I

RICO se sentía pequeño e insignificante en la residencia de Big Boy. Habitualmente estaba concentrado en sí mismo, y no se dejaba impresionar por el ambiente. Pero nunca había visto nada semejante. Sentado ante una mesa, en la que no faltaba un detalle, comía nervioso y cauto, dejando caer el tenedor a cada momento y mirando furtivamente a su alrededor. De vez en cuando se ajustaba su cuello postizo, y cuando se encontraba con la mirada de Big Boy, sonreía.

Joe Sansone le había vestido de forma discreta para que estuviera presentable. Para esto había necesitado mucha diplomacia y mucho tacto, pero como era muy puntilloso en lo que se refería a la etiqueta, había perseverado en el caso de Rico, el cual no quería ni siquiera escucharle.

—Patrón —le había dicho Joe—, estás abriéndote camino. Big Boy no ha invitado nunca a ninguno de nosotros a comer a su casa. Atiende bien lo que te digo. Excepto Pete Montana, nadie ha cruzado el umbral de su casa. ¿Comprendes lo que quiero decir? Supongo que no te gustaría que Big Boy piense que no sabes vestir.

Había hecho limpiar y planchar su propio frac y, a las cinco, se había presentado con él sobre el brazo. Al principio, Rico había ofrecido gran resistencia. Ponía inconvenientes a los tirantes y luego a la pechera almidonada. Joe había sudado tratando de ponerle los gemelos y abrocharle los botones y el cuello duro, porque Rico no paraba quieto. Pero al fin le había vencido.

Como él estaba un poco más gordo que Rico, el frac le quedaba un poco holgado, pero le había convencido diciéndole: «Actualmente, la moda es que la ropa se lleve muy amplia», a lo cual Rico había contestado sarcásticamente: «¿Y no temes que crean que paso un hambre canina?»

Finalmente, Joe había conseguido vestirle. Entonces Rico, paseándose por la habitación, manifestaba que prefería ser ahorcado a salir a la calle con semejante atavío.

—Big Boy pensará que estoy un poco loco.

—Pero, patrón, si te queda muy bien —insistía Joe.

—¿De verdad? Pues yo creo que no me falta más que una servilleta sobre el brazo para parecer un camarero.

Pero Joe le había llevado ante el espejo para que pudiera contemplarse de pies a cabeza. Y por fin se gustaba. ¡Por Dios! Parecía verdaderamente uno de aquellos señorones que frecuentaban los clubs y que a menudo salían retratados en los periódicos. La enorme pechera blanca, las solapas de seda, el nudo bien hecho, todo ello le deslumbraba.

—Realmente, no estoy tan mal —había terminado por admitir, añadiendo—: Como aún nos sobra tiempo, podremos ir un momento a ver a Sam.

En casa de Big Boy, titubeó mirando en tomo a la estancia. Big Boy comía con placer, haciendo chasquear los labios. La suntuosidad que le rodeaba por todas partes, impresionaba a Rico. Miraba con ojos asombrados los retratos de personajes de otros tiempos, enmarcados en enormes molduras doradas; la plata, la cristalería sobre el bufete, los altos sillones esculpidos. Todo aquello parecía el sueño de un fumador de opio.

Movió lentamente la cabeza contemplándolo todo.

—Es magnífica esta casa —comentó.

—Sí —contestó Big Boy, mirando a su alrededor con indiferencia—. Me ha costado mucho dinero. ¿Ves aquel cuadro que hay allí? Pues es una reproducción de un Velázquez, y me ha costado ciento cincuenta dólares.

Rico se quedó boquiabierto.

—¡Cristo! ¿Ciento cincuenta dólares por una reproducción?

—Sí —repuso Big Boy—. Pero eso no es nada. ¿Ves todas esas cosas? —e hizo un movimiento con la cabeza en dirección al bufete—. Todo eso me ha costado más de mil dólares.

Rico volvió a abrir la boca.

—¡Mil dólares por esas cosas!

—Son de valor —explicó Big Boy—. Pero yo me pregunto, ¿para qué sirve el dinero si no es para gastarlo? Un plato se usa para comer, y no importa el material con que está hecho. Pero resulta que en los dos últimos años he logrado hacer unos negocios afortunados. He reunido mucho dinero y he pensado: «Otras personas, con la mitad de lo que yo tengo, se dan más importancia, ¿y por qué no he de dármela yo?» Estoy muy por encima de muchos tipos que tienen dos o tres casas y un par de automóviles de lujo. Por eso, hace unos días decidí renovar la decoración de la casa por un gran profesional y me la dejó a la última moda. Tengo también una biblioteca y un montón de cosas que no me sirven de nada. El otro día hablaba con un ricachón y me decía que había sido un tonto en comprar una biblioteca con libros de verdad; él tiene una como dos veces la mía, y sin embargo, los libros son simulados. ¡Pero qué diablo! Si uno ha de tener una biblioteca, lo mejor es hacer bien las cosas. Yo tengo tantos libros auténticos, que sólo con mirarlos ya le entra a uno dolor de cabeza. Tengo obras de Shakespeare y de todos los individuos de ese género.

—¿De verdad? —dijo Rico estupefacto.

Un criado se llevó la fruta y sirvió el café. Después trajo una caja llena de cigarros. Rico tomó uno y lo encendió con especial satisfacción. ¡Aquello sí que era vida!

—Sí —prosiguió Big Boy—, en esta casa he invertido mucho dinero. Pero no pago ni un centavo de alquiler. Eschelman, el empresario, es propietario de la casa y conoce mi posición en la ciudad. Él hace todo lo que le parece, pero lealmente, ¿comprendes? Si uno se porta bien conmigo, la ciudad es suya.

—Cierto —reconoció Rico—, tú eres un hombre muy importante.

—A Eschelman le proporciono también contratos —continuó Big Boy—, aunque, naturalmente, siempre exijo una parte. Pero aun así, su fortuna me la debe a mí. Cuando vino, no tenía más que la ropa que vestía; en cambio ahora está subiendo cada vez más. Yo —añadió cambiando de tono—, si hubiera formado una familia, me haría una casa grande en un barrio elegante; pero tal como estoy, me conviene más vivir aquí. Tengo todo lo que quiero, e incluso más.

—Es verdad —asintió Rico.

—Vamos a la biblioteca —propuso Big Boy—; allí estaremos más cómodos.

Le ordenó al criado que sirviera el café en la biblioteca. Después se levantó seguido de Rico, a quien le puso una mano sobre la espalda.

—También tú estás elegante esta noche, ¿eh, Rico? —observó.

—Sí, he creído conveniente ponerme el frac.

—Has hecho bien, Rico. Es necesario que te instruyas ahora.

—Desde luego.

Ya en la biblioteca, Big Boy le invitó a sentarse y después lo hizo él mismo. Rico miró a su alrededor, admirando las grandes vitrinas que protegían los libros. ¡Dios mío! Si uno leyera todos aquellos libros, llegaría a saber una infinidad de cosas.

—Rico —dijo Big Boy—, ahora vamos a hablar de cosas serias.

—Está bien.

Big Boy se inclinó hacia adelante y le miró fijamente.

—Escucha, te voy a explicar algo, pero tú tendrás que olvidar hasta la última palabra de lo que te diga. Son secretos y si se llegan a saber alguien lo pasará muy mal.

—Ya me conoces, patrón.

—Desde luego. Precisamente te he invitado a cenar esta noche en mi casa porque tengo una gran opinión de ti. Eres un muchacho con suerte, Rico, y tienes un gran porvenir ante ti. Eres audaz, valiente, sobrio y fiel. Gente como tú es lo que yo necesito. La mayor parte de los chicos tienen poco cerebro. Y ahora escucha: Pete Montana está acabado.

Al oír estas palabras Rico casi cayó de la silla.

—¿De verdad? —exclamó.

—No te excites —le aconsejó Big Boy—, porque en cuanto se corra la voz va a haber un lío de mil demonios. Ritz Colonna y otro par de pillastres que le son fieles se rebelarán, y alguno tendrá que pagar.

—Seguro —dijo Rico calmándose.

—Pero no tú —afirmó Big Boy—; tú te quedarás tranquilo y dejarás que todos esos tipos se maten entre sí, y después intervendremos nosotros, ¿comprendes? Pete está acabado. Mañana o pasado mañana el viejo hablará con él, y Pete no se quedará callado. Se cree que es el dueño y señor de todo, pero ya verás cuando el viejo le ajuste las cuentas. Si quiere, incluso podrá detenerle. Eso sin contar con que le puede delatar a la policía federal por hacer contrabando de estupefacientes. Es con lo que trabaja, y precisamente es con el dinero que ha ganado de ese modo con el que se ha construido su villa particular. Pero ¿te das cuenta cómo están las cosas? Ya no puedo hablar más por ahora.

El porvenir le parecía de color de rosa. Si Big Boy le protegía, nadie podría detenerle; y en cuanto hubiera conseguido una posición, sabría mantenerse en ella. Sería honesto con los que procedieran bien con él, y todos los demás podían desaparecer.

Fumaba el cigarro lentamente, saboreándolo (no tenía ninguno más en el bolsillo), y contemplaba con mirada ausente el tráfico: taxis, Hispano-Suizas, Fords, enormes autobuses de dos pisos que se ladeaban en las curvas. Tiró el resto del cigarro por la ventanilla, se recostó de nuevo contra el respaldo y murmuró:

—¡Y yo que estaba convencido de que Pete Montana era un tipo excepcional!

II

Olga estaba vistiéndose cuando Joe se precipitó en su camarín. Le miró estupefacta.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Por qué estás tan pálido, Joe?

—¿Tienes whisky? —preguntó éste.

Olga abrió una gaveta y sacó una petaca. Él bebió un gran sorbo; después, todavía con ella en la mano, se quedó mirando fijo a la pared.

—Joe —insistió Olga—, ¿qué te pasa?

Joe volvió en sí, tapó la botella y se la entregó.

—Tesoro —dijo—, he pasado un miedo terrible.

Ella se aproximó y le abrazó.

—Cuéntamelo todo.

—Verás —explicó Joe—. Estaba terminando la danza de Pierrot, y ya sabes que en esos momentos la sala queda en una oscuridad casi completa. Pues bien. He empezado a recorrer la pista antes de dar la última pirueta, como siempre, cuando de repente, una señora que estaba sentada en una mesita del rincón, ha lanzado un grito, un grito infernal. Sibby, al oírlo, ha encendido las luces, y de repente me he encontrado ante una señora que parecía haber perdido el juicio. Se había levantado, y con la mano apoyada sobre la mesa, me miraba fijamente. Te aseguró que no me ha gustado absolutamente nada. Con ella había un tipo que no paraba de preguntarle qué le pasaba, pero ella no podía responderle. Tengo la impresión de que pretendía echarse encima de mí. Tenía un aspecto extraño. De veras que tenía un aspecto muy extraño.

Se quedó un rato reflexionando. Olga se rió.

—Me parece que la bebida se te ha subido a la cabeza.

—No bromees. Quizá se ha confundido y ha creído que me conocía, o algo por el estilo. Pero bien sabe el diablo que es la primera vez en mi vida que veo a esa mujer. Era mayor, de unos cuarenta años y llevaba el cabello teñido de rubio. Con ella había un desconocido que no cesaba de preguntarle: «¿Qué te sucede, Nell, qué te sucede?» Pero ella no podía articular palabra.

Olga volvió a reírse.

—Después de todo, no ha sido una gran aventura. Yo creía que sería más emocionante. Será mejor que cambies de proveedor:

—¡Oh, cállate! —le ordenó Joe—. Te aseguro que si tú hubieras escuchado su grito se te habría puesto carne de gallina.

—¿Y qué ha ocurrido luego? —inquirió Olga.

Antes de responder, Joe volvió a coger la botella y tomó un nuevo trago de whisky. La sangre había afluido a su rostro y se sentía mucho mejor.

—En cuanto el patrón se ha dado cuenta, se ha acercado a la señora para ver si podía serle útil en algo. Ella ha contestado: «Sí, mande llamar un taxi.» El hombre que estaba con ella ha protestado: «¿Por qué, Nell?» Y entonces ella ha replicado: «Quiero irme a casa.» Y se han ido. Pero, ¡válgame Dios!, qué modo de mirarme esa mujer… yo no sé cómo explicártelo.

—Escucha —dijo Olga—, ¿no será que has fumado un poco de opio?

—No digas tonterías —replicó Joe—. Esa mujer gritaba por alguna razón. Estoy convencido.

En ese momento alguien llamó a la puerta y Olga dijo:

—Adelante.

Apareció un camarero y se inclinó.

—El señor Willoughby desea saber si podemos empezar a servir, señorita Stasseff.

—Sí, desde luego —contestó ésta.

El camarero, haciendo bocina con las manos, gritó:

Allez!

Joe se sentó en el diván y encendió un cigarrillo. Olga se puso ante el espejo, se retocó un poco el maquillaje y luego se puso el quimono japonés.

Entraron dos camareros trayendo una mesa, seguidos de un tercero con el mantel y la cristalería. Cuando la mesa estuvo preparada, uno de ellos dijo:

—El señor Willoughby desea saber si puede venir ya.

—Sí, que venga.

Cuando los camareros abandonaron el camerín, Joe comentó:

—Comienzo a aburrirme de Willoughby. Tiene la cabeza hueca.

—Sí, pero en su caso no es un defecto —repuso Olga—. Lo que me complace de él es que cuando nos traen la cuenta, no tarda nada en echar mano a la cartera.

—Eso es cierto —reconoció Joe sonriendo.

—Bueno, pues entonces no te hagas el exquisito con él. Los tipos de su clase no se encuentran fácilmente.

En ese mismo instante Willoughby llamó a la puerta suavemente y acto seguido entró. Acababa de afeitarse y tenía un aspecto mofletudo e infantil.

Joe se levantó y le estrechó la mano.

Olga preguntó:

—¿Estaba en la sala?

—Sí —contestó él, añadiendo—: A propósito, Joe, ¿por qué se ha producido esa escena?

—¿Ves? —dijo Joe volviéndose a Olga—. Y tú creías que lo había soñado, ¿eh?

—No, no lo ha soñado —confirmó Willoughby—. La verdad es que yo no había oído en toda mi vida un grito tan desgarrador.

—No me lo recuerde —dijo Joe—. Se me eriza el pelo sólo con recordarlo.

Entró un camarero con el vino, seguido de otro con la sopera.

—Bueno —dijo Willoughby—, ahora empezaremos a souper, como dicen en Francia.

—Oui, monsieur —pronunció Olga.

—Cierto —asintió Joe—. Nosotros estamos siempre dispuestos a damos un banquete en el idioma que convenga.

Se sentaron ante la mesa. El camarero sirvió el vino. Willoughby alzó su vaso y lo miró al trasluz.

—Espero que este vino sea de su agrado —dijo—; procede de mi bodega particular.

—Me gustaría dormir en esa bodega —repuso Olga.

—En este caso queda invitada permanentemente.

Durante un rato guardaron silencio. Luego Joe preguntó:

—Dígame, señor Willoughby, ¿qué cree usted que le ha podido ocurrir a esa señora?

—Pues no sé qué decirle.

—No le des más vueltas —le aconsejó Olga—. Seguramente estaba intoxicada de cocaína.

III

Willoughby les ofreció cigarrillos y todos se retiraron de la mesa. Joe se echó en el diván, Olga ocupó un sillón y Willoughby se sentó frente a ella.

Luego, vaciló un poco antes de decir:

—Olga, ¿cuándo haremos esa gira?

—No lo sé —contestó ella.

—¿Qué gira? —preguntó Joe mirándola.

—Tengo una casa de campo en Wisconsin —explicó Willoughby—, y había pensado que antes de que se echara el frío encima a Olga le convendría descansar un poco.

—Ya —pronunció Joe.

Apenas Willoughby miró hacia otro lado, Olga le hizo un guiño a Joe.

—Tal vez podamos combinarlo.

—Cierto —asintió Joe—. Verdaderamente, Olga trabaja demasiado. Un poco de descanso no le vendría mal.

—Es lo que he pensado también —dijo Willoughby—. Para reposar no hay nada como aquello. Tengo un par de lanchas motoras y la pesca es magnífica.

—La pesca —pronunció Olga mirando a Joe.

—Bueno —reflexionó Willoughby—, acaso no sea de su interés, pero se pueden hacer muchas otras cosas. Además, el aire es limpio, muy distinto de esta repugnante atmósfera de Chicago.

—Eso me agrada —dijo Olga.

Entraron dos camareros para retirar el servicio, pero en seguida apareció De Voss, quien les hizo una seña para que se fueran. Había algo tan extraño en su rostro que Joe se levantó mirándolo. De Voss dijo:

—Joe, hay dos señores que preguntan por usted.

—¿Sí? ¿Qué clase de señores?

—Policías —contestó De Voss.

—¿Policías?

—¿Qué has hecho, Joe?

Olga se puso en pie y le miró con ojos espantados. Willoughby exclamó:

—¿Qué significa todo esto? ¿Qué es lo que significa?

Joe sacó del bolsillo la pistola y la ocultó en uno de los cajones del tocador. Olga agarró a De Voss por el brazo y le pidió:

—Diles que Joe no está aquí. Joe, tesoro, sálvate. Yo sé qué es lo que quieren.

Willoughby, estupefacto, miró a Joe e indicó con el dedo el cajón del tocador.

—¿Por qué ha metido usted eso ahí?

Olga dijo:

—¡Oh, cállese!

Joe sonrió mirando a Willoughby:

—Nunca se sabe lo que puede llegar a suceder.

—Escucha, Olga —dijo De Voss—, éste es un asunto muy serio. Lo he visto en la manera con que han preguntado por él. Les he dicho que seguramente Joe ya no estaba ahí, y se han reído a carcajadas.

Joe parecía indeciso.

—Joe —continuó De Voss—, ¿recuerdas aquella vez que vino Rico y dos policías entraron detrás de él?

—Sí.

—Bueno, pues el más alto es uno de ellos.

—¡Flaherty! —exclamó Joe.

Olga le dio un empujón.

—Escapa, Joe. Conozco bien a esos tipos. Intentarán culpabilizarte de algo aunque no tengas nada que ver.

—Tienes razón, tesoro —asintió Joe.

—Pero, Joe —intervino Willoughby—, ¿por qué no me ha dicho que tenía problemas con la policía?

—Cállese —le suplicó Olga.

Joe cogió su sombrero que estaba sobre una silla y se dirigió hacia la puerta.

—Hasta la vista, cariño —le dijo a Olga—. Ya recibirás noticias mías.

—Mejor será que afronte la situación —opinó Willoughby.

—Sal por la puerta de servicio —dijo De Voss.

Joe abrió la puerta, pero volvió a cerrarla en seguida.

—No hay escapatoria —pronunció—. Vienen hacia aquí.

Miró a Olga desesperado. Había llegado el desdichado momento que le perseguía siempre. Estaba acorralado. Se lanzó hacia el cajón del tocador, pero Olga le sujetó el brazo.

—¡Por amor de Dios, Joe! —suplicó De Voss—. No armes escándalo en mi local. No sé por qué razón quieren detenerte ni me importa. Te procuraré un abogado y te ayudaré a salir del apuro, pero, por favor, mantén la calma.

Willoughby estaba aterrado e inmóvil, con los ojos cerrados, hasta que la colilla le quemó los dedos. Entonces dijo:

—No se preocupe, Joe; yo le ayudaré.

—¿Que no me preocupe? —replicó Joe—. ¿Acaso espera que me deje coger como un ladronzuelo en su primer trabajo?

Apartó a Olga de un empujón, y ya estaba a punto de abrir el cajón donde había metido la pistola, cuando la puerta se abrió bruscamente y entró Flaherty seguido de Spike Rieger. El primero tenía la mano derecha metida en el bolsillo de la americana.

—Joe —ordenó—, sepárate de ese cajón.

Joe conocía su historial y sabía que era un tipo que primero disparaba y luego discutía. Así que se apartó del cajón y permaneció inmóvil, mirando al suelo.

—¿Qué quiere decirme, Flaherty? —preguntó.

—Aquí hay mucha gente —contestó éste—, y no me gusta poner a nadie en apuros, de forma que iremos a un sitio donde podamos charlar tranquilamente.

—Déjese de bromas —dijo Joe.

Willoughby se acercó a Flaherty.

—Me llamo Willoughby —se presentó—. John C. Willoughby. Supongo que le suena mi nombre. Desearía saber de qué se trata. Hace un año que conozco a Joe, y por lo que yo sé es una buena persona.

—Ciertamente —respondió Flaherty—, Joe es un muchacho muy persuasivo, pero nosotros lo conocemos mejor que usted.

—Bueno —repuso Willoughby—, yo no sé de qué se le acusa, pero estoy dispuesto a depositar una fianza.

Flaherty se volvió a Rieger.

—No creo que en este caso se pueda hablar de libertad condicional, ¿verdad?

Rieger sonrió y movió la cabeza.

—¿No se le puede poner en libertad condicional? —exclamó Willoughby.

—Ésa es otra de sus frecuentes y hábiles maquinaciones, señor Flaherty —dijo Joe, aparentando cierta calma, pero en realidad estaba muy pálido.

—Bien, veremos qué se puede hacer —apuntó Willoughby—. Mi abogado llegará antes de media hora.

—Escúcheme —dijo Flaherty—. Nadie verá a este tipo antes de veinticuatro horas.

Olga se dejó caer en el diván y se puso a llorar.

—Y permítame, señor Willoughby, que le dé un buen consejo —añadió Flaherty—. A un hombre de su posición no le favorece frecuentar a ciertas personas. Estos dos tipos han estado engañándole, y si yo estuviera en su lugar, haría cualquier cosa menos ofrecerles mi abogado.

—Es una actuación muy propia de un policía —dijo Joe.

—No les haga caso, Willoughby —le pidió Olga.

—¡Claro que no! —contestó éste.

—Muy bien, Spike —dijo Flaherty—, me parece que ya hemos perdido bastante tiempo en este lugar. Espóselo.

Olga se levantó bruscamente y trató de abalanzarse sobre Spike, pero Flaherty la agarró por la espalda y la mantuvo sujeta.

—No estás ayudándole de ese modo, Olga —le advirtió—. No harás sino poner más difíciles las cosas a Joe.

Olga se puso a gritar de rabia y a patalear; mientras se debatía, le dio una patada a De Voss.

—Las mujeres son terribles —sonrió Flaherty.

Willoughby se aproximó y trató de calmarla, pero ella continuaba haciendo esfuerzos para desasirse. Rieger, con las esposas en la mano, se acercó a Joe.

—Espere un momento —dijo éste—. No puede detenerme. ¿Dónde está la orden judicial?

Rieger se metió la mano en el bolsillo, sacó un papel y se lo tendió. Joe lo leyó atentamente, y después, sin decir ni una palabra, se lo devolvió.

—¿Es correcto, Joe? —preguntó Flaherty.

Joe, en silencio, presentó las muñecas.

—¿Por qué te detienen, Joe? —inquirió Olga.

—No te preocupes —contestó él—. No tienen ninguna prueba. Antes de veinticuatro horas estaré fuera.

Olga dejó de debatirse.

—¿De verdad, Joe?

—Sí —afirmó.

—¿Le mando a mi abogado? —inquirió Willoughby.

—No serviría de nada —respondió Joe.

De Voss se aproximó a Flaherty y le dijo:

—Escúcheme, señor Flaherty, sáquelo por la puerta de servicio, si es posible. Yo no puedo soportar que detengan a nadie en mi local.

—Usted me parece un tanto inconsciente —replicó Flaherty—. En cierto modo, debería detenerlo por cómplice. ¿Acaso no ha venido a avisar a Joe para que se escapara?

De Voss se quedó pálido.

—Le juro que sólo le he anunciado que dos individuos querían hablar con él.

—Está bien, cálmese. Y tú, Joe, andando. Vamos a dar un paseíto en coche.

Joe tenía el rostro desencajado, pero sonreía.

—Muy bien. Éste será el primer paseíto que daremos juntos.

—Espero que sea el último —replicó Flaherty.

—¿Quieres que vaya a verte? —preguntó Olga.

—No.

Le hicieron pasar a la parte trasera del coche, entre dos agentes. Rieger y Flaherty se colocaron delante. Había poco tráfico, porque eran ya más de las tres de la madrugada. Rieger conducía distraído, casi siempre con una sola mano sobre el volante, charlando con Flaherty.

—¡Diablo! —exclamó Joe—. ¡Ese tipo nos va a estrellar si sigue conduciendo así!

—No vamos a ir muy lejos —contestó uno de los policías.

—Aun así no estoy muy seguro de llegar entero —insistió Joe.

Los policías se rieron.

Un instante después, Joe preguntó:

—¿Puedo fumar?

Uno de los policías se inclinó hacia adelante.

—Oiga, jefe, ¿puede fumar este hombre?

—No —contestó Flaherty—, ¿Crees que estás en una fiesta, Joe? ¿Quieres que te procuremos dos bellas muchachas para bailar?

Los policías volvieron a reírse.

—Ya veo que tiene sentido del humor —dijo Joe—. Sepa, Flaherty, que el otro día un amigo mío dijo que usted no viviría mucho tiempo.

—Conozco bien a tu amigo —contestó Flaherty—. Creo que él tampoco tiene mucha salud.

A pesar de ser tan tarde, había todavía una cierta actividad en la comisaría. Una docena de detectives estaban esperando en la sala cuando llegaron ellos. El comisario, sentado ante una mesa, hablaba con un sargento.

—Parece que se trata de algo importante —observó Joe.

—Cállate —le ordenó Flaherty—. Si vuelves a abrir la boca te la cerraré a mi manera.

Joe fue acompañado hasta la mesa para ser inscrito en el libro de entrada.

—Veo que lo han atrapado —dijo el comisario, examinando a Joe atentamente.

—Por supuesto —respondió Flaherty, añadiendo—: ¿Han despedido a los periodistas?

—Sí. Esta vez no se cometerán indiscreciones.

—Lo celebro —repuso Flaherty.

El sargento le hizo una seña.

—Adelante, jefe.

Flaherty cogió por el brazo a Joe.

—Vamos, te daremos una buena habitación.

—¿Con baño? —bromeó Joe.

—Escucha, muchacho —replicó Flaherty—. Vamos a hacerte olvidar esas gracias.

Joe se calló. Se esforzaba por mantenerse tranquilo, por lo menos hasta que estuviera en la celda, pero una vez dentro deseaba poder desahogarse. ¡Lo habían detenido, Dios mío, lo habían detenido!

El guardián abrió la gran puerta de barrotes. Flaherty acompañó a Joe hasta la celda, le quitó las esposas y, dándole un empujón, le dijo:

—Muy bien, jovencito. Más tarde nos volveremos a ver.

—Escuche, Flaherty, ¿no puedo fumar ni siquiera un pitillo? —preguntó Joe.

Flaherty sonrió, hizo un signo al guardián para que cerrara la puerta y se alejó por el corredor.

—Oiga, amigo —le dijo Joe al guardián—, ¿no puede conseguirme un paquete de cigarrillos?

—Imposible —respondió el guardián—, ni siquiera por cincuenta dólares. Me han dado órdenes muy estrictas respecto a ti, jovencito.

Dicho esto, se marchó. Joe permaneció unos momentos en el centro de la celda. Luego se encaramó a la litera y miró a través de la ventana. Lejos, en una calle lateral, vio un gran rótulo luminoso: Dancing.

Se tumbó. ¡Le habían detenido, vaya si le habían detenido!

—Aunque llueva no me mojaré —murmuró.

IV

Joe se despertó de un breve sueño y se volvió hacia la ventana. Todavía era de noche. Al parecer no había dormido mucho. ¿O es que no volvería a amanecer jamás? Abandonó el catre y se acercó a la puerta. Si al menos hubiera alguien con quien hablar…; pero las celdas contiguas estaban vacías, y también la de enfrente.

—No han querido correr riesgos conmigo —musitó.

Comenzó a inquietarse. En el estómago notaba un peso como de plomo y en la boca un sabor amargo.

—Deben ser las porquerías que comí anoche —se dijo.

Apareció el guardián al fondo del corredor, se acercó y se paró ante la puerta de la celda.

—Dentro de poco te van a llamar —dijo.

—Oiga —insistió Joe—, ¿no puede conseguirme un paquete de cigarrillos? Pagaré bien. Dígaselo al sargento.

—Imposible —contestó el guardián.

—Le daré un par de dólares por cada cigarrillo.

El guardián se rió.

—En la celda número 18 hay un tipo que me ha ofrecido hasta cien dólares por unos gramos de cocaína, pero no me ha sido posible conseguírsela. Os tengo que vigilar bien.

Se alejó y Joe retornó al catre. Por fin le habían detenido. Estaba seguro de que había sido aquella maldita mujer de cabello teñido de rubio quien le había denunciado. De todos modos, ya no tenía remedio. La verdad es que nunca se podía prever cómo iban a suceder las cosas. Pensó que tal vez debería haber mandado a Olga a avisar a Big Boy y a Rico. Pero, por otra parte, tampoco le interesaba que llegara a conocer demasiado bien sus asuntos. En todo caso, tenía una coartada. Pero Flaherty no era tonto, y resultaba difícil calcular qué argumentos utilizaría. Mientras pensaba, maquinalmente sacó la pitillera.

—¡Maldición, he perdido la cabeza! —gritó—. Me estoy comportando como un novato. Rico debería descerrajarme un tiro. Con tanto tiempo como llevo en el oficio, tenía que haber sabido desentenderme. He sido un soberano imbécil.

Se revolvió irritado y después se levantó. En ese instante se oyó un tintineo de llaves en el corredor. Un policía se paró ante la celda y dijo:

—Vamos, italiano.

Joe se levantó. El guardián abrió la puerta. Había dos policías y un agente de paisano a pocos pasos de la celda. Cuando él salió, uno de los policías explicó:

—He aquí al tipo que mató a Courtney.

Sintió cómo todos le miraron y, dándose cuenta de ello, le atacó una especie de náusea.

—Sí —repuso el agente de paisano—, aunque le matemos, no castigaremos nunca bastante a este pollo.

El guardián cogió a Joe por el brazo.

—Andando, amigo.

Caminó ante él y el policía que le había llamado. Lo llevaron a una gran sala donde había tres policías más y casi una docena de detenidos. Entre ellos vio a Bugs Liska, el lugarteniente de Steve Gollancz. Cruzaron sus miradas.

Un sargento de policía se puso en pie y gritó:

—Atención, vosotros. ¡Vamos!

El guardián puso a Joe en la fila. Abrieron una gran puerta, y al otro lado pudo contemplar una sala con fuerte iluminación donde había muchas personas. En seguida descubrió a la mujer del cabello teñido de rubio. Estaba pálida y a la vez mostraba un aspecto decidido entre dos policías. Al verla se sobresaltó. Y de pronto recordó. Era la mujer que acompañaba a Courtney el día que Rico le mató. Inmediatamente se sintió bañado en un sudor frío.

La fila de los detenidos fue avanzando lentamente. Bugs Liska, que estaba delante de Joe, se volvió y susurró:

—¿Tú sabes de qué se trata?

El sargento le oyó, y abalanzándose sobre él desde el otro lado de la sala, le agarró por la espalda y le advirtió:

—A ver si nos dejamos de charla, porque de lo contrario alguno de vosotros lo sentirá.

—¿Por qué no reventarás? —masculló entre dientes Bugs Liska.

Joe se encontró frente a frente con la rubia. Ella le miró. Flaherty recorrió la fila de los detenidos examinándolos. Cuando llegó ante Joe, éste bajó la vista.

—¿Qué tal el baño? —le preguntó.

—Magníficamente —contestó él.

Liska inquirió:

—Dígame, irlandés, ¿de qué se trata?

—Cierra el pico —le ordenó Flaherty.

Un hombre a quien Joe no conocía, un hombre grande y robusto de cabellos grises y rizados, se acercó a la rubia y le preguntó:

—¿Está en este grupo, señora Weil?

La mujer asintió con la cabeza.

—Le advierto, señora Weil, que se trata de una cosa sumamente seria —añadió el hombre de los cabellos grises—. De modo que procure no equivocarse. Si está segura de que se encuentra en este grupo, señálelo.

La rubia se acercó a Joe.

—Éste es el asesino, señor.

—¡Caramba! —exclamó Liska, echando una ojeada a Joe—. Tengo la impresión de que falta poco para tus funerales.

La mujer siguió fijando sus ojos centelleantes sobre Joe.

—Espero que te ahorquen por haber matado a un hombre como Jim Courtney —gritó.

—Yo no lo maté —protestó Joe.

—¡Silencio! —ordenó Flaherty—. Está bien, sargento; hágalos salir.

Ya en la sala grande, Liska dijo:

—Se te han puesto feas las cosas, Joe.

—No pueden probar nada —contestó éste.

El sargento se lanzó sobre ambos.

—¿Dónde creéis que estáis vosotros?

Y, dando un paso hacia Joe, le asestó un puñetazo que le hizo caer al suelo. Se levantó con rapidez y tuvo el impulso de devolver el golpe; pero dejó caer la mano y se puso a mirar el suelo.

Liska dijo:

—Escuche, sargento; me parece que ya puedo irme a casa, ¿verdad? Mi anciana madre estará sufriendo por mi retraso.

El sargento le miró a la cara y después se echó a reír.

—Quiero tenerte aquí para divertirme un poco.

—¿De verdad? —replicó Liska—. Yo le aseguro que no será por mucho tiempo, porque Steve conseguirá sacarme pronto.

El sargento llamó al guardián con un gesto.

—Encierre al italiano —le ordenó—. Y tú, Bugs, siéntate allí en una silla.

Ya en la celda, Joe se tumbó en el catre y trató de dormir. Sobre su cabeza, la ventana enrejada comenzó a palidecer. ¡Cómo se hacía esperar el amanecer!

De repente le vino a la memoria el recuerdo de Red Gus.

Se puso en pie bruscamente y empezó a pasearse arriba y abajo de la celda. Se le representaba su imagen balanceándose en la cuerda que le había ahorcado. Había sido un tipo valiente, tan valiente que se resistió a morir de tal manera que los policías que presenciaban la ejecución se impresionaron hasta el punto de tener que apartar sus miradas.

Mientras pensaba en estas cosas, se subió a la litera y se empinó para poder mirar por la ventana. El alba comenzaba a despuntar. Vio una camioneta de transporte de leche que pasaba por allí. Pero, ¿por qué no lograba borrar el recuerdo de Red Gus?

Creyendo haber escuchado un ruido, se volvió. Dos policías se habían parado ante la puerta y le miraban. Se sintió incómodo.

—¿Quieren algo? —preguntó.

Pero no tuvo respuesta. Siguieron mirándole durante un instante y luego se fueron.

Dejó de mirar por la ventana y se sentó en el catre. Era inútil tratar de dormir. Al final del corredor, alguien comenzó a gritar. Entonces notó que se le erizaba el pelo y que un frío sudor se deslizaba por su frente.

«Debe ser el cocainómano», pensó.

El guardián pasó corriendo ante la puerta. Los gritos no cesaban. Transcurrió un tiempo, y el guardián apareció de nuevo y se detuvo para decirle:

—Han venido otras dos personas a examinarte.

—¿Sí? ¿Y a qué se debe ese griterío?

—Al cocainómano le ha dado el ataque otra vez —contestó el guardián—. Pero el médico vendrá en seguida a ponerle una inyección para calmarle.

El hombre del cabello gris, Flaherty y dos policías más se acercaron por el corredor y se pararon ante las rejas.

—Hágalo salir —ordenó Flaherty.

El guardián abrió la puerta y empujó a Joe al pasillo. Todos le contemplaron en silencio.

Por fin, el hombre del cabello gris se expresó así:

—Realmente es una pena. Y el caso es que parece ser inteligente.

—Sí —repuso Flaherty—, pero con un revólver en la mano es un demonio.

Joe se quedó callado y Flaherty añadió:

—Joe, no hubiera creído jamás que tú fueras capaz de matar a un hombre.

Continuó silencioso.

—La horca es demasiado poco para ti, Joe.

—El pobre Jim no llevaba nunca un arma encima, ¡italiano piojoso! —gritó uno de los policías, dando un paso hacia él con aire amenazador.

Flaherty lo hizo retroceder con un gesto.

—Luca, tranquilízate y deja que la ley siga su curso —dijo—. No hay duda de que este tipo morirá en la horca antes de lo que se imagina.

—¿De verdad? —replicó Joe irónicamente.

El hombre de los cabellos grises le amenazó con el dedo.

—Jovencito, me temo que tienes pocas posibilidades de salir airoso de esto.

—No hay ninguna prueba contra mí —arguyó Joe—. La noche que mataron a Courtney ni siquiera me acerqué a aquella parte de la ciudad. Esa señora rubia es una cocainómana.

Uno de los policías pasó ante Flaherty y le dio un puñetazo a Joe que le tiró al suelo. Flaherty agarró al policía y lo apartó. Joe se levanto frotándose la mandíbula.

—Ésta me la pagarás —amenazó.

Los dos policías se lanzaron contra él, pero Flaherty los sujetó.

—Bien —dijo, volviéndose hacia el hombre de los cabellos grises—, ¿lo ha examinado bastante, señor Me Clure?

Este asintió con la cabeza, y luego dijo:

—Guardián, ya puede llevárselo.

Y se fueron.

El guardián agarró a Joe por el brazo y lo empujó hacia dentro de la celda, haciéndole caer de rodillas. Cuando se levantó, protestó:

—¡Eh, oiga! ¿Por qué me maltrata así?

El guardián se acercó y puso el rostro contra los barrotes, mirándole con ironía.

—Son órdenes, amigo —respondió, y después se alejó.

Sí, era evidente que aquélla era la consigna. Estaba seguro de que no le dejarían tranquilo hasta que confesara. De repente el pánico se apoderó de él. Se echó en el catre, ocultó el rostro entre las manos y se puso a sollozar.

—¿Es que no voy a salir nunca de aquí?

Hacía ya más de dos horas que habían empezado a interrogarle. Se hallaba sentado bajo una potente luz, casi cegadora, y a su alrededor todo estaba oscuro. Tenía la boca tan seca que casi le era imposible tragar saliva. Le interrogaban por turno: primero el señor Me Clure, luego Flaherty y después Rieger. Flaherty se había sentado a su lado, y cuando no respondía bastante aprisa, le golpeaba en la manos con una regla. Pero a pesar de todo él se mantenía firme.

Por fin el guardián le acompañó a su celda y le trajo agua. Bebió abundantemente. Luego se tumbó en el catre e intentó dormir, pero no lo consiguió. Tenía la lengua hinchada y sentía mucho calor en todo el cuerpo.

Se puso las manos bajo la cabeza y miró los rayos de sol que penetraban en el corredor vacío.

—Dios mío —murmuró—, no podré resistir mucho estos interrogatorios.

El guardián regresó al cabo de cinco minutos.

—Quieren verte otra vez, jovencito —dijo.

—Santo cielo, ¡pero si no puedo moverme! —protestó.

El guardián abrió la puerta y entró en la celda.

—Vamos, levántate —le ordenó—; haz un esfuerzo. El juez de instrucción está aquí y quiere tomarte declaración.

Joe se levantó lentamente y el guardián le acompañó por el corredor.

V

Sam Vettori seguía las incidencias de una partida de dados, dormitando en un sillón. Aunque eran cerca de las once de la mañana, la mayor parte de las cortinas estaban todavía echadas. Todas las ruletas se hallaban cubiertas y las sillas puestas sobre las mesas. La partida no tenía importancia, puesto que era entre miembros de la banda y ninguno de ellos tenía dinero. De vez en cuando, Vettori abría los ojos y apostaba.

Desde que Rico había asumido el mando, Vettori se limitaba a dirigir el local que había pertenecido a Arnie. Ganaba mucho dinero y en realidad su actividad se reducía a estar todo el día sentado en una butaca controlando el trabajo de sus empleados. Bebía vino como un tonel y comía un plato de spaghetti detrás de otro. En un solo mes había engordado casi ocho kilos, y si ya era grueso de por sí, ahora parecía enorme. Su rostro, de perfil aquilino, se había vuelto tan mofletudo que resultaba irreconocible.

En otra época, había tenido la voluntad suficiente para mostrarse bastante activo, pero ahora, tranquilo y sin ninguna responsabilidad, se había dejado dominar completamente por su indolencia.

Estiró con dificultad las piernas y sacó un cigarro. La partida había terminado en discusión. Kid Bean se quejó abiertamente de que le habían engañado.

—Callaos —ordenó Vettori—. Os tolero que juguéis aquí dentro, pero si volvéis a armar otro escándalo como éste, no os lo permitiré más. Si guardarais el dinero, no tendríais que discutir por cuatro malditos centavos.

—No nos sermonees —replicó Kid Bean.

Joe Peeper cogió los dados y los tiró por la ventana.

—Éstos no me darán más disgustos —dijo.

—¿Te has vuelto loco, muchacho? —le preguntó Kid Bean.

—Todo esto es una consecuencia de que Blackie os haya ganado el dinero —observó Vettori, y añadió—: Kid, acuérdate de que me debes dos dólares.

—Pues como no me venda el pellejo —repuso éste.

—Tu piel no vale tanto —opinó Vettori.

En ese momento, Chesty, el portero, salió del despacho de Sam frotándose los ojos.

—Patrón —dijo— Scabby quiere hablarte.

—Dile que venga.

—No —contestó Chesty—. Desea hablarte a solas.

—Oye, Sam —dijo Kid Bean—, danos una baraja, ¿quieres?

—No —respondió Vettori—, porque no sabéis ni tenerla en la mano. —Se levantó despacio y, volviéndose a Chesty, añadió—: Dales una baraja y enciérralos en alguna parte. Son capaces de matarse los unos a los otros y no quiero que me estropeen estos hermosos tapetes.

Desperezándose y estirándose, llegó al despacho y cerró la puerta. Scabby estaba en medio de la sala mordiéndose las uñas.

—¿Quieres una botella de vino u otra cosa, Scabby? —preguntó Vettori.

—¡No! —gritó éste.

Sam lo miró y luego se dejó caer en una silla.

—Parece que tengas un peso en el estómago. Habla de una vez. ¿Qué te pasa?

Scabby estaba tan excitado que no lograba dominar el temblor de sus manos.

—Tú lo has dicho: tengo un peso en el estómago —respondió—. Has de saber que Joe ha cantado.

Sam abrió los ojos.

—¿De qué Joe hablas?

—Joe Massara —contestó Scabby—. Lo han atrapado por lo de Courtney y ha confesado.

Vettori quedó boquiabierto y se pasó la mano por el rostro con una expresión atónita.

—¿De verdad? —dijo.

—¡Y tan verdad! —respondió Scabby—. La policía ha actuado de un modo habilísimo. Desde luego yo no sé bien cómo han sucedido las cosas. A los periodistas los han despedido, y a dos tipos que habían ido a entrevistarse con Joe, les han dicho que fueran a pedir permiso a la comisaría de la Chicago Avenue, y de ésta los han mandado a otra parte. Total, que no han conseguido nada.

Sam no estaba en condiciones de poder soportar una noticia semejante. Y no sabía hacer otra cosa que tener los ojos fijos en Scabby.

—¡Dios mío! —exclamó éste—. ¿Es que no me comprendes? Todo ha terminado. Escucha, si no hubiera sido por ti, yo ya me habría marchado de la ciudad. No sé si me habrá delatado o no, pero de todos modos prefiero no estar aquí. Vamos, Sam, no te quedes ahí pasmado como si se te hubieran paralizado las piernas. Haz algo.

—¿Joe lo ha dicho todo? —preguntó Vettori, costándole trabajo dar crédito a lo que oía.

—Sí, se ha mantenido firme durante cuatro horas, pero la verdad es que no podía resistir más.

De pronto Vettori pareció despertar. Se levantó bruscamente y le aferró por el brazo.

—¿Has avisado a Rico? —inquirió.

—No.

—Pues no lo hagas.

—Eso no hace falta que tú me lo digas.

Vettori miró a su alrededor sintiéndose acorralado.

—Dios mío —se lamentó—. ¿Y qué haré yo ahora?

—Yo me voy a Nueva York —dijo Scabby—. Si quieres ven conmigo. Probablemente tendremos suerte. Tengo el coche ahí afuera.

Sam estaba visiblemente aturdido. Los acontecimientos se sucedían con demasiada precipitación para él. Desde hacía veinte años no había abandonado Chicago, y desde hacía cinco no había salido de la Pequeña Italia. ¿Cómo podía, pues, tomar una decisión en sólo cinco minutos? Eso era algo superior a sus fuerzas.

—¡Qué diablo! —exclamó—. Aquí tengo un negocio que marcha bien. ¿Y qué puedo hacer?

Scabby le miró fijamente.

—Pero, Sam —dijo—, ¿es que te has vuelto loco?

Vettori se quitó el sudor de la frente y se dejó caer en un sillón.

—Joe ha cantado, ¿eh? Ya lo avisó Rico que terminaría por descubrirnos a todos.

Scabby tiró de él para que se levantara, pero no lo consiguió porque tropezó con una fuerte resistencia.

—Escapar no conduce a nada —afirmó Vettori—. Si quieren detenernos lo harán de todas formas. No quiero huir y tener que volver con una manada de policías escoltándome.

Scabby gritó violentamente en italiano.

—No —se obstinó Sam—, huir no conduce a nada.

—Bueno, pues yo me largo —replicó Scabby, añadiendo—: Sam, debes estar completamente embriagado de cocaína.

Vettori se miró maquinalmente las puntas de los zapatos.

—Escucha —continuó Scabby—, yo no tengo tiempo que perder. ¿Vienes o no?

Sam calló.

—Está bien —decidió Scabby—, me marcho.

—¡Espera! —gritó Vettori—. Oye, Scabby. Yo he sido siempre bueno contigo, ¿verdad?

—Sí.

—Te di dinero para que tu padre pudiera venir a Chicago, ¿no es cierto? Y también fui yo el que pagó su entierro, ¿no es así?

—Sí.

—Pues bien, quiero pedirte una cosa. Si Rico logra salvarse, procura hundirlo. ¡Maldita sea! Él es la causa de todo esto. Mátalo, Scabby, te lo pide el viejo Sam.

—No logrará escaparse —aseguró Scabby.

—Tú no conoces a ese tipo —replicó Vettori levantándose con dificultad—. Te digo que no lo conoces. Tiene tanta suerte, que es posible que no lleguen a detenerlo.

—Pues si llega a salvarse, ya me encargaré yo de él —afirmó Scabby.

En ese momento se abrió la puerta de golpe y apareció Pepi el Asesino.

—¡Canallas, he oído todo lo que habéis dicho! —gritó—. Kid Bean me ha avisado de que pasaba algo. ¡Y vaya si pasa! Estáis planificando traicionar al patrón, ¿eh?

—¡Vete al diablo! —gritó Vettori.

Scabby sacó su pistola, pero no la disparó. Pepi hizo fuego con su arma a la altura de la cadera y después se alejó, cerrando la puerta bruscamente.

—¿Te ha tocado? —preguntó Sam.

—No —contestó Scabby—, pero la bala me ha pasado muy cerca.

En la ventana que había al fondo se veía el agujero que había abierto la bala.

Sam frunció las cejas.

—Seguramente habrá ido a contárselo a Rico.

—No podrá ayudarle gran cosa. A estas horas los policías ya se habrán echado a la calle. Bueno, Sam, yo me voy.

Vettori le miró fugazmente y se quedó callado. Scabby abrió la ventana y puso el pie en la escalera de incendios.

—Por amor de Dios, Sam —dijo—, debes hacer algo.

—Me voy a ver a Big Boy —decidió.

—Eso no te ayudará.

De pronto, oyeron que alguien corría en el vestíbulo; después sonó un disparo seguido de una rápida carrera.

Chesty abrió bruscamente la puerta.

—¡La policía! —gritó.

Scabby descendió por la escalera de incendios. Sam sacó la pistola automática y se apoyó contra la pared. Spike Rieger asomó la cabeza por la puerta, pero la retiró precipitadamente.

—Sam —dijo—, será mejor que te entregues.

—Está bien —contestó Vettori dejando caer la pistola. Entonces entró Rieger seguido de dos policías.

—Esposadlo —ordenó.

Sam extendió las manos y uno de los policías le puso las esposas.

—Rieger —dijo Vettori—, al venir hacia aquí, ¿os habéis cruzado con Pepi el Asesino?

—No —contestó Rieger—, pero de todos modos no tenemos nada contra él.

Se volvió hacia los policías y les ordenó:

—Meterlo en la furgoneta.

—Escucha, Rieger —volvió a decir Vettori—, ¿habéis detenido a Rico?

—No lo sé. Flaherty ha ido a buscarle. Sabías ya que Joe había cantado, ¿verdad?

—Sí —contestó Vettori con indiferencia—. Pero eso no me preocupa. No tenéis nada de qué acusarme.

Rieger se rió.

VI

Pepi golpeó la puerta de Rico, pero no recibió respuesta. Llamó repetidamente, y al fin, apoyando la espalda contra la puerta según su costumbre, la echó abajo.

Dentro, no había ni el menor rastro de Rico. Pepi esperó en el rellano de la escalera preguntándose dónde podía encontrarlo. Desde el rellano de abajo, la dueña de la casa gritó:

—¿Qué ha hecho usted con la puerta?

—¡Al diablo la puerta! —replicó Pepi—. ¿No sabrá por casualidad dónde está el muchacho que vive aquí?

—No —contestó la dueña—, pero le he visto salir acompañado por otro.

—¿Cómo era ese otro?

—Un tipo pequeño.

—¡Otero!

Pepi bajó la escalera a toda velocidad, pero en la planta baja disminuyó el paso. Un coche de policía acababa de detenerse frente al portal. Flaherty bajó tranquilamente y se puso a hablar con los dos policías que estaban sentados en la parte delantera. Pepi se aproximó a él.

—¿Busca al patrón? —preguntó.

—Exactamente —respondió Flaherty—. Big Boy me ha mandado aquí. Quiero tener unas palabras con él.

—¿De verdad? —dijo Pepi—. Empieza a volverse razonable, ¿eh?

—Rico y yo siempre hemos mantenido buenas relaciones.

—Muy bien dicho —repuso Pepi, agregando—: Bueno, el patrón está arriba, solo.

Cuando Flaherty y uno de sus hombres hubieron cruzado el portal, Pepi sonrió a los otros y se alejó lentamente, pero al doblar la esquina echó a correr.

En la escalera de Otero había dos chiquillos italianos jugando. Al verle, le abrieron paso.

—¿Está Otero en casa? —preguntó Pepi.

Uno de los chiquillos dijo:

—¿Ese mejicano pequeño?

—Sí.

—Me parece haberlo visto subir.

—Sí, yo lo he visto —precisó el otro.

Pepi subió la escalera a toda prisa y llamó en la puerta de Otero. La Foca la entreabrió un poco, pero él la empujó bruscamente y entró. Otero estaba tumbado en la cama fumando un grueso cigarro.

—¿Dónde está el patrón? —inquirió Pepi.

—Se ha ido a ver a la Bella Rubia. ¿Qué pasa?

—Joe ha cantado —contestó Pepi—, y los policías buscan a Rico. Coge tu chaqueta y huye, Otero. Ya me encargaré yo de advertir al patrón.

Otero, sin pensarlo dos veces, se levantó y se puso la chaqueta.

—¿Me buscan a mí también? —indagó.

—Sí. Es por lo de Courtney. Pero no te entretengas. Escapa, Otero. Esta vez la cosa va en serio.

—No —replicó Otero—. Yo me voy con Rico.

—No seas estúpido —terció la Foca.

—Ella tiene razón, Otero. Huye. Abandona la ciudad. A mí no me persiguen. Veré si puedo hablar con Rico por teléfono, y si no iré a buscarle. Escucha bien; en estos momentos la policía está en su casa.

—¡Caramba! —gritó Otero, y metiéndose la pistola en el bolsillo, salió corriendo al rellano y bajó apresuradamente la escalera.

—¡Qué cretino!

Pepi miró a la Foca y se expresó así:

—Cierto que es un cretino, pero yo hubiera actuado igual en su caso.

Antes de que Otero hubiera recorrido la distancia de una manzana para ir a casa de la Bella Rubia, vio un coche de la policía que se acercaba a toda velocidad. Rápidamente, se metió en una farmacia. Dentro, no había más que el dependiente, el cual le miró con los ojos desorbitados.

—¡Pronto! ¿Dónde está la otra salida? —preguntó Otero.

—¿Qué significa esto?

Otero sacó la pistola y el dependiente se tumbó en el suelo, junto al mostrador. Otero cruzó el establecimiento, atravesó el laboratorio y encontró la puerta de servicio que daba a un callejón con una única salida a una calle llena de movimiento. Murmurando imprecaciones en español, se fue en aquella dirección.

A ambos lados de la calle había carros de vendedores ambulantes, que voceaban sus mercancías. Una multitud que se movía lentamente obstruía el paso. Otero, gracias a su pequeña estatura, logró mezclarse entre el gentío y aunque se veía obligado a caminar despacio, por lo menos tenía la seguridad de que no sería descubierto. Cuando estuvo muy cerca de la casa de la Bella Rubia, se metió por una calleja, atravesó un largo patio con el suelo de cemento y se encaramó por la escalera de incendios.

La ventana del dormitorio de la Bella Rubia estaba cerrada. Golpeó con el puño en los cristales. De momento no le respondieron, pero pasado un cierto tiempo, vio cómo se abría lentamente y aparecía el rostro de la Bella Rubia. Le hizo señas, y entonces ella se acercó, le franqueó la entrada y llamó:

—¡Rico! ¡Rico! ¡Es Otero!

Rico entró en el cuarto con el sombrero puesto.

—¿No te ha avisado Pepi? —preguntó Otero.

—No. ¿Qué diablo sucede?

En ese mismo momento sonó el teléfono y la Bella Rubia lo atendió.

—Han detenido a Joe y ha cantado —explicó Otero.

Rico se le quedó mirando en silencio.

La Bella Rubia entró de nuevo apresuradamente, diciendo con agitación:

—¡Dios mío, la policía te busca! Joe ha hablado. Debiste eliminar a ese cobarde, debiste matarle.

Rico estaba en medio de la habitación con los ojos perdidos en el vacío. Con un tremendo esfuerzo de voluntad se despidió de un estado de ánimo que sus recientes contactos con Big Boy y Pete Montana habían suscitado en él. Era una nulidad, una nulidad. Algo peor que eso. La policía le buscaba y la cosa era grave. ¡Adiós cigarros, dólares, vajilla cara, trajes de etiqueta, comodidad y seguridad! ¡Adiós todo! Ya no era más que un vulgar ladronzuelo de Youngstown perseguido por la policía.

Lanzó al aire un puñetazo, con el rostro muy pálido.

—¡Debí haberlo matado! ¡Debí haberlo hecho!

Otero permanecía inmóvil, mirándole fijamente. La Bella Rubia se puso el sombrero.

—Muy bien —decidió Rico—, vámonos.

La Bella Rubia dijo:

—Llévame contigo, Rico.

Éste se negó con la cabeza.

—Imposible. Tendré que viajar muy de prisa y no puedo llevar una mujer cargada a mis espaldas.

—¡Dios mío, con lo bien que estábamos —se lamentó la Bella Rubia, incapaz de comprender el giro que habían tomado las cosas en un momento.

—Es verdad —dijo Rico—. Pero todo se ha terminado y no hay solución. Tú quédate aquí. En cuanto me sea posible te mandaré dinero.

Otero salió por la ventana a la escalera de incendios. Rico le siguió. La Bella Rubia se puso a gritar.

—Cállate —le ordenó Rico—, y si la policía viene por la puerta de delante, hazle perder tiempo. Finge que me tienes oculto, ¿comprendes?

—Sí, sí.

Rico y Otero descendieron la escalera, y una vez abajo Rico le cogió por el brazo y le habló así:

—Escucha, éste es mi plan. Necesito ir a casa de «mamá» Magdalena. Allí tengo casi todo mi dinero en un buen escondrijo. No será fácil llegar porque probablemente los policías estarán en todas partes. Pero si conseguimos llegar, estaremos seguros.

—Está bien —respondió Otero.

Se pusieron en marcha. Rico conocía aquel barrio como la palma de su mano y condujo a Otero por un sinfín de callejas que les llevaron muy cerca de «mamá» Magdalena, sin haber atravesado ni una sola vez ninguna avenida principal.

—Ahora —advirtió Rico—, debemos ir con mucho cuidado. Sin duda la policía estará haciendo vigilancia por aquí.

—Muy bien —contestó Otero.

—Escucha —añadió Rico—, no tengas miedo de disparar si ellos hacen fuego. Después de todo, sólo nos ahorcarán una vez.

—No tengo miedo —afirmó Otero.

Caminaron de nuevo, y apenas habían recorrido la mitad de la calle cuando alguien les instó a detenerse, pero en vez de obedecer, echaron a correr sin volver la cabeza.

—Es un policía solo —jadeó Rico.

Una bala silbó junto a ellos, y en seguida oyeron el silbato del policía. Otero se paró, se volvió, apuntó con mucho cuidado e hizo fuego. El policía avanzó dos o tres pasos, luego se tambaleó y cayó sobre sus rodillas.

—¡Le he dado! —gritó Otero.

Rico se volvió.

El policía continuaba de rodillas en mitad de la calle y trataba de hacer puntería.

—¡Agáchate! —advirtió Rico, y en el mismo instante la pistola del policía hizo fuego.

Otero se inclinó sobre sí mismo, miró a Rico con sorpresa y se tambaleó con las manos puestas sobre el estómago. Rico le rodeó con su brazo y le arrastró hacia una parte de la calle donde había un poste detrás del cual podrían resguardarse de los disparos del policía. Pero apenas dieron unos pasos, Otero trató de soltarse y dijo:

—¡Corre, Rico, corre! Me ha herido de muerte. No puedo seguir adelante. Casi no tengo fuerzas.

Rico intentó llevarlo en brazos, pero él se debatió gritando:

—¡Rico, huye! Yo no puedo seguir adelante. Me estoy muriendo.

De pronto se oyó la sirena del coche de la policía. Rico dejó a Otero, quien después de dar unos traspiés al fin cayó al suelo.

—Huye, Rico, huye —dijo aún.

Rico saltó una tapia, cruzó a toda velocidad un patio lleno de escombros y se dirigió hacia una puerta de servicio que estaba abierta allí al fondo. Una muchachita italiana estaba barriendo el corredor. Al ver aparecer de improviso a Rico, dejó caer la escoba y se hizo a un lado de la pared. Rico la cogió por el brazo.

—Escucha, pequeña —le dijo—, la policía me está persiguiendo. Voy a salir por la puerta de delante, pero si ellos te preguntan diles que he saltado otra vez por el mismo sitio, ¿comprendes?

—Sí, señor —contestó la chiquilla. Después, alzando los ojos, añadió—: Yo sé quién es usted.

—¿De verdad? Pues entonces haz lo que te he dicho. ¿Lo harás?

—Sí.

De repente, en la calleja contigua a la casa se oyó el frenazo de un coche y una voz que gritaba:

—Ha entrado por aquí.

La muchacha recogió la escoba y empezó a barrer nuevamente como si no pasara nada. Rico recorrió a toda prisa el pasillo, bajó por las escaleras de piedra que había en la entrada principal y atravesó tranquilamente la calle.

VII

«Mamá» Magdalena le esperaba por la puerta de servicio.

—Estás metido en un buen lío, ¿eh, Rico? —dijo.

Éste se rió.

—Sí —contestó—. ¿Quién se lo ha dicho?

—Los policías han estado aquí haciendo un registro.

—¿Y han descubierto el escondrijo?

«Mamá» Magdalena se rió.

—¡Qué más hubieran querido!

Rico la siguió hasta el sótano. Después de haber atravesado un pequeño pasaje, llegaron ante el escondrijo. A éste se entraba por una abertura circular tan estrecha que apenas podía pasar el cuerpo de una persona. Estaba oculta por unos estantes de madera con cajas llenas de conservas, y estos estantes giraban sobre unos goznes.

Rico siguió a la vieja a través de la abertura y entró en una salita, en uno de cuyos ángulos había un diván, una mesita y una silla. Se quitó el sombrero y se sentó.

—Han matado a Otero —dijo.

—¿De verdad? —se asombró «mamá» Magdalena.

—Hace sólo un instante.

Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—Escuche —añadió—, estaré aquí solamente un par de días. Después me largaré. Trate de conseguir algún periódico ilustrado y manténgame informado.

—Perfectamente —asintió la vieja—. Pero tendrás que recompensarme, porque corro muchos peligros, ¿comprendes? Corro graves riesgos.

—Usted tiene mi dinero, ¿no? Pues sírvase.

«Mamá» Magdalena sonrió.

—Eso es saber hablar, Rico. Ten la seguridad de que tu vieja «mamá» se cuidará de ti como te mereces.

—Eso espero —repuso Rico—. Y ahora acuérdese de que dentro de dos días necesitaré un coche.

—Arrigo tiene uno. Será mejor que uses éste, porque si tuviéramos que robarlo podría complicarse la fuga.

—Necesitaré también un mono de mecánico y una navaja de afeitar.

—Lo tendrás todo —prometió «mamá» Magdalena.

Cuando ésta se hubo ido, Rico se quitó la chaqueta y se echó sobre el diván. Tenía los nervios rotos y no lograba calmarse. Tiró el cigarrillo y se dio vuelta hacia la pared.

—Precisamente tenía que ocurrir cuando creía que todo iba mejor que nunca —murmuró.

Se sentía lleno de rencor y de ira, aunque de momento no sabía exactamente contra quién dirigirlo. Durante bastante rato estuvo revolviéndose agitadamente, y al final aceptó que no le sería posible descansar.

«Mamá» Magdalena entró con un café largo y algunos periódicos. Rico se sentó ante la mesita.

—Han detenido a Sam —dijo la vieja.

—Para él, esto significa el final —comentó Rico.

Cogió de manos de la vieja uno de los periódicos y leyó los grandes titulares:

EL «SEÑORITO» JOE CONFIESA

JEFE DE BANDA DENUNCIADO
POR ASESINATO

«Mamá» Magdalena salió y Rico continuó leyendo el diario mientras sorbía el café.

Joe Massara, llamado «El Señorito», parece más un actor cinematográfico que un bandido. En el momento en que le arrestaron llevaba un costoso smoking y anillos que fueron valorados en más de 1.000 dólares.

—¡Que se vayan al diablo con esta noticia! —refunfuñó Rico.

Continuó leyendo:

César Bandello, conocido por el nombre de Rico y jefe de la banda de Sam Vettori, ha sido acusado como el asesino directo del detective Courtney…

—Eso es —musitó muy satisfecho—, pero soy el único que todavía no han atrapado.