57

Permanecieron en silencio mientras Serena conducía y la ciudad daba paso a las tierras deshabitadas y las luces brillantes, a la oscuridad. A Serena, la autopista le resultaba familiar después de haberla recorrido tantas veces. Aún faltaban unas horas para que amaneciera.

—¿Está bien? —preguntó finalmente.

Valerie se volvió y miró a Callie, que se había dormido de nuevo con el movimiento del coche. Alargó una mano para tocar a la niña y luego la retiró para no molestarla.

—Perfectamente —replicó.

—¿Está segura de lo que ha dicho? —quiso saber Serena.

—¿Lo de no volver? Sí. Se ha terminado. Soy libre.

—Bien por usted.

Valerie alargó un brazo y puso su mano sobre la que Serena tenía en el volante.

—Le debo mi vida entera.

—No me debe nada —repuso Serena—. Soy yo la que tengo que darle las gracias a usted. Verlas a las dos juntas me ha hecho recuperar algo de mi fe.

Valerie sonrió.

—Antes solía pensar en todas las terribles equivocaciones que había cometido en mi vida. Pero ahora me doy cuenta de que, sin ellas, Callie no estaría aquí. No estaríamos juntas. No puede ser sólo casualidad, ¿verdad?

—Tal vez tenga razón.

—Al menos, ya no desearé retroceder en el tiempo y cambiar las cosas. Nunca más. —Y añadió—: Le agradezco tanto que haga esto por mí… ¿Le importará a Stride que me quede con usted?

—No hay problema —dijo Serena—. Los dos nos sentiremos mejor si sabemos que usted y Callie están a salvo.

No dijo nada más. En lugar de eso, pensó en Stride y se preguntó dónde iba a dormir ella esa noche. No sería en su cama. Ni tampoco al lado del hombre que había amado los últimos tres años. Los dos habían cometido sus propios errores compartidos, y ahora se preguntaba adónde les iban a conducir sus equivocaciones y si, como Valerie, ella sería capaz de vivir sin arrepentimiento.

—Dígame una cosa —le pidió Valerie—. La mujer que se llevó a Callie, esa joven policía, ¿la conoce?

—La he visto esta semana, pero en realidad no la conozco.

—¿Ha huido?

—Sí, pero no se preocupe, la encontraremos. No dejaremos que se acerque a usted.

—¿Cómo es? —preguntó Valerie.

Serena la miró de reojo.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir… ¿qué le pasó por la cabeza? ¿Cómo pudo hacerlo? Sólo quiero entenderlo.

—La verdad es que no importa, Valerie.

—Lo sé, pero no quiero odiarla.

—La ha metido en un infierno —dijo Serena—. Puede odiarla si quiere.

Valerie negó con la cabeza.

—Eso no serviría de nada.

—Todo lo que sé es que su bebé murió —le contó Serena—. No pudo aceptarlo y se obsesionó con Callie.

Valerie seguía tranquila.

—Entonces, estaba desesperada —dijo al final—. Sé lo que es eso.

—No se ponga en su piel —replicó Serena—. Ella ha cruzado líneas que usted no podría traspasar. No importa cuántas cosas horribles le suceden a uno. Usted no haría lo que ella hizo.

—Lo sé, pero yo también he llegado al límite.

—Eso pertenece al pasado —dijo Serena.

Miró la cara de Valerie y se dio cuenta de que estaba exhausta. La montaña rusa de la noche estaba pasando factura.

—¿Por qué no duerme un rato? —sugirió—. No llegaremos a Duluth hasta dentro de una hora.

—No estoy segura de querer dormir —admitió Valerie—. Quiero asegurarme de que esto está sucediendo realmente. Temo despertarme y darme cuenta de que sólo ha sido un sueño, ¿sabe?

—No lo es. Las dos están a salvo.

—Dormiré cuando lleguemos —insistió, pero se recostó contra la ventanilla y sus ojos se cerraron.

Cuando Serena volvió a mirarla, Valerie dormía plácidamente.

Serena estaba cansada y la autopista a oscuras resultaba hipnótica, pero estaba a tope de adrenalina y podía mantenerse despierta. En parte se debía a que, como Valerie, ella también estaba a punto de ser libre, aun cuando no se tratara de una libertad que hubiera buscado o esperado. Y en parte a que sabía que Kasey Kennedy estaba en algún lugar allí fuera y no tenía ni idea de lo lejos que podía llegar o cuál sería su próximo movimiento.

«Sé lo que es estar desesperada».

Siguió la trayectoria de sus luces largas por la carretera solitaria e imaginó a Kasey en esa misma autopista mientras la niebla se amontonaba en una nube a su alrededor. Una policía joven que se había dejado cegar y había perdido el norte, derribando un conjunto de fichas de dominó que podía destrozar a muchas personas. Debió de sentirse sola en la carretera, como ahora Serena, con los ciervos, los lagos y los árboles del norte.

Excepto por el hecho de que, mientras conducía, Serena se dio cuenta de que no estaba sola.

Cuando la carretera se allanó de golpe en una larga planicie entre las tierras pantanosas de la reserva india, miró por el retrovisor y vio que seguían allí, un kilómetro detrás de ella. Los había visto primero a unos diez kilómetros de Grand Rapids, yendo y viniendo por las curvas.

Unos faros.

Kasey se apoyó en la pared de la vieja casa, casi demasiado cansada para mantenerse en pie. Sabía que tenía que continuar, pero no sabía cómo. Estaba sangrando de nuevo bajo sus vendajes. Se pasó un dedo por el cuello y se le quedó pegajoso y rojo. Le atronaba la cabeza. Estaba mareada. Apenas podía sostener la pistola en la mano.

Sólo quería tumbarse. Tumbarse y dormir. Tumbarse y morir.

Aguardó en la helada noche su última oportunidad. El agua de la bahía golpeaba en la orilla detrás de ella y podía oír el ruido sordo del lago Superior al otro lado de la calle. Detrás de la duna. Detrás de la casa de Stride.

Cuando miró a un lado y a otro de The Point, no vio policías esperándola. No había coches patrulla, ni luces destellantes, nadie acechaba en las sombras. Sólo estaban Serena y Valerie, en la casa adonde las había seguido por la autopista del desierto. Podía verlas en el dormitorio que daba a la calle. Dentro había luces que brillaban a través del limpio cristal de la ventana. Valerie sostenía a Callie en sus brazos.

El corazón de Kasey se rompió al ver a la niña. Su rabia volvió, la misma ira que la había impulsado la semana anterior. Rabia por que su hijo estuviera muerto. Rabia por el error de Dios. Desesperación por sostener a su hijo de nuevo. Sin dejar de llorar y con la respiración entrecortada, tosió, notó algo húmedo en su boca y se dio cuenta de que era sangre. Se tambaleó y se apoyó con una mano en la pared. La pistola resbaló de sus dedos y golpeó el pavimento con un ruido metálico. Se inclinó hacia delante y la recogió.

Comprobó la calle de nuevo. Vacía.

En el dormitorio, tras la ventana, Valerie abrazó a Serena antes de darse las buenas noches. Kasey vio que Serena volvía al gran espacio que se abría tras la puerta principal y se agachó cuando ésta espió la calle a través de las finas cortinas. Luego Serena abrió la puerta y salió al porche de madera, desde donde observó con detenimiento la casa y las sombras que la rodeaban. Kasey se acurrucó contra un cubo de basura para esconderse. Asomó la cabeza, vio que Serena volvía dentro y oyó el afilado chasquido del cerrojo de seguridad. En el interior de la casa, se apagaron las luces de la sala de estar.

Un momento después, en la otra habitación, vio que Valerie apagaba también su lámpara. La casa estaba completamente a oscuras. Valerie y Callie estaban solas.

Kasey esperó quince minutos antes de saltar el muro y avanzó por la estrecha calle. Echó un vistazo a los coches estacionados mientras cruzaba con rapidez y atravesaba la luz que proyectaban las farolas. Las ráfagas de nieve caían en una lluvia fría sobre su piel. El rugido del lago se volvió más audible, como si un enorme animal quedara fuera de la vista al otro lado de la arena. Kasey descartó la puerta principal. En la pared oeste de la casa, vio una retorcida escalera de hierro forjado que conducía al piso superior. Cojeó hacia ella, sin preocuparse por las huellas que dejaba en la nieve. Al intentar subir, se dio cuenta de que los escalones metálicos estaban resbaladizos por el hielo. Se agarró con la mano al enrejado y se aupó escalón a escalón. El esfuerzo la dejó exhausta y la estructura abierta de hierro le provocó vértigo al mirar hacia abajo. Cuando alcanzó la cima, tuvo que hacer una pausa para recuperarse.

Miró hacia abajo. Gotas de sangre moteaban la nieve como cerezas.

Kasey se envolvió la mano con la manga del abrigo y golpeó la pequeña ventana alveolada cerca del pomo de la puerta, que se rompió con un estallido suave y tintineante. Los cristales salpicaron el suelo. Se inclinó hacia la ventana rota y escuchó los sonidos de la planta de arriba. Tras comprobar que no se oía ningún ruido alcanzó el pomo por el agujero, descorrió el cerrojo y se metió en la casa.

El ático estaba oscuro y frío. Los clavos colgaban como dientes de las vigas de madera del techo. La estancia, inacabada, estaba cubierta de cajas y equipamiento. A través de las sombras, descubrió una escalera que conducía a la planta baja y se acercó a ella con cuidado pisando los cristales rotos. Las escaleras estaban oscuras como boca de lobo. Buscó el pasamanos, pero no lo encontró. Aguantó la respiración y puso un pie a ciegas en el primer escalón. Luego otro. Se balanceó y pensó que iba a caer. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo ver los contornos de una docena de escalones debajo de ella, pero se detenía tras cada paso que daba porque la madera crujía. No sabía si el sonido llegaría hasta la puerta cerrada que había debajo. A ella le resultaba ensordecedor.

Kasey llegó al último escalón y esperó. Sintió el aire templado del otro lado de la puerta. En silencio, giró el picaporte y la empujó. Podía imaginar el contorno de los muebles de piel de la gran habitación. Otro puñado de escalones de madera llevaba al enmoquetado. Oyó el viento succionando el aire de la chimenea hacia arriba en una sonora ráfaga. La puerta principal y la pared con las ventanas que daban al porche se hallaban a la derecha. Así que allí estaba la habitación donde dormían Valerie y Callie.

Dejó huellas húmedas en su camino hacia la puerta. Descorrió el cerrojo y la abrió para proporcionarse una vía de escape fácil. Se le pasó por la cabeza cruzar la calle e irse. Volver al coche. Conducir. Empezar una nueva vida. Pero era demasiado tarde para eso. Ya había perdido a Jack. Y a Bruce. No perdería también a Callie.

Kasey miró la puerta cerrada del dormitorio. Ninguna luz se filtraba por el hueco entre la puerta y la moqueta. Intentó distinguir alguna respiración dentro, pero no oyó nada. Sintió el peso de la pistola. Se preguntó si tendría que matar de nuevo y deseó que no fuera necesario. Estaba cansada de la muerte. Cansada de matar. Nada había salido según lo planeado, como había soñado.

Asió el pomo y abrió la puerta silenciosamente, empujándola hacia dentro. En la pared a su derecha, en la penumbra, vio dos camas gemelas y la abultada silueta de un cuerpo. Dio dos pasos cautelosos hacia el interior de la habitación, alzó la pistola y avanzó hacia la cama.

Con una brillantez cegadora, los focos del techo se encendieron y convirtieron la noche en día.

Kasey entornó los ojos involuntariamente y subió el brazo para protegérselos. Al bajarlo, se dio cuenta de que la cama estaba vacía. La silueta del cuerpo no eran sino unas almohadas arrebujadas bajo una manta. Miró la pared opuesta y vio a alguien sentado en un sillón cerca de la ventana, mirándola, con una pistola en la mano que le apuntaba al pecho.

Era Maggie.

—Baja el arma ahora mismo, Kasey —ordenó.

Kasey retrocedió hacia la puerta de la habitación pero, al hacerlo, sintió otra pistola, ésta en la parte de atrás del cráneo.

—Ha dicho que la bajes —repitió Stride—. Todo ha terminado.

Kasey oyó el estrépito de las botas por todas partes alrededor de la casa. En el porche. En el patio. En la sala de estar. Había policías en todas las ventanas. Caras. Pistolas. Kasey se quedó de pie, paralizada y atrapada, y vio como Stride se acercaba y le arrebataba la pistola de la mano.

—Serena vio que la seguías, Kasey —le dijo Maggie, levantándose del sillón. Su voz sonaba dura y triste—. Llamó para organizar una fiesta de bienvenida.

—Oh, Dios mío —murmuró Kasey—. Oh, Dios, no.

Stride tiró de sus brazos para ponérselos en la espalda y ella sintió unas esposas que se ceñían a sus muñecas. Él la empujó para que saliera del dormitorio y ella se dejó arrastrar. Luego dejó de sentir las piernas y no pudo soportar su peso. Cayó hacia atrás sobre el pecho de Stride. Su cuerpo se colapsó. Sintió como él la sostenía por debajo de los hombros y la depositaba en el suelo. Cuando miró hacia el techo, vio sus caras inclinadas sobre ella, enfocándose y desenfocándose. Stride. Maggie. Agentes de uniforme.

En algún lugar de su cabeza, oyó a Stride decir: «Ha perdido mucha sangre. Envíen una ambulancia».

Intentó levantarse, pero unas manos la empujaron hacia abajo con suavidad. La habitación giraba y flotaba perezosamente lejos de ella, arrastrándola río abajo. Vio un ir y venir de cuerpos en un borroso movimiento, y entre todas las personas que se congregaban a su alrededor, distinguió una cara nueva. Valerie Glenn. Serena estaba detrás de ella en medio del iluminado salón, sosteniendo a Callie.

Kasey vio que Valerie la miraba de la forma en que una persona de luto miraría una tumba y quiso decir algo, quiso explicarse, quiso gritar, pero estaba perdida en la niebla.

—¿Sabe alguien cómo se llamaba su hijo? —preguntó Valerie en voz alta.

«Jack —quiso decir Kasey—. Se llamaba Jack. Era mi bebé y Dios se lo llevó de mi lado. ¿No lo entienden? ¿Es que nadie me oye?».

—Jack —contestó Maggie por ella—. Se llamaba Jack.

Valerie asintió y Kasey sintió como se agachaba a su lado. Su cara estaba a centímetros de ella y de su piel emanaba el fresco olor de una madre que sostiene a su hijo. Puso una mano en la mejilla de Kasey y la acarició, sintiendo la humedad de su sangre y de su sudor. Valerie estaba llorando. Kasey se dio cuenta de que ella también lloraba.

—Siento lo que le pasó a Jack —murmuró Valerie en su oído.

Kasey intentó hablar de nuevo pero sólo oyó el resuello de su propia respiración. El metal de las esposas le roía la parte inferior de la espalda. Cerró los ojos, pero aún podía sentir el tacto de la mano de Valerie y la siguió sintiendo, suave y cálida, hasta que las sirenas se acercaron.