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Stride y Serena apenas hablaron mientras circulaban por la autopista vacía a través de la noche. Él conducía rápido. Los dos sentían el apremio del tiempo o de no saber qué iban a encontrar cuando llegaran. Stride estaba concentrado en la carretera, resbaladiza por la nieve, pero aun así, se volvió hacia el asiento del copiloto para mirar a Serena. Sabía que ella había sentido sus ojos, pero no le devolvió la mirada. Su cara se mantuvo de perfil en la oscuridad junto a él.

—Ten cuidado con los ciervos —le advirtió cuando entraron en un tramo de la autopista bordeado a ambos lados por un espeso bosque—. Salen cuando menos te lo esperas.

—Lo sé.

Él pensó en la máxima que los conductores de Minnesota aprendían en la autoescuela: no mires los ciervos, pasa por encima de ellos y mátalos. Mejor tú que ellos, porque si los intentas esquivar lo más probable es que te mates. Había chocado con ciervos algunas veces en los últimos años. En cada ocasión se había dicho a sí mismo que habría sido diferente si hubiera conducido más despacio, si hubiera mantenido los ojos fijos en la carretera, si hubiera llevado las largas. Pero no importaba. No podías evitar que los ciervos corrieran, y si cruzaban la carretera en el momento en que tú pasabas, chocabas con ellos. Lo mejor que podías hacer era salir con vida.

«Salen cuando menos te lo esperas».

Serena no hablaba de ciervos. Estaba hablando de ellos dos. O quizá de los tres. De su choque.

Stride sabía que, al acabar del día, Serena no se preocupaba por Maggie; lo conocía todo sobre los sentimientos de Maggie hacia él y, ya fuera mejor o peor, había aprendido a lidiar con ellos. Lo que importaba era si Stride era capaz de alejarse del accidente por su propio pie. Si podía marcharse y dejar a Maggie atrás. Eso era lo que ella estaba esperando que dijera. Stride no estaba seguro de si ella podría vivir sabiendo que él trabajaba codo a codo con Maggie cada día, pero le correspondía dar el próximo paso. Tenía que decírselo: «Te quiero a ti. Quiero que te quedes».

Pensó en Maggie. Aún podía sentirla en sus brazos. Después de tantos años, había sido extrañamente fácil cruzar la línea que separa a los amigos de los amantes. Sus sentimientos hacia ella se habían enredado con su historia. Ésa era la razón que le impedía decir aquello que Serena tanto deseaba. No podía mentirle cuando ni siquiera él estaba seguro de lo que sentía. Al no decir nada, sabía que le había contado algo que ella no quería oír.

No hablaron durante el resto del viaje. Volvieron a Duluth, cruzaron la ciudad y luego se adentraron en las tierras del norte, en silencio.

Stride aparcó en el arcén de la autopista y los dos salieron del coche. Guppo, que había aparcado su camioneta al otro lado de la carretera, salió en cuanto los vio.

La autopista estaba desierta. La nieve batía el asfalto.

—¿Tienes la orden? —preguntó Stride.

Guppo sacó un papel blanco doblado del bolsillo posterior.

—La juez Kassel no está muy contenta contigo. He interrumpido sus dulces sueños.

—Nunca está contenta conmigo —repuso Stride, que miró los dos coches patrulla de Duluth aparcados detrás de la camioneta de Guppo—. Que estos chicos no usen sirenas en el camino, ¿de acuerdo?

—Avance silencioso —dijo Guppo.

Stride vio a Serena contemplar la granja. Estaba inusualmente tensa y no sabía si se debía a los problemas que había entre ellos o a la ansiedad por la investigación. Él sabía, sin que ella le hubiera dicho nada, que se había comprometido emocionalmente con Valerie y con Callie. Era uno más de los temas de los que no habían hablado.

Serena se volvió hacia Guppo y preguntó:

—¿Has subido ya a la casa?

—No. Os estaba esperando. —Se metió las manos en los bolsillos y añadió—: Bueno, chicos, ¿sabéis cómo queréis hacerlo?

—Mi intención es actuar del modo más fácil —respondió Stride—. Sea lo que sea lo que está pasando, no creo que nadie quiera salir herido. El mayor riesgo es que alguien trate de huir. Que uno de los coches patrulla bloquee el camino de entrada, y mantened los motores en marcha.

—¿Queréis que vaya con vosotros? —preguntó Guppo.

—Te llamaremos cuando estemos listos para hacer el registro. Pero Serena y yo queremos ir primero y hablar. No quiero que nadie se ponga nervioso, ¿de acuerdo? La clave es hacerlo con calma y firmeza.

—Perfecto.

Guppo se dirigió a los coches patrulla para darles las instrucciones. Stride y Serena continuaron por la carretera y se detuvieron al principio del camino de acceso. La casa estaba a unos cincuenta metros, rodeada de árboles. Pudieron ver luces encendidas.

—¿Has llamado a Valerie?

Serena negó con la cabeza.

—No sabemos qué vamos a encontrar aquí. Podríamos estar equivocados.

—He dicho que lo vamos a hacer fácil, pero ¿llevas pistola? —preguntó.

Ella lo miró.

—Sí, pero ¿de verdad crees que es necesaria?

—No lo sé. Espero que no, pero tal vez estén desesperados —señaló él—. No quería decir nada, no hasta que lo supiéramos, pero todo esto suscita un montón de preguntas.

—Te refieres a Regan.

—No sólo a ella.

Serena pensó en ello y maldijo entre dientes.

—Dios mío. ¿Realmente crees que es posible?

—Ahora mismo, todo es posible —replicó Stride.

En ese momento su teléfono sonó; lo sacó del bolsillo y lo sostuvo cerca de su oído para oír la voz a pesar del rugido del viento.

—Stride.

—Teniente, soy Troy Grange.

Stride se sorprendió.

—Troy, ¿qué ocurre?

—Siento llamarte a estas horas, pero hay algo que me preocupa y no podía dormir.

—¿De qué se trata?

—Maggie vino a verme a primera hora de la noche. Mientras estaba aquí, recibió una llamada del guardia encargado de la seguridad de la escuela Buckthorn. Ya sabes, ese edificio en ruinas en Township Road.

—Lo sé —dijo Stride—. ¿Tiene algo que ver con Nick Garaldo?

—Sí, en efecto. El guardia le contó a Maggie que había encontrado algo allí y quería que un agente lo acompañara para entrar en la escuela. Ese viejo edificio no está lejos de mi casa y Maggie le dijo que iría ella misma.

—Sí.

—La cuestión es que, al pensarlo después, me he dado cuenta de que ese guardia es el mismo tipo que instaló el sistema de seguridad en mi casa. Fue justo después de que empezaran los asesinatos.

—¿Y hay algún problema?

Troy vaciló.

—Oh, mierda, no lo sé. Es sólo que no me gustan las coincidencias. Y para ser sincero, tampoco me gusta este tipo. Por eso he llamado a Matt Clayton, el administrador del distrito. Él y yo jugamos a tenis un par de veces al año. Le he preguntado a Matt qué sabía sobre este tipo, Jim Nieman.

—¿Y qué ha dicho? —le preguntó Stride.

—Me ha contado que nunca ha tenido quejas, pero hay algo. Cuando le he preguntado si había comprobado las referencias de Nieman, ha dicho que sí. Nieman le dio el nombre de un tipo que es propietario de un pequeño centro comercial en Pueblo.

—No te sigo, Troy.

—Pueblo está a media hora de Colorado Springs. Maggie me dijo que la furgoneta que conducía el asesino fue robada en Colorado Springs. —La mano de Stride se crispó alrededor del teléfono—. He llamado a Maggie para contárselo —continuó Troy—, pero justo cuando ha contestado, se ha cortado la comunicación. He intentado ponerme en contacto con ella varias veces más, pero no contesta.

—Lo comprobaré, Troy —le dijo Stride—. Has hecho bien en llamarme.

—Házmelo saber cuando hables con ella, ¿de acuerdo?

—Lo haré.

Stride colgó. Serena le miró con las cejas alzadas en gesto interrogativo, pero él no dijo nada. En su lugar, marcó el número del móvil de Maggie y se mantuvo a la escucha. La llamada fue redirigida directamente a su buzón de voz.

—¿Hay algún problema? —preguntó Serena.

Stride intentó convencerse de que no pasaba nada, pero su instinto le decía otra cosa. Todo iba mal. El aire frío enredaba sus dedos alrededor de su garganta. Tenía un nudo en el estómago debido al miedo. No lo dudó.

—Debo irme —le dijo—. Maggie tiene problemas.