58

Primer día. Ultimo día.

Stride estaba sentado en una silla plegable en la gran extensión de césped que se abría detrás de su casa en The Point, contemplando las revueltas aguas del lago a primera hora de la mañana.

Si bien las nubes rojizas del horizonte señalaban el resplandor del amanecer, el nuevo día aún no había vencido a la noche. Llevaba la chaqueta de cuero abrochada hasta el cuello, aunque le proporcionaba escasa protección frente al frío y el viento. Tenía las manos en los bolsillos.

Estaba esperando a Serena. No quería estar dentro cuando ella empaquetara sus últimas pertenencias y las cargara en su Mustang. Una cosa era saber que ella se marchaba y otra ver como se iba. Tarde o temprano tendría que volver a casa, después de que ella se hubiera ido, y enfrentarse al vacío que Serena había dejado atrás. Pero podía esperar. Trabajaría hasta medianoche, poniéndose al día de todo el trabajo amontonado en su ausencia, posponiendo el momento en el que volvería a una casa en la que lo único que persistiría de ella sería su esencia.

No miró atrás cuando oyó sus pasos sobre la nieve, detrás de él. Ella se sentó en una silla a su lado y no dijo nada. Los dos permanecieron un minuto en silencio, aplazando lo inevitable.

—¿Estás lista? —preguntó Stride al final, cuando no pudo resistir más la tensión.

Serena asintió sin mirarle.

—Sí.

—No tienes por qué irte —le dijo—. Podemos dormir en habitaciones separadas durante unas semanas si quieres.

—Ya hemos hablado de esto, Jonny.

—Lo sé.

Era la realidad la que le miraba directamente a la cara. Todo había terminado entre ellos. Al menos por ahora. Al menos por el momento.

—Sabes que te quiero —le dijo él.

—Yo también te quiero, pero tú necesitas tiempo y yo necesito tiempo. No sé si fue por el calor del momento, pero te sentías mejor con Maggie que conmigo. Te abriste a ella y me dejaste fuera. Eso no va conmigo.

—Lo siento.

—Yo también. No te culpo, Jonny. También fue cosa mía.

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber Stride.

Serena meneó la cabeza.

—Todavía no lo sé.

—¿Vas a volver a Las Vegas?

—No —le contestó—. No ahora, al menos. Podría volver allí y conseguir un trabajo, pero no es mi hogar. No estoy segura de dónde está. No soy como tú. No tengo raíces.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

Serena se encogió de hombros como si el futuro fuera una insignificancia comparado con el presente.

—Denise me pidió que me quedara en la oficina del sheriff en Grand Rapids. He aceptado durante un tiempo. Valerie se ha establecido por su cuenta con Callie y me gustaría ayudarla. Ha alquilado una casa y me dijo que podía usar uno de los dormitorios.

—Me gusta la idea de que te quedes cerca —se alegró Stride.

Era una rama de olivo, pero ella la dejó donde estaba. Él contempló la tristeza de su cara y deseó poder borrarla. Siempre había sabido que dentro de Serena había un vacío, una parte incompleta. Quizá sólo necesitara estar sola. La perspectiva no parecía atemorizarla tanto como lo asustaba a él.

—Tengo que irme —dijo ella, levantándose.

Volvió sus ojos hacia el lago y luego a la fría arena de la playa. Tres años antes, en una noche calurosa de verano, habían hecho el amor allí por primera vez.

—Si necesitas algo, llámame —dijo Stride—. A cualquier hora, día o noche. Sabes que puedes hacerlo, ¿verdad?

—Siempre estás intentando proteger a las mujeres de tu vida, Jonny —murmuró—. No todas necesitamos protección.

—Sólo te lo decía.

—Lo sé. Si necesito a alguien, tú eres mi primera opción.

—Puede que aparezca algún día en tu puerta —dijo él.

Ella le dedicó una débil sonrisa.

—Nunca se sabe, quizá sea yo la que aparezca en la tuya primero.

Serena puso una mano en su hombro cuando se dio la vuelta para subir la nevada colina hacia la pequeña casita. Él no la miró marcharse. Las aguas del lago estaban agitadas y no pudo oír el sonido del motor de su coche mientras se alejaba. Esperó en la playa, sin moverse, mientras el frío se apoderaba de él y sentía el entumecimiento en la cara. El tiempo pasó y, cuando se levantó, el sol había alcanzado el límite del agua.

La oficina de detectives en el ayuntamiento estaba casi vacía. No había nadie allí para recibirle. Se había ido y ahora había vuelto. Entró en el despacho de la misma forma en que lo había hecho miles de veces durante años y colgó su abrigo. En la habitación todavía flotaba un rastro del perfume de Maggie. Por lo demás, nada había cambiado. El tiempo se había detenido en el momento en que se marchó.

Stride no se sentó enseguida. Recorrió con los dedos los marcos de las fotografías de su aparador y levantó una en la que aparecían él y Serena, tomada en la cima de la Torre de la Estratosfera en Las Vegas. Recordó que en ese momento había pensado que estaba tomando prestado el tiempo de ella y que algún día alguien le pediría que lo devolviera. De repente, inesperadamente, ese momento había llegado. Devolvió la fotografía al sitio en el que siempre había estado para poder seguir viendo su cara.

Se asomó por la ventana y miró el tráfico de la calle Uno y el lago más allá de los edificios de la ciudad. Duluth era una ciudad luchadora, de glorias pasadas, en la que lo nuevo siempre tenía el color de lo antiguo. Era lo bastante pequeña para que pudieras envolverla con los brazos y lo bastante grande para que no pudieras levantarla. Era tremendamente fría, primitiva, intimidatoria, como un puesto fronterizo.

Se dio cuenta de que tenía una ventaja sobre Serena. Él sabía cuál era su hogar. Su hogar estaba aquí. Duluth era su hogar.

Stride se sentó en su silla. No la había cambiado en años. Se ajustaba a su cuerpo de la misma manera que unos tejanos viejos, moviéndose cuando él se movía. Los tres meses que había pasado fuera se le antojaban el desvío más largo y desagradable de su vida. Había sido un error refugiarse en una cabaña en los bosques; tendría que haber seguido su instinto y volver enseguida. Pertenecía a ese lugar.

—Bienvenido, jefe.

Alzó la vista y vio a Maggie en la entrada. Llevaba el cuello vendado e hizo una mueca de dolor al entrar en la oficina, pero se deslizó de lado en la silla frente a su escritorio de la misma forma en que lo hacía siempre. Así había sido durante más de una década.

—Jefe —saludó ella.

«¿Es así como va a ser? ¿Compañeros, no amantes?».

Se preguntó si realmente podía vivir con eso, o si alguno de los dos quería que fuera así, y luego señaló su vendaje.

—¿No deberías estar guardando reposo?

—¿Así es como quieres que esté? —preguntó ella con un guiño.

Hablaba en serio pero no hablaba en serio. Bromeaba pero no bromeaba. Las cosas todavía eran complicadas.

—Eres como un grano en el culo —dijo él.

—De hecho, ése es el único lugar que no me duele.

Stride sacudió la cabeza y apartó la vista. Maggie percibió la serenidad en su cara y siguió su mirada, que se había detenido en la fotografía de Serena.

—¿Qué ha pasado?

—Se ha ido.

Maggie maldijo en voz baja.

—Lo siento, lo siento mucho.

—No es culpa tuya.

—¿No? Entonces, ¿por qué me siento así?

—No vayas por ese camino, Mags. Eso no va a cambiar nada.

—Después de un momento, añadió: —Quizá las cosas ocurren de la forma en que ocurren por una razón.

—O quizá las cosas sólo se estropean por obra del azar —replicó ella—. ¿Has reflexionado sobre eso?

—Intento no pensar en ello ahora mismo.

Ella asintió.

—Lo entiendo.

Él apartó los ojos de la fotografía y cambió de tema.

—¿Has visto las noticias? El abogado de Kasey va a alegar locura. Asegura que la muerte de su hijo y la manipulación de Regan Conrad la trastornaron hasta el punto de ser incapaz de distinguir entre el bien y el mal.

—Un jurado lo creerá —supuso Maggie.

—¿Crees que estaba loca?

—¿No lo crees tú?

—Creo que secuestró a un bebé y mató a tres personas —respondió él.

—Pero también era una madre que había visto morir a su hijo —puntualizó Maggie—. Todos tenemos nuestros límites.

Él no replicó, pero pensó para sí: «Sí, los tenemos».

—¿Qué hay de Nieman? —preguntó—. ¿Qué hemos averiguado sobre él?

—Nieman es un fantasma —respondió ella—. Tardaremos meses en desentrañar sus secretos. Es más, lo hemos relacionado con los asesinatos de Colorado, Iowa y Nuevo México, pero todavía no sabemos exactamente quién es o de dónde viene. El FBI nos está ayudando a juntar las piezas.

—El abogado de Kasey reivindicará que matarle fue un servicio público.

—Lo fue. —Maggie miró a Stride con el cabello cayéndole por encima de la cara—. ¿Y ahora qué? ¿Alegamos tú y yo locura temporal, también?

—Excepto por el término «temporal» —señaló él.

—Entonces, ¿quieres volver al trabajo ahora mismo o prefieres que antes lo hagamos en el escritorio? —preguntó ella.

Stride no pudo evitar romper a reír.

—Vas a asegurarte de que esto no sea fácil para mí, ¿verdad?

—Por supuesto.

—¿Has terminado?

—Por ahora.

—Entonces, vamos a trabajar —dijo él.

Maggie señaló un informe que había sobre la mesa.

—¿Recuerdas a ese adolescente que se ahogó en el lago el año pasado? Nosotros sosteníamos que había sido suicidio y los padres creían que era un asesinato. Tenemos nuevos indicios y al parecer tenían razón.

—De acuerdo. Me pondré al día con el informe —dijo él—. Podemos ir a hablar con ellos esta mañana.

—Perfecto.

Maggie se levantó de la silla y se dirigió a la puerta. Se dio cuenta de que nada había cambiado y nada era igual.

—Eh —la llamó él.

Ella se volvió y le miró.

—Me gusta tu pelo —dijo.

Maggie sonrió con picardía, se apartó los mechones rojos de los ojos y se fue.

Stride miró la polvorienta superficie de la mesa de roble y todo lo que la abarrotaba. El abridor de cartas de plata, en forma de cuchillo. Los montones de post-its amarillos garabateados con notas. El reloj que marcaba los segundos, los minutos, las horas y los días. Los informes de sus casos. Su vida entera.

Cogió la carpeta del caso y la colocó frente a él. Al hacerlo, su mano golpeó el abrecartas de plata y éste cayó al suelo. Sus ojos lo siguieron. Se puso tenso, esperando que el flashback cayera sobre él. Su corazón se aceleró. Sintió como el sudor resbalaba por su nuca mientras se preguntaba por la virulencia del ataque y por cuánto tiempo perdería el sentido. Pero el ataque no llegó. No cayó a través de la oscuridad de la noche hacia el agua implacable. El puente estaba en algún otro lugar, fuera en el lago, y él seguía en la oficina.

Stride se agachó, recuperó el abrecartas y lo metió en un cajón. Luego puso los pies sobre el escritorio y empezó a leer.