste? —exclamó el Pelirrojo—. Si quieres saber quién soy basta con una provocación. Ahora mismo te voy a demostrar cómo tratan allí a los tipos que se creen tan importantes. Tú en Chicago no tendrías ni cinco minutos de vida.
Hizo ademán de meterse la mano en el bolsillo de la chaqueta, pero Rico fue más ligero. Sacó rápidamente la pistola y le apuntó con ella.
—Pelirrojo —dijo—, en Chicago a ti no te encargaría ni siquiera la tarea de asaltar un puesto distribuidor de gasolina.
El Pelirrojo estaba con las manos en alto, mirándoles a ambos con un cierto azoramiento.
—No le perfores la piel, Luis —le suplicó Chiggi.
—No, no malgastaré una bala con este individuo —contestó Rico. Después, mirando fieramente al Pelirrojo, añadió—: Hace tiempo que me estás asqueando con tus cuentos, Pelirrojo ¡Yo soy César Bandello!
El Pelirrojo abrió la boca y se quedó con los ojos fijos en Rico. Chiggi le cogió a éste por el brazo.
—¿Tú eres Rico? —exclamó.
Éste asintió con la cabeza y se guardó la pistola. El Pelirrojo dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo, se derrumbó en una silla y se secó el sudor de la frente.
—Siéntate, Chiggi —dijo Rico—. Ahora seré yo el que hable.
Chiggi se sentó.
—¡Vaya! —se admiró el Pelirrojo—. Así que tú eres el famoso Rico. Steve Gollancz me dijo que eras muy alto.
—Steve no me ha visto nunca.
Chiggi se impacientó:
—¿Te asociarás con nosotros, Luis?
Rico contestó:
—De acuerdo. Invertiré una tercera parte, pero seré yo el que dirija el asunto, pues de otro modo no soltaré ni un centavo.
Chiggi miró al Pelirrojo.
—Por mí, de acuerdo —dijo éste.
Chiggi se levantó bailando de alegría y gritando:
—¡Hurra por nosotros!
Con Rico a la cabeza, la banda de Chiggi prosperó. El Pelirrojo, a quien la fama de Rico le imponía respeto, obedecía sus órdenes sin discutirlas, y lo mismo sucedía con Chiggi. Sus hombres notaron un cambio de actitud en sus antiguos jefes. Rico era rápido en tomar decisiones, no admitía consejos y casi nunca se equivocaba. Chiggi y el Pelirrojo solían hacer operaciones a pequeña escala y no querían darle su parte a las autoridades, pero Rico conocía el juego lo suficientemente bien como para saber que, si se quería ganar mucho dinero, había que repartir una parte de él.
Por medio de Antonio Rizzio, amigo del viejo Chiggi, y ahora agente electoral, empezó a relacionarse con algunos personajes influyentes y compró su protección. Los camiones pudieron circular libremente, y en poco tiempo el tráfico aumentó de forma considerable. Pero las otras bandas no iban a cruzarse de brazos y empezaron a tender emboscadas a los hombres de Chiggi y se apoderaban de los cargamentos. Había una banda bien organizada en los alrededores de Monroe, Michigan, y su actividad empezó a notarse en los negocios de Chiggi. Rico cambió la ruta, y esta medida sirvió durante dos meses, al cabo de los cuales la banda de Monroe se dio cuenta y todo volvió a empezar.
Rico decidió correr el riesgo y mandó traer de Chicago dos metralletas. Estas armas automáticas, formidables en muchos aspectos, vinieron escondidas en una caja especial bajo el asiento del conductor. Rico enseñó a los hombres a manejarlas, y después de algunos encuentros, la banda de Monroe decidió que sería mejor, a la vez que más seguro, limitar sus robos a los contrabandistas pequeños que no iban provistos de semejante armamento.
Estos resultados empezaban a producir en Rico un cierto placer, pero no logró experimentar una satisfacción absoluta. Eran menudencias, y no pudiendo dedicarse activamente a negocios de más envergadura, le quedaba mucho tiempo libre. Desde luego, en Toledo se había convertido ya en un personaje y en el local de Chiggi era muy famoso, pero, después de todo, los hombres de éste eran muy insignificantes, todavía más que los del Pequeño Arnie, y sus adulaciones no le enorgullecían.
Pero esto no era lo peor. Sabía que había cometido el gran error de revelar su verdadera identidad a Chiggi y al Pelirrojo. De ninguno de los dos se fiaba ni un pelo. Chiggi charlaba demasiado, se contradecía, se olvidaba de lo que había dicho dos minutos antes, y todo ello lo hacía con objeto de pavonearse. El ser socio de César Bandello era un hecho del que podía envanecerse y Rico lo sabía. El Pelirrojo, en cambio, no era muy locuaz, pero cuando había tomado unas copas de más presumía de sus antiguas relaciones con Steve Gollancz. Rico los temía a los dos. Cuando los pillaba a solas, procuraba advertirles que tuvieran mucho cuidado. Sólo le daba cierta confianza una cosa, y era que la prosperidad de Chiggi dependía de él. Esto ambos lo sabían perfectamente.
Una noche, a eso de las siete, Rico se fue a cenar. Iba siempre al pequeño restaurante italiano donde, en otros tiempos, Otero y él compartían un plato de macarrones cuando las cosas les iban mal. Acostumbraba a sentarse frente a la puerta principal, en una mesita que había al fondo del establecimiento. Así, podía ver a todos los que entraban y también vigilar a los que estaban sentados en las demás mesas. A su derecha, y a dos pies de distancia, había una ventana que daba a un callejón. Mientras terminaba de beberse el café, se le ocurrió volver los ojos hacia allí. En aquel momento, un rostro que estaba pegado contra el cristal desapareció rápidamente. Entonces Rico se levantó, se puso el sombrero y pagó la cuenta.
—Voy a salir por la puerta de atrás —le dijo al barman.
—De acuerdo, patrón.
—Si alguien viene preguntando por mí, obsérvalo bien.
Rico salió por la puerta de la cocina que daba a un pequeño patio con el suelo de cemento, donde amontonaban todos los restos del restaurante. Junto a las paredes sumidas en la sombra había grandes cajones llenos de basura. Cuando estuvo en el patio, un hombre se alzó detrás de uno de los cajones y le apuntó con una pistola. Se tiró inmediatamente al suelo, el arma disparó sin herirle y el hombre echó a correr hacia la calleja, tropezando con los cajones de basura. Rico disparó desde el suelo, pero falló. Después se levantó de un salto y corrió hacia la calleja. Pero el hombre había desaparecido.
—¡Dios mío! —exclamó—. Ha estado a punto de matarme.
Uno de los cocineros abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza.
—¿Qué diablos sucede? —preguntó.
—Yo qué sé —contestó Rico—. Los disparos han sido hechos en el callejón.
—Habrán sido los contrabandistas —dijo el cocinero.
Rico tomó un taxi para regresar al local de Chiggi. Se sentía muy turbado. Fuese quien fuera el que le había atacado, era de temer.
—A alguien se le ha soltado la lengua —murmuró.
Apenas entró, Chiggi fue a su encuentro y le cogió por el brazo.
—Luis —dijo—, el Pelirrojo está completamente borracho, y no sé qué hacer con él.
Rico le miró.
—¿Dónde ha estado?
—Tomando unas copas por ahí con unos tipos de Chicago.
—¡Podía haberse ido al infierno! —rezongó Rico—. ¿Y dónde está ahora?
Chiggi le acompañó a un reservado. El Pelirrojo estaba sentado ante una mesita y a su lado tenía una botella de whisky medio vacía. Cuando vio a Rico, se puso a gritar:
—¡Pero si es el mismo Rico en persona, mi viejo amigo! He estado bebiendo durante todo el día y ahora apenas puedo distinguirte, pero a pesar de todo no hay nadie que resista tanto como yo. Sí, señor; quisiera saber quién es capaz de resistir más que yo.
Rico se volvió hacia Chiggi.
—Han disparado contra mí al salir del restaurante. Este idiota ha cantado. Tengo que largarme.
—¿Quieres irte, Luis? —preguntó Chiggi, con los ojos fuera de las órbitas.
—Debo irme —contestó Rico—, porque hay alguien que me vigila y quiere ganarse siete mil dólares.
—¿Y qué haremos sin ti? —se lamentó Chiggi.
—Ya os apañaréis —replicó Rico—. Ahora ve a buscarme un taxi, porque quiero marcharme cuanto antes.
Chiggi salió de la estancia. Rico cogió al Pelirrojo por la espalda y lo zarandeó. Éste agitó los párpados.
—Pelirrojo —dijo Rico—, ¿has estado bebiendo con alguien de Chicago?
—Sí, me he gastado cien dólares con unos tipos de allí —respondió.
—¿Hablaste de mí a alguno de ellos?
El Pelirrojo sacudió la cabeza de derecha a izquierda y se puso a cantar. Luego, dando un puñetazo sobre la mesa, dijo:
—Rico, el Pelirrojo se vuelve a Chicago. Sí, señor; estoy harto de vivir en esta ciudad. El Pelirrojo tiene ahora dinero y se irá a Chicago. Me expulsaron una vez pero yo no tengo miedo. Regresaré y les haré ver quién es el Pelirrojo. ¡Vaya si lo haré!
Rico lo zarandeó nuevamente.
—Escúchame —insistió—, entre la gente con quien has estado, ¿había alguien que me conociera?
El Pelirrojo, con la cabeza vacilante, trató de fijar su mirada sobre él.
—Uno de ellos dijo que era íntimo amigo tuyo —contestó—. Me ha preguntado si sabía dónde estabas. Verás, conocía toda la historia. Y yo le he dicho…
—¿Quién era? —le interrumpió Rico.
El Pelirrojo estuvo meditando durante un momento y luego dijo:
—No puedo acordarme de su nombre. Solamente sé que era un italiano; sí, un italiano calvo.
—¡Scabby! —exclamó Rico.
¡Qué desgracia! Scabby le odiaba, y no tenía escrúpulos. Hubiera sido capaz de vender a su propia madre por mucho menos de siete mil dólares. Rico se sintió lleno de ira. ¿Por qué estaba siempre rodeado de traidores y cobardes?
Entró Chiggi.
—El taxi espera, Luis.
Rico señaló al Pelirrojo.
—Ese imbécil lo ha contado todo. Por menos de un centavo le saltaría la tapa de los sesos.
Estaba furioso. Hizo ademán de sacar la pistola, pero en ese mismo instante uno de los empleados abrió la puerta y gritó:
—¡La policía!
—¿Cómo? —se asombró Rico.
El empleado estaba muy pálido y temblaba de pies a cabeza.
—Un coche de la policía se ha parado en la entrada, patrón.
Rico dio un salto hacia la puerta, pero Chiggi lo agarró por el brazo.
—Por aquí, Luis.
Atravesó apresuradamente la sala, hizo girar un interruptor y el local quedó a oscuras. Después, tomando a Rico por el brazo, le guió más allá del vestíbulo, a un patio trasero.
—Hasta la vista, Luis —dijo.
Cerró la puerta y Rico se encontró envuelto en la oscuridad más absoluta.
—En menudo lío estoy metido —murmuró.
Salió cautelosamente a la calleja y miró en torno suyo. A la derecha había un callejón sin salida, y a la izquierda una avenida principal, en una de cuyas esquinas había un potente foco. Sacó la pistola y avanzó lentamente hacia la luz.
—Nunca está de más prevenirse —musitó.
Cuando estaba a unos cincuenta pasos de la avenida principal surgió un hombre de la oscuridad de la calleja: un hombre alto con sombrero hongo. Vio a Rico e inmediatamente se llevó el silbato a los labios. Rico alzó la pistola y apretó el gatillo, pero el arma se encasquilló.
Sintió enloquecer. Quería vivir.
—¡Hazme huir! ¡Déjame huir! —imploró.
El hombre del sombrero hongo levantó el brazo, pero Rico se le anticipó y disparó todo el cargador a ciegas, con rabia. De pronto, vio una lengua de fuego y en el mismo instante algo le golpeó en el pecho. Dio dos pasos, soltó el arma y se desplomó. En la calleja oyó el ruido de unos pasos.
—¡Señor, Señor…! —musitó—, ¿será éste el fin de Rico?