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Kasey seguía teniendo la llave.

La llave que Regan le había dado. La llave que le había permitido entrar en casa de los Glenn. La había usado una vez y la volvería a usar de nuevo esta noche, y luego se llevaría a Callie al oeste y desaparecerían. Se perderían en las pequeñas ciudades del desierto, donde ambas estarían a salvo.

Todavía tenía la pistola. La pistola de Maggie. La llevaba metida en la cintura de sus tejanos y sentía el duro metal cuando respiraba.

Había evitado la autopista 2 circulando por las serpenteantes carreteras que se alejaban de Duluth. Sólo se había detenido una vez, en un establecimiento abierto las veinticuatro horas que había a un lado de la carretera; entró sigilosamente en la oscura tienda y limpió y vendó sus heridas. Había dejado de sangrar, pero se sentía débil y exhausta.

Su mente y su cuerpo luchaban uno contra otra. Pero no podía abandonar.

El coche de Nieman estaba aparcado entre los árboles en el arcén de la carretera comarcal 76, fuera de la vista de la autopista. Desde allí, se había sumergido en los bosques y andado casi un kilómetro hasta su escondite, a unos cincuenta metros de la casa de los Glenn, en la orilla del lago Pokegama. Se agachó cerca del agua y examinó detenidamente la actividad alrededor de la casa.

Los agentes de policía patrullaban por el jardín trasero. Sabía que trataban de cazarla. No le preocupó. Su objetivo era la puerta lateral que conducía al garaje, donde no había iluminación. Nadie la vería salir de los bosques, y sólo necesitaba unos pocos segundos para entrar. Entonces aguardaría el momento idóneo para internarse en la casa.

La nieve silenció sus pisadas mientras zigzagueaba hasta el límite del bosque y bordeaba el césped de la parte trasera de la mansión. A pesar de sus precauciones, asustó a un conejo que salió lanzado ruidosamente de la maleza y dejó huellas en la nieve. Se quedó paralizada, rodeada por los tupidos brazos de un abeto. Una policía apostada cerca de una esquina de la casa observó el conejo y escrutó el lugar del bosque por el que había aparecido. Escrutó en la oscuridad, mirando directamente a Kasey. Su mano descansaba en la culata de su pistola.

La policía se acercó y se detuvo a unos seis metros de ella. Kasey se puso tensa. En su cabeza, su respiración atronaba. El frío la hacía estremecerse. Las ramas se balanceaban allí donde su cuerpo las tocaba. El agua goteaba de su pelo rojo. Detrás de la policía, pudo ver el oscuro hueco de la entrada que conducía al garaje. Estaba sólo unos pasos más allá de un camino de baldosas.

La policía perdió su interés en el conejo, buscó en su bolsillo y sacó un pañuelo. Se sonó ruidosamente y soltó una tos áspera. Dirigió una última mirada a los bosques antes de girar sobre sus talones y desaparecer hacia la parte delantera de la casa.

Kasey esperó para asegurarse de que la poli no volvía. El trozo de tierra entre los bosques y el garaje estaba oscuro y vacío. El viento del lago había hecho que la nieve se acumulara en montones junto a las paredes de la casa. Respiró y emergió de los árboles para cruzar las baldosas y meterse en la entrada. Al mirar hacia atrás, se dio cuenta de que había dejado dos huellas cerca del límite del bosque. Apenas eran visibles, pero si se fijaba, podía distinguirlas en la nieve, cerca de donde la agente se había detenido. Dos marcas de botas, cuatro pies diferentes.

Ahora no podía preocuparse de eso.

Kasey sacó la llave de su bolsillo y la sintió templada en la mano. Echó una mirada cautelosa en ambas direcciones, la metió en la cerradura de la puerta lateral y trató de abrirla. La llave no giró. La sacudió y lo intentó de nuevo, retorciéndola furiosamente, pero la llave no abría. Tiró de ella, la apretó en su puño y cerró los ojos. En su frustración, se lanzó con el hombro contra la puerta, pero estaba cerrada y era sólida.

Maldijo en silencio mientras se daba la vuelta. Tenía que retroceder hasta el bosque, pero no dispondría de tiempo antes de poder moverse. Mientras permanecía en la entrada, paralizada, oyó el ruido de pasos sobre la piedra. La agente había vuelto.

Kasey apretó su cuerpo contra la puerta, pero no tenía lugar para esconderse. Tan pronto como la poli mirara en su dirección la descubriría; estaba a dos metros de distancia. Mientras la mujer se acercaba, se sacó la pistola de la cintura y la agarró en su mano sudorosa. Los ojos de la policía estaban concentrados en el bosque. Si miraba con atención la nieve, vería las pisadas que emergían de la espesura. Y entonces se daría la vuelta y vería a Kasey en la entrada.

Kasey contuvo la respiración. Su boca estaba abierta y tenía los ojos desorbitados por el miedo. La agente se volvió hacia ella y Kasey se tensó como un resorte, dispuesta a atacar. Tenía que abalanzarse sobre ella antes de que pudiera gritar.

Entonces, justo en el momento previo a que sus ojos se encontraran, la policía se detuvo y volvió corriendo hacia la parte delantera de la casa.

Kasey sabía por qué. En la entrada, al otro lado de la esquina donde se encontraba, una mujer estaba gritando.

—¿Dónde está?

Valerie no esperó a que el coche se detuviera. Las ruedas todavía giraban cuando salió disparada del Mustang de Serena. Gritó el nombre de Callie, corrió hasta la puerta y la aporreó hasta que el oficial de policía la dejó entrar.

Serena salió de su coche y levantó ambas manos para tranquilizar a la agente que apareció en la entrada procedente de un lateral de la casa, con la pistola en la mano.

—Está bien —le dijo—. Todo el mundo está bien. No se preocupe, no pasa nada.

Siguió a Valerie al interior de la casa. Desde arriba, a través de la puerta abierta de la habitación de Callie, oyó desgarrados sollozos de alivio. Serena no hizo ademán de reunirse con ella. Era un momento íntimo para la madre y la hija. Era también uno de esos raros momentos en su vida en los que creía que realmente había algo de justicia en el mundo.

Marcus Glenn, todavía vestido con el batín, se reunió con ella en el vestíbulo. Había oído el ruido que hizo su mujer al subir las escaleras y miró al dormitorio.

—Entonces decidió no seguir adelante —dedujo.

—Debe de sentirse aliviado.

—Sí, por supuesto.

Serena no interpretó alivio ni alegría en su voz. Él frunció el ceño, como si pudiera leerle la mente.

—Estoy entrenado para tener en cuenta lo que puede ir mal —le explicó—. Nunca pensé que esta situación terminara felizmente para ninguno de nosotros.

—Pero lo ha hecho —dijo Serena. Y quiso añadir: «No gracias a usted».

Vio como el cirujano aguardaba junto a la barandilla de las escaleras y se dio cuenta de que el desnudo flujo de emoción que oían sobre ellos resultaba doloroso para él. Prefería el entorno estéril de su quirófano. Clínico. Sin pasión. Ésa era la razón por la que resultaba desagradable. Era por eso por lo que era capaz de hacer tanto daño.

Más deprisa de lo que Serena había esperado, Valerie reapareció en el distribuidor. Sostenía a Callie entre sus brazos, envuelta en un grueso abrigo, sus pequeñas manos enfundadas en mitones y calzada con botas rosas. Valerie llevaba a Callie con gracia, como si flotara. No apartaba los ojos de la cara de su hija y la niña, que despierta, miraba a su madre con deleite.

Valerie bajó lentamente cada escalón, con sumo cuidado, hasta que llegó al pie de las escaleras. Llevaba un bolso de viaje colgado de uno de sus hombros, y lo dejó en el suelo, a sus pies. Le pasó la niña a Serena para coger un abrigo de invierno del armario de la entrada y deslizó sus brazos en las mangas.

—¿Adónde vas? —preguntó Marcus.

Parecía realmente sorprendido.

Valerie lo ignoró y miró a Serena. Cogió de nuevo a Callie y levantó su bolsa.

—Sé que es tarde, pero ¿puede llevarnos a un hotel?

—Será más seguro si se quedan conmigo —observó Serena—. Podemos mantener a los policías alrededor de la casa. ¿Le parece bien?

—Sí, perfecto. Vámonos entonces.

—Valerie —la interrumpió Marcus mientras tendía la mano para tratar de tocarle el hombro, pero ella se encogió para zafarse de él—. ¿Qué crees que estás haciendo? No hagas una montaña de un grano de arena.

Valerie estrechó a Callie contra su pecho y cruzó la puerta principal sin mirar atrás. Depositó su bolsa en el asiento trasero del Mustang de Serena y acomodó a Callie en la sillita con mucha ternura. La policía que estaba en el jardín la miró, pero nadie se movió ni habló.

Marcus la siguió hasta el porche y la llamó mientras cruzaba los brazos sobre el pecho con rabia y enojo.

—¿Quieres que te diga que lo siento? —gritó—. Muy bien, pues lo siento. Pero recuerda que soy inocente en todo este asunto.

Valerie se enderezó. Estaba de espaldas a él. Se volvió despacio mostrando una mirada pétrea.

—¿Inocente?

—Sabes a lo que me refiero.

Valerie no dijo nada más. Esperó en silencio. Su respiración iba y venía en nubes de vapor que se disipaban en el aire frío.

—Oh, por el amor de Dios, entra —le pidió Marcus—. ¿Qué quieres de mí?

Valerie meneó la cabeza.

—No quiero nada de ti —replicó—. Enviaré a alguien para que se lleve mis cosas.

—No estás en condiciones de tomar decisiones —insistió Marcus—. Pasa unos días con Callie. Ha sido una semana difícil para todos y necesitas algo de tiempo. Cuando vuelvas a casa, hablaremos.

Serena se reunió con Valerie fuera, se sentó en el asiento del conductor de su coche y puso en marcha el motor. Valerie se quedó de pie junto a la puerta abierta del copiloto.

—No voy a volver —dijo mientras subía al coche y se estiraba para alcanzar la puerta—. Adiós, Marcus.