46

Valerie estaba de pie en la entrada de su dormitorio. La luz del pasillo dibujaba un rectángulo luminoso frente a ella. Marcus estaba tumbado de espaldas en la cama, dormido. Su respiración era fluida y relajada. Se quedó mirando a su marido y se preguntó cómo podía dormir tan tranquilo mientras buscaban a Callie bajo tierra, cuando su precioso bebé estaba frío y solo.

Conocía la respuesta. Callie nunca había sido su hija. Era una extraña que había vivido en su casa. Era la hija de otro. El retoño fruto de la aventura de su esposa. Conocía la verdad desde el principio.

—¿De verdad desearías que ella nunca hubiera nacido? —preguntó ella.

Él siguió durmiendo y no contestó.

Se acercó a la cama y se quedó de pie junto a él. Era un hombre guapo. En forma, fuerte, atractivo. Se preguntó si realmente estaba dormido o si sólo lo fingía. Una parte de ella quería gritar y hacer ruido, para obligarlo a que le hiciera caso, pero no lo hizo. Estaban más allá de eso. Más allá de poder rescatar nada.

Valerie se desnudó, entró en el baño principal y cerró la puerta tras de sí. Las baldosas de mármol estaban frías bajo sus pies desnudos. Abrió el grifo de la ducha y esperó a que el agua saliera caliente. Contempló el reflejo de su cuerpo desnudo en el espejo. La gente le decía que era guapa, pero no podían entender lo mucho que ella odiaba su cuerpo. Nunca veían que uno de los pezones era ligeramente mayor que el otro. Que sus rodillas eran feas. Que su estómago era una constelación de pálidas pecas.

Se metió bajo el agua, que caía de la ducha como una lluvia directamente sobre su cabeza. Fluía a través de su cabello rubio y sobre sus hombros y pechos y entre sus piernas y sobre sus pies y luego hacía un remolino hacia el desagüe. No se movió ni lavó su cuerpo con gel ni se aplicó champú en el cabello. En lugar de eso, se quedó quieta, con los ojos cerrados, los brazos a ambos lados y la cabeza alzada hacia el grifo. La piel le quedó limpia y rosa. Permaneció así, sin moverse, hasta que el agua caliente se acabó y empezó a salir fría.

Una vez fuera de la ducha, se estremeció sobre la esterilla del baño. Se secó con la toalla, pero dejó su cabello mojado. Volvió al dormitorio, miró a Marcus y no sintió nada. Se vistió de nuevo, no para dormir sino para el día que le esperaba. El día en el que finalmente sería libre.

Tenía hambre, así que bajó las escaleras. Se sintió extraña por pensar en comer ahora, pero no lo había hecho en horas. Encendió las luces de la cocina y cogió un pequeño bol de uno de los armarios. Dentro de la nevera, encontró una ramita de apio, un racimo de uvas blancas, un aguacate, una manzana Granny Smith, un limón y una taza de yogur. Puso los ingredientes en la encimera.

—Esto se llama ensalada Waldorf —le dijo a su hija.

No importaba que Callie no estuviera allí. En su imaginación, vio a la niña en la silla alta junto a la isleta de la cocina, sonriéndole.

—Uso yogur en lugar de mayonesa, porque ¿quién necesita toda esa grasa y esas calorías? Y añado la mitad de un aguacate porque me gustan.

Separó un trozo de apio, le seccionó la cabeza y, cuidadosamente, cortó el tallo en pequeñas rodajas que echó al bol. Lavó las uvas bajo el chorro, cogió una docena, las cortó por la mitad y las añadió.

—Se supone que hay que poner nueces, pero no tengo. Las manzanas son lo bastante crujientes, así que no echaremos de menos las nueces.

Valerie cortó la manzana en rodajas, probó una e hizo una mueca. Estaba ácida. Como un ángel, Callie saludó con una risita a su madre y dio un manotazo con sus pequeñas manos a la bandeja que tenía delante. Sus rizos rubios bailaron sobre su frente. Valerie parpadeó, cortó en dados las rodajas y las mezcló con el apio y las uvas.

—Ahora vamos a por mi ingrediente secreto —dijo.

Valerie cortó en dos el aguacate negro y separó las mitades. Al meter la hoja bajo el hueso para extraerlo, el teléfono sonó sobre la encimera de la cocina. Se quedó helada, con el labio inferior temblando. El sonido se repitió, musical e insistente. Cuando lo miró, vio el nombre de su hermana en el identificador de llamadas.

—Es la tía Denise —anunció con un extraño tono de voz—. No creo que necesitemos hablar con ella ahora mismo, ¿no crees? No cuando estamos ocupadas preparando una ensalada.

El teléfono enmudeció. La sonrisa de Valerie se quebró cuando miró a Callie.

—Tenemos todo el tiempo del mundo para devolverle la llamada. Cuando hayamos terminado, ¿vale? ¿Por dónde iba? Creo que casi habíamos terminado.

Peló una mitad del aguacate y lo cortó a lo largo en rodajas que colocó una a una sobre la ensalada. Quitó la tapa del yogur y echó unas cucharadas en el bol, luego cortó un limón por la mitad y exprimió el zumo por encima. Con un tenedor y una cuchara, lo mezcló todo.

—¿No tiene un aspecto delicioso? —preguntó, antes de pinchar con el tenedor y probarla—. Está buena.

Se sentó a la isleta y masticó cada bocado lentamente, mirando a Callie mientras lo hacía. Los ojos de la niña la seguían, y hacía ruidos; pronto hablaría, aprendería palabras. Memorizó su pequeña cara de niña, sus dos nuevos dientes blancos, su sonrisa con hoyuelos. Saboreó esos momentos de tranquilidad en los que sólo estaban ellas dos.

Cuando su bol estuvo casi vacío, el teléfono sonó de nuevo. Detuvo el tenedor a medio camino de su boca. El horror de lo que se avecinaba le ensombreció el rostro.

El identificador de llamadas indicaba que era Blair Rowe.

Valerie puso los ojos en blanco. El teléfono sonó y sonó, y luego la música terminó. Valerie salió de su trance.

—¿No es increíble como todo el mundo se empeña en llamar cuando estás en medio de una comida? —le preguntó a su hija—. Creo que vamos a apagar este teléfono tonto ahora mismo. La verdad es que no hay nadie con quien quiera hablar esta noche. Excepto tú, por supuesto.

Apagó el teléfono. Cuando se inclinó sobre el bol de la ensalada de nuevo, algo cayó desde su cara y salpicó la encimera. Lágrimas. Tocó su mejilla con sorpresa.

—Mira. Estoy llorando. ¿No es raro?

Callie ladeó la cabeza con una expresión seria en la cara. A Valerie siempre le había parecido que esa expresión indicaba que la niña estaba pensando algo muy importante.

—Estás creciendo mucho —le dijo—. Y eres muy bonita. Cuando te hagas mayor, serás una joven impresionante.

Puso el bol vacío en el fregadero, lo lavó y lo guardó. Volvió a meter el medio aguacate, el medio limón, el apio y las uvas en la nevera. Abrió el cubo de basura cromado con el pie y echó los restos en el interior y luego secó la encimera con un papel de cocina. Dejó correr el agua del fregadero sobre el cuchillo y lo frotó con una esponja hasta que quedó impoluto.

Cuando terminó, abrió el armarito de las especias y le dio la vuelta al panel giratorio del interior hasta que encontró lo que quería. Era un frasco que había adquirido hacía un año, antes de quedarse embarazada. Un frasco que nunca había abierto. Un frasco lleno hasta su estrecho cuello de tabletas de aspirina.

Se dio la vuelta y miró a la trona. Callie se había ido. La sonrisa de Valerie se desvaneció lentamente y la luz abandonó sus ojos.

—Desde ahora, nunca más te dejaré sola —le prometió Valerie—. Nunca más. Siempre estaré contigo.

Kasey no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba colgada de la helada tubería metálica. Podían ser sólo segundos o una hora. El tiempo no significaba nada en la oscuridad. Sentía sus brazos hinchados y pesados, el frío quemaba su piel y su único deseo era dejarse ir. Pero no lo hizo. No podía.

Él se había marchado. De momento. Le había visto coger la linterna y abrirse camino entre los escombros, y luego la luz se desvaneció tras un fragmento de pared. En algún lugar en lo más alejado del edificio, oyó una puerta de acero abrirse y cerrarse. Desde ese momento, sólo escuchó los ruidos de las ruinas: la tortura del agua goteando desde arriba y el morboso chillido de las ratas.

Tenía pocas esperanzas de que la rescataran. Gritó.

—¡Socorro! ¡Socorro!

Pero su voz rebotó en el destrozado edificio y, tras las reverberaciones, no oyó nada. Nadie vino corriendo. Nadie le devolvió el grito. Dondequiera que estuviera, sólo contaba consigo misma.

Durante los primeros minutos, no se había atrevido a moverse por temor a romper la tubería o a resbalar y perder su punto de sujeción. Finalmente, a medida que su fuerza menguaba, decidió intentarlo. Si cometía un error, moriría, pero si no hacía nada, moriría de todas formas. Tenía que seguir con vida. Tenía que escapar.

Con cuidado, soltó una de las manos de la tubería y examinó la cuerda con los dedos, buscando un modo de deshacer el nudo y quitársela de alrededor del cuello. Intentó meter los dedos, pero el nudo estaba prieto y duro. Con las dos manos seguramente podría deshacerlo, pero no con una. Forcejeó con él hasta que su otro brazo crujió en señal de protesta, y al sentir que la mano que la sostenía resbalaba, devolvió la otra mano a la tubería.

Pensó en trepar por la propia cuerda hasta donde se ataba a la viga del techo, pero no creía que tuviera suficiente fuerza en los brazos. También pensó en alzar las piernas como una gimnasta y rodear con ellas la tubería, pero temió que el frágil metal pudiera doblegarse con la presión.

Kasey decidió averiguar adónde iba la tubería. Separó los dedos del metal y movió lentamente la mano izquierda cinco centímetros. Repitió el proceso con la mano derecha. El metal estaba frío y mojado, y sus dedos casi perdieron el agarre. Avanzó un poco más, otros cinco centímetros. Y luego cinco más. El progreso era horriblemente lento. El dolor y el frío se le clavaban en el cerebro y le provocaban mareos. Sus ojos vieron cosas extrañas en la oscuridad. Intentó moverse otra vez pero no pudo. Cuando gritó a sus músculos, éstos rehusaron obedecer sus órdenes. Se quedó allí colgada, paralizada, sintiendo como la tubería se volvía más esquiva y resbaladiza bajo sus dedos.

Sería tan fácil dejarlo. Abandonar. Dejar que el metal se deslizara y que la cuerda ganara la partida.

No.

Aquello era un examen. No podía suspenderlo. La calma se apoderó de ella como una ola, y relajó el cuerpo. Maniobró con sus piernas atadas y lentamente tanteó el espacio hacia su izquierda con los pies extendidos. Notó algo duro en la punta de los pies. Cemento. Una pared. Deslizó los dedos de las manos y avanzó cinco centímetros más, y luego extendió las piernas y apuntaló la planta de los pies contra la pared. La pintura se desconchó al contacto con su piel. Si encontraba un pequeño hueco donde apoyarse, podría recolocarse y usar las dos manos para manipular la cuerda que rodeaba su cuello.

Kasey intentó deslizarse otros cinco centímetros más, pero su cabeza se inclinó a la derecha mientras el lazo de cuerda la ahogaba. Había apurado todo el espacio que la soga daba de sí desde el lugar donde ésta se unía al techo. No podía avanzar más. Estaba atrapada.

Estiró de nuevo las piernas, pero esta vez se movió demasiado deprisa y su mano izquierda perdió agarre y se soltó. Su mano derecha se crispó sobre la tubería helada y aguantó, pero la cuerda se hincó en su cuello y le cortó la respiración. Jadeó y escupió, mientras colgaba de una mano. Frenéticamente, se agarró de la tubería con la otra y, cuando lo hizo, sus dedos rozaron un pedazo de metal que colgaba justo encima de ella. Lo agarró, lo soltó e intentó llegar a la tubería de nuevo. Finalmente cerró sus dedos sobre el grueso tubo y se impulsó de nuevo hacia arriba. La presión en su cuello se aligeró lo suficiente como para permitirle respirar.

Kasey se tomó unos segundos para recuperarse, pero se estaba quedando sin tiempo. Y sin fuerzas.

Gruñó y estiró la mano izquierda. Sus dedos chocaron contra algo cuadrado y afilado que pendía de un delgado cable de plástico. Tiró y sintió como cedía, pero antes de que pudiera cogerlo, su mano derecha resbaló y tuvo que sostenerse para evitar caer. Respiró hondo varias veces. El sudor manaba de sus palmas volviéndolas resbaladizas.

Lo intentó de nuevo. Esta vez, la chapa de metal y el delgado alambre le dieron un margen. Su cara se inundó de polvo. Tosió y casi perdió la estabilidad de nuevo, pero consiguió sostener la chapa en su mano. Su brazo derecho aulló de dolor mientras los dedos de su mano izquierda reseguían el contorno y encontraban una esquina curvada y afilada en la chapa, en el lugar por donde, obviamente, se había desgarrado de un plafón mayor.

Kasey sabía que sólo tenía una esperanza: cortar la cuerda.

Encontró una reserva de fuerzas y dobló los codos para alzar la barbilla hasta la tubería. Su cuerpo ascendió lentamente, centímetro a centímetro, mientras el tubo temblaba. Sus dedos se escurrían y resbalaban debido al sudor y la sangre que se acumulaban bajo su piel. Cuando sintió que su barbilla tocaba el metal, pasó el brazo derecho por encima de la tubería, soltó el brazo izquierdo y se quedó colgando de la curva de su codo.

La tubería dio un preocupante bandazo hacia abajo. La cuerda tiró de su cuello, lo que provocó que su cabeza se inclinara hacia atrás. Con el filo de la placa de metal, Kasey serró la cuerda que rodeaba su cuello. Sintió como ésta se deshilachaba y las hebras iban separándose a medida que las cortaba.

La tubería cedió de nuevo. La cuerda la asfixiaba. No podía respirar y sintió como sus mejillas se hinchaban en su desesperado intento de conseguir más aire. Su cara estaba húmeda por las lágrimas. Su brazo derecho se estaba quedando totalmente entumecido.

Serró frenéticamente. La cuerda se estaba adelgazando pero no acababa de ceder. Su cuerpo se movía al compás del ir y venir del metal desgajado y el continuo movimiento añadía más tensión a la tubería.

Aquello era demasiado. No tenía aire. No tenía fuerzas. Su brazo izquierdo se colapsó y la placa de metal cayó de su mano y chocó contra el suelo con un sonido metálico. La inconsciencia empezó a adueñarse de ella.

«Oh, Dios mío, no».

Entonces, desde la pared junto a ella, oyó el gruñido y el chirrido de un metal desgarrándose.

La tubería se separó y se desgajó. Kasey sintió como su cuerpo caía con la cuerda todavía agarrando su tráquea como unas poderosas manos.