—Valerie ha desaparecido —informó Denise a Serena.
—¿Desaparecida? ¿Qué ha pasado?
Serena no obtuvo respuesta. Denise Sheridan miró por encima de su hombro al lugar donde Callie dormía en el asiento trasero. Su máscara de policía dura se fundió. Serena la oyó contener la respiración y vio como se cubría la cara con ambas manos como si estuviera rezando. Denise abrió la puerta trasera, desabrochó con cuidado los cinturones de la sillita y cogió a Callie en brazos como si fuera una frágil porcelana china. La pequeña no se despertó.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró—. Oh, mi niña, pensaba que no volvería a verte.
Le dio un abrazo de oso a su sobrina y hundió su cara en el cabello rizado de la pequeña. Por un momento, no importó nada más. No pensó en la infidelidad. No había rabia. No pensó en las complicaciones de la vida. Sólo había júbilo.
—No tenía ninguna esperanza —admitió—. Siempre les decimos a las familias que no abandonen, pero en realidad no nos lo creemos. Pensé que se había ido para siempre. Que Dios me perdone, debería haber tenido fe.
Serena salió del coche.
—Denise, ¿dónde está Valerie?
—Dejó una nota —explicó, mientras el alivio de su cara desaparecía y sus ojos se ensombrecían por la preocupación—. Marcus la encontró y llamó a la policía.
—¿Una nota?
Denise asintió.
—Está muy claro lo que iba a hacer.
—Oh, mierda, no, ahora no —exclamó Serena—. ¿Cuándo ha sucedido?
—El agente de la calle la vio marcharse hace un par de horas.
—¿Y no informó de ello?
—Estamos vigilando a Marcus, no a Valerie. No la seguíamos a ella. Cuando Marcus llamó, envié unidades por toda la ciudad en busca de su coche. Nadie la ha visto todavía. —Y añadió—: Ven, entremos para que Callie no coja frío.
Denise llevó a la niña en brazos por el camino de entrada. Un agente de policía plantado en la puerta delantera les franqueó el paso. Atravesaron el recibidor hasta la cocina ubicada en la parte trasera de la casa, donde encontraron a Marcus sentado a la isleta con una taza de café. Vestía un batín de seda color chocolate y zapatillas, y llevaba unas gafas para leer en la parte baja de su nariz. Estaba leyendo un periódico médico online en un portátil que tenía enfrente.
Marcus vio a Callie en los brazos de Denise. Sabía desde hacía una hora que iba a venir a casa, pero una cosa era saberlo y otra verla con vida. Serena lo miró e intentó descifrar las cambiantes emociones reflejadas en su cara. Se quitó las gafas. Su boca se apretó y empezó a parpadear. Una sonrisa revoloteó por sus labios, como una llama que no acabara de prender.
Denise no hizo ningún intento de darle la niña a Marcus o de disimular su hostilidad. Miró a su cuñado con ojos furibundos.
—¿Puedo cogerla? —preguntó él finalmente.
Denise aferró a Callie y no se movió.
—No es tuya —replicó.
—¿Crees que eso importa ahora? ¿Crees que me preocupa?
—Creo que la única persona que te preocupa eres tú mismo.
—Estás equivocada. Siempre te has equivocado conmigo.
Serena murmuró entre dientes.
—Por favor, Denise.
Con la mandíbula tensa, ésta dio un paso hacia Marcus y apartó a la niña de su hombro. Marcus dejó el café en la mesa y se levantó de la silla. Extendió los brazos y Denise le pasó a Callie con evidente desgana. La niña se movió e hizo un pequeño ruido, pero no se despertó.
Marcus sostuvo a Callie contra su pecho; la niña parecía muy pequeña entre sus grandes manos. Luego volvió a sentarse.
—¿Y bien? —le preguntó a Denise.
—¿Y bien qué?
—¿No tienes nada que decirme?
—No quieres oír lo que tengo que decir, Marcus.
—Estaba esperando una disculpa —señaló él.
—¿Perdona?
—Una disculpa —repitió él, bajando la voz, pero su tono era áspero y ácido—. En la última semana, he visto mi nombre arrastrado por el fango y han corrido rumores sobre mí por toda la ciudad. La gente me ha tachado de asesino. Los amigos no me devolvían las llamadas. Los pacientes han rechazado mis servicios. Mi matrimonio está arruinado, mi vida privada ha sido retransmitida para el mundo. Sé dónde empezó todo, Denise. Esto empezó contigo. Bueno, pues mira por dónde, la verdad es exactamente la que yo había dicho. Yo no tenía nada que ver con esto. Y creo que lo menos que puedes hacer es tener la decencia de decirme «lo siento».
—¿Lo siento? —Denise se puso las manos en las caderas—. ¿Lo siento? Tú fuiste el causante de todo esto, Marcus. Tú permitiste que ocurriera. Tú y tu pequeña psicocompañera de cama, Regan Conrad. Sí, lo siento. Siento que Valerie posara sus ojos en ti. Siento que seas un cabrón arrogante. Puede que en lugar de preocuparte por ti mismo, pudieras dar gracias a Dios por la gente que ha traído a esta niña sana y salva de vuelta a casa. Y puede que pudieras soltar una lágrima y fingir que muestras un gramo de preocupación mientras intentamos encontrar a tu esposa.
Salió airada de la habitación con paso firme. El ruido hizo que Callie se despertara. Sus ojos se abrieron por un segundo antes de volver a cerrarse. Marcus frunció el ceño y siguió con la mirada a Denise, pero entonces se sacudió la ira y asintió en dirección a Serena.
—Estoy agradecido por todo lo que han hecho —le dijo—, no me malinterprete. Sólo estoy furioso por la forma en que me han tratado.
—Sé cómo se siente —replicó Serena—. A menudo estos crímenes se ceban en la gente inocente hasta destruirla. No voy a decir que sea justo. —Y añadió—: ¿Tiene la nota de Valerie? ¿Puedo verla?
Señaló una tarjeta que había en la encimera de la cocina.
—Estaba pegada al espejo de nuestro baño. La vi cuando me levanté por la noche.
Serena leyó la nota, que decía: «Ahora, las dos somos libres». Intentó imaginarse el frágil estado mental de Valerie y las implicaciones la asustaron.
—¿Pasó algo entre ustedes dos esta noche? —preguntó.
—Una pelea.
—¿Por Callie?
—Sí.
—¿Cree que ha podido hacerse daño a sí misma?
—No lo sé —contestó Marcus—. Estaba envenenada por todos los rumores sobre mí, y desesperada ante la posibilidad de no volver a ver a Callie. Creo que era capaz de cualquier cosa.
—Si enciende el teléfono o la radio, se enterará de que Callie está a salvo.
—Sí, si no es demasiado tarde —repuso él. Bajó la vista hacia la niña dormida y añadió—: Tengo que acostar a Callie.
—¿Le ha hablado Denise sobre la mujer que se la llevó? —preguntó Serena—. ¿Kasey Kennedy?
—He oído que aún sigue en libertad.
—Es cierto ignoramos cuál será su próximo movimiento. Con su permiso, mantendremos a los agentes de policía alrededor de la casa. También me gustaría tener una mujer policía dentro de la habitación de Callie, con ella.
—De acuerdo, pero ¿de verdad cree que esa mujer está tan loca como para intentarlo de nuevo?
—Está desesperada y es inestable. Hasta que la encontremos, creo que debemos extremar las precauciones. Lo mejor sería que se llevara a Callie a algún sitio por unos días, con protección policial. Su casa es un objetivo obvio.
Él negó con la cabeza.
—No voy a permitir que me echen de mi casa.
—Lo entiendo.
Los dos alzaron la vista cuando Denise Sheridan reapareció en la entrada de la cocina. La aflicción se dibujaba en su rostro y tenía la voz tomada.
—Alguien ha visto el coche de Valerie en el río, cerca de la estación de radio —dijo—. Está vacío.
Valerie estaba sentada en el suelo mojado con las manos abrazando sus rodillas. En frente de ella, el agua oscura del Mississippi estaba cubierta por una corteza de hielo. Era la clase de terreno quebradizo que se rompería como el cristal y en el que se abriría un gran agujero si intentaba avanzar sobre él. Se preguntó si ésa era la forma más fácil de hacer lo que iba a hacer. Andar por el hielo. Dejar que el abrazo de la helada agua la tragara.
Estaba entumecida por el frío. Las lágrimas se habían congelado en perlas sobre su cara. No sentía los dedos y notaba un hormigueo en los pies como si le hubieran picado un montón de abejas. Había permanecido sentada aquí, a solas con el frío y el agua, durante una hora y todavía no había encontrado el valor suficiente para hacerlo.
Había sacado el frasco de aspirinas de su bolsillo una docena de veces, y en cada ocasión lo había devuelto a su sitio sin abrirlo. Pensó que tal vez si se limitaba a quedarse ahí sentada un poco más, el frío haría el trabajo por ella, llevándose sus sensaciones hasta que no sintiera nada.
No muy lejos, oyó varias voces que flotaban en el viento como los susurros de los fantasmas. La gente andaba por encima de ella, en la cima de la ribera de Canal Street. Gritaban. Con insistencia. En el puente de la carretera 269, río arriba, vio pasar las veloces luces de los coches. Lo ignoró todo.
Sacó el frasco de nuevo. Sus dedos helados se movieron con torpeza al tomarlo en su mano. Miró las pastillas e imaginó cómo descendían por su garganta con la ayuda de la nieve fundida. La última vez, había usado un frasco que no estaba lleno; ése había sido su error. Por esa razón se había despertado en el hospital. Esta vez, el frasco estaba repleto hasta el borde de cientos de pastillas. Podía tragárselas todas antes de que ralentizaran su organismo y la sumieran en un profundo sueño.
Pasó un dedo por el plástico que rodeaba el cuello del frasco. Intentó cortarlo con el filo de una uña, pero tenía los dedos torpes. Se puso el tapón en la boca, mordió el envoltorio con los dientes y consiguió romper un pequeño pedazo. Tiró y consiguió desenrollarlo como si fuera una cinta. Vivió este pequeño éxito como si fuera una gran victoria.
Luego entornó los ojos para alinear las flechas del tapón en la oscuridad. Intentó destapar el bote con el pulgar, pero tenía la piel húmeda y los dedos resbalaron sobre el plástico. Al final, consiguió que el tapón de la botella saltara y volara como una moneda en el aire. Golpeó el sello metálico y el bote salió disparado de sus dedos entumecidos. Una docena de pastillas se diseminaron por el suelo en torno a sus piernas. No le preocupó que se perdieran. Eran pocas; no se notaría la diferencia.
Extendió su mano derecha con la palma hacia arriba. Le temblaba el brazo. El frasco tembló cuando lo volcó y en su mano cayó una pirámide de píldoras blancas. Balanceó el bote abierto en su regazo mientras miraba las tabletas. No era difícil. «Métetelas en la boca. Toma un puñado de nieve fresca. Hazlo una y otra vez hasta que el bote esté vacío».
Pero no podía. Quería hacerlo, pero no podía.
—Oh, Callie, lo siento —dijo.
Estaba enfadada consigo misma por vacilar. Su bebé la necesitaba. Su hija estaba sola. Para rescatarla, sólo era necesario dar un pequeño paso, totalmente insignificante; sólo debía hacer lo correcto y volverían a estar juntas. Aun así, no podía matarse de esa manera. Abandonar parecía un acto egoísta y desesperanzado por el que nunca la perdonarían. Era como si pudiera oír una voz solitaria que le hablaba a su tumba y la avergonzaba: «¿Cómo pudiste abandonarme?».
Valerie escuchó la voz y abrió los dedos. Las aspirinas cayeron, rebotaron e hicieron hoyuelos en la nieve. La humedad empezó a disolverlas formando una pasta. Se levantó y se movió hasta que la sangre volvió a circular por sus piernas; luego se dirigió a la orilla. El hielo se adentraba sigilosamente en tierra como una ventana nebulosa. Adelantó un pie y lo rompió con el tacón de su bota y luego lo hizo otra vez, dibujando agujeros irregulares en la superficie. Movió el frasco arriba y abajo y dejó que las pastillas cayeran en cascada a través del hielo y desaparecieran en el río. Al final, cuando estuvo vacío, hizo rodar el frasco más allá del hielo. Flotó un momento, y cuando el agua empezó a colarse por el cuello, se volcó y se hundió.
Sabía que debía sentirse como una fracasada pero, en lugar de eso, notó un subidón de adrenalina. Una nueva sensación, que no sabía de dónde provenía, la traspasó y la hizo sentir en paz. En algún lugar, de alguna manera, algo había cambiado, como si la tierra hubiera temblado bajo sus pies. Supo que tenía que irse de allí lo antes posible. Cuando se tocó la cara, encontró cálidas lágrimas que surcaban de nuevo su rostro. Se desbordaron. Una cascada. Una inundación. No importaba la razón. Lo único que sabía es que debía irse. Ahora. Rápido.
Valerie caminó y luego dio un traspié y después corrió. Se abrió camino colina arriba, alejándose del río. La respiración le martilleaba en el pecho. No podía ir lo bastante deprisa para satisfacer la impaciente urgencia que se había adueñado de su mente. Los oyó de nuevo, más alto y más cerca a medida que se acercaba a la calle: gente que la llamaba, que gritaba su nombre.
Salió de la maleza y emergió cerca del parking donde la policía había rodeado su coche. Las luces rojas y azules iluminaban la calle como fuegos artificiales. Vio a Denise. Vio a Serena. Todo el mundo miraba por todas partes, excepto en su dirección. Era invisible. Se quedó donde estaba, conteniendo la respiración, incapaz de moverse o de gritar: «Estoy aquí».
Serena se dio la vuelta. Las miradas de ambas se fundieron, a kilómetros de distancia de los demás. Valerie vio como la cara de Serena se iluminaba con una sonrisa y la oyó gritar excitada las mismas palabras una y otra vez. El viento ahogó su voz, pero no importaba, porque ya sabía lo que Serena decía. Sabía cuál era el impulso que la había hecho huir del río a toda prisa y volver a su vida.
Sabía quién la había salvado. Lo sabía.
—La tenemos —repitió Serena mientras corría hacia ella—. La tenemos, la tenemos, la tenemos.
Valerie cayó de rodillas y lloró de alegría.