Mientras Kasey caía, la cuerda tiró su barbilla hacia atrás y un escalofrío de dolor recorrió su columna. Sintió una aplastante opresión en la garganta cuando su cuerpo convirtió la gruesa cuerda en un torniquete alrededor de su cuello. Sus piernas danzaron espasmódicamente. Clavó los dedos en la cuerda, pero los nudos aguantaron y todo lo que logró fue que la sangre rezumara de su piel abrasada. Alzó los brazos por encima de su cabeza para izarse y aliviar la presión, pero no tenía fuerzas para levantar su cuerpo.
Se le nubló la mente. Sabía que se estaba muriendo.
Entonces la erosionada sección de cuerda que había serrado con la placa se deshilachó y cedió. La cuerda se rompió y ella cayó en la oscuridad y aterrizó con un agónico golpe que le sacudió los huesos cuando sus pantorrillas toparon con el suelo de cemento. Un clavo suelto se le clavó en la carne de la pierna y tuvo que morderse la lengua para evitar aullar de dolor. Pero podía respirar. El dulce aire inundaba sus pulmones. Se puso sobre las manos y las rodillas y dejó que su pecho se llenara de oxígeno.
Algo se escurrió entre sus dedos y ella retrocedió. Era una rata y no estaba sola. Los animales chillaban excitados muy cerca de ella. Apoyó los pies en el suelo y se puso en pie. La oscuridad la mareó, así que esperó a que su cabeza se aclarara. Escuchó para ver si oía algún ruido producido por su captor, pero en este momento estaba sola.
Sola sin ninguna luz. Sin armas. Sin teléfono. Era como si estuviera perdida en la niebla otra vez.
Empezó a andar con los brazos y las manos extendidos delante de ella. Casi de inmediato, tropezó y cayó. Al explorar el suelo con los dedos encontró un bloque desgajado de cemento de aproximadamente un metro por metro veinte. Trazó sus contornos y luego se subió encima de él. A medida que avanzaba centímetro a centímetro, sus pies entumecidos pisaban fragmentos de cristal que los hacían sangrar. El agua goteaba en su cara. Dio una patada a una pieza de metal que resonó contra el cemento y después de soltar un bufido de dolor se inclinó y recogió una viga en forma de L, pesada y oxidada. La agarró con el puño y se sintió mejor al tener algo que podía usar para defenderse.
Sus manos tocaron una pared lisa y suave delante de ella. La exploró con los dedos y percibió líneas de lechada entre las baldosas cuadradas. Con las manos abiertas, siguió la pared dejando que dirigiera sus pasos. Encontró una puerta abierta, pero el paso estaba bloqueado por una pila de planchas de madera empapadas y podridas de al menos un metro de altura. Se detuvo y entornó los ojos escrutando si había una ruta de huida al otro lado de la puerta, pero sólo distinguió oscuridad.
Más allá de la puerta, la pared continuaba y la siguió hasta que sus dedos toparon con una nueva pared, hecha de madera contrachapada, no de baldosas.
Anduvo hasta que encontró una esquina. Giró, guiándose por la pared perpendicular, y apresuró el paso. Sus manos encontraron una viga de madera que estaba apoyada en la pared a la altura de la cintura y, antes de que pudiera cogerla, cayó con gran estruendo contra el suelo.
Se quedó quieta esperando que él viniera, que un cono de luz acuchillara la oscuridad.
No pasó nada. Sólo las ratas continuaron con su actividad.
Kasey se sintió más audaz mientras se preguntaba si él la había dejado completamente sola. Decidió que ahora su peor enemigo era el tiempo, no el ruido, así que avanzó deprisa siguiendo la pared. El agua caía más rápida y de forma más audible. Sus dedos rozaron frías tuberías que colgaban del techo como telarañas. Topó con una doble T de cemento y zigzagueó para dejarla atrás. La pared terminó y dio dos pasos hacia el espacio abierto, en medio de la oscuridad.
Oyó algo muy cerca. Suave, como un silbido distante. Viento.
El mundo exterior no estaba lejos. Intentó localizar el sonido y se dio cuenta de que procedía de una ventana cegada con tablones, y que al otro lado estaba la libertad. Examinó frenéticamente el marco con sus dedos, buscando algún punto débil donde el agua hubiera ablandado la madera. La nieve se precipitaba contra la ventana a pocos centímetros de ella. Podía sentir el frío.
—Déjame salir —susurró.
Antes de poder golpear el pesado contrachapado con la viga metálica que sostenía en la mano, se le agotó el tiempo. Oyó voces. La voz de él.
En el largo y negro túnel, vio una luz que se filtraba a través de las grietas.
Maggie salió de su Avalanche amarillo frente a la escuela de Buckthorn. La luna, apenas un halo brillante tras las nubes grises, iluminaba las desoladas ruinas. La nieve caía contra las paredes de ladrillo y se amontonaba en el tejado plano. La escuela, o lo que quedaba de ella, estaba flanqueada por dos robles gigantes cuyas delgadas ramas parecían los dedos de una bruja. Cada ventana estaba asegurada con pesadas planchas de madera. Cada puerta metálica estaba cerrada con una cadena y un candado.
Imaginó cómo debía de haber sido la escuela después de la guerra, junto al polvoriento camino de tierra, rodeado de campos de maíz, con los hijos de los granjeros que llegaban a sus puertas con camisa y corbata. Aquello había ocurrido hacía mucho tiempo y ahora se había olvidado, se desvanecía, erosionándose un poco más con cada duro invierno. Después de treinta años de abandono, los animales y el tiempo se habían adueñado del edificio. Eso era lo que atraía a los exploradores urbanos como Nick Garaldo.
Maggie vio a un hombre alto, atlético, de treinta y pocos años que se acercaba a la camioneta. Vestía una chaqueta negra de lana y tenía las manos en los bolsillos. Le dedicó una sonrisa de chulito. Llevaba una mochila en un hombro.
—¿Nieman? —preguntó.
—El mismo.
—Gracias por esperarme —le dijo.
—No hay problema. —Señaló la escuela con la cabeza—. ¿Quiere entrar?
—Vayamos a echar antes una ojeada al perímetro.
—Asegurémonos, sí.
Él la guió a través del campo, que crujía bajo sus pasos por la nieve, las ramas de roble y las hojas secas. La tierra se inclinó hacia abajo a medida que avanzaban rodeando la pared oeste. Maggie arrastró los pies colina abajo a través de un grupo de abetos altos como torres. En el lugar donde se allanaba la tierra, encontraron el muro trasero de la escuela. El nivel inferior estaba abierto a los elementos. Asomó su cabeza entre los expuestos pilares de cemento y examinó el desorden de ladrillos y tuberías.
Nieman encendió la linterna y la apuntó al suelo.
—Aquí hay cáscaras de pistacho —indicó—. Esto significa algo para usted, ¿no?
—Así es. Siga enfocando con la linterna, por favor.
Maggie se inclinó y vio la tierra alfombrada de cáscaras. Se dio cuenta de que no estaban cubiertas de suciedad y de que aún tenían una tonalidad rojo brillante. Nick Garaldo había estado allí hacía poco. Se incorporó y preguntó:
—¿Ha visto algo que indique la presencia de intrusos recientemente? ¿Alguien que haya retirado los tablones de la ventana o que haya intentado forzar las cerraduras?
—No, nada de eso. Este lugar está sellado.
Maggie asintió. El viento cambió de dirección, haciendo caer pequeños remolinos de nieve desde el tejado de la escuela hasta los escombros del nivel inferior. Olió el aire dulce y frío, pero en algún lugar del torbellino de la brisa, algo iba y venía. Resultaba un olor tan vago que no estaba segura de si era real o era producto de su imaginación.
Retrocedió hasta el campo de detrás de la escuela y miró hacia el piso superior, cuyas ventanas estaban cubiertas con contrachapado. Nieman la observó con curiosidad.
—¿Hay algún problema? —preguntó él.
—No estoy segura. ¿Huele usted algo?
Él se encogió de hombros.
—Hay muchos animales muertos dentro. Comadrejas. Perros. Ardillas. Ratas. No me pagan para llevar a cabo un control de animales.
—Sí, claro.
El hedor que llegaba a las ventanillas de la nariz de Maggie era fresco y vomitivo. Se quedó de pie en el campo mientras las ráfagas de la tormenta luchaban entre sí, y cuando el aire sopló directamente hacia ella a través del tejado de la escuela, el olor la golpeó de nuevo. Esta vez, persistió e incluso en la fría noche la obligó a taparse la nariz con los dedos.
No se trataba de una ardilla muerta. Era el olor de un cadáver, la clase de gas en efervescencia que un cadáver exhala cuando está encerrado con aire estancado.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Maggie.
Nieman olisqueó el aire.
—Mierda, tiene razón. Esto es nuevo. No olía así el fin de semana.
—Vamos. Aquí hay un muerto.
Ella encabezó la marcha esta vez, de vuelta por la colina y alrededor de la esquina hasta la parte frontal de la escuela. Cuatro escalones de cemento conducían a una serie de puertas de acero. Aquí, el viento no les alcanzaba de modo que ella no percibía el olor. Sentía urgencia, pero sabía que su ansiedad era irracional. Si Nick Garaldo se hallaba dentro, no estaba vivo.
—Abra esto, ¿quiere? —pidió.
Nieman buscó la llave que abría la cerradura que sostenía la cadena que unía todas las puertas. Cuando la encontró, abrió el candado, lo deslizó en su bolsillo y dejó que la cadena cayera en los peldaños. Maggie pasó junto a él, abrió la puerta de golpe y entró como una exhalación. Nieman la siguió, dejando que la puerta oscilara hasta cerrarse tras él.
Maggie se detuvo. No veía nada. El mundo se volvió negro.
El hedor la asfixió. Encerrado dentro de las ruinas, se multiplicó como una cadena de bacterias, tornando el aire fétido. Sucedió de forma tan súbita y aplastante que apenas podía respirar y tuvo náuseas. Se puso la mano sobre la cara, intentando que el olor no le llegara, pero aun así se coló.
—Oh, Dios mío —gritó—. ¡Encienda la linterna!
Nieman no contestó. Maggie alargó la mano en la oscuridad para asegurarse de que estaba allí y, mientas lo hacía, oyó que su teléfono sonaba en su bolsillo. Lo sacó y vio el nombre de Troy Grange en el identificador de llamadas.
—Troy —empezó a decir, pero entonces algo arrebató el teléfono de su mano y oyó como se destrozaba en el suelo de cemento.
Intentó gritar, pero las palabras murieron en su garganta cuando un alambre de acero ciñó su cuello.