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Kasey se despertó con el hedor de la muerte en la nariz, como si se estuviera hundiendo en una fétida piscina. En algún lugar cercano había carne podrida, que emanaba una nube de descomposición suspendida en el aire como una densa niebla. Trató de respirar por la boca, pero el olor le subió hasta la nariz y se quedó allí. Tuvo arcadas. Tosió y una violenta bocanada de ácido y amargos vómitos salió de sus labios.

Cuando abrió los ojos, no vio nada. Ni una luz, sólo la oscuridad más negra. Escuchó y oyó un constante flujo de agua que goteaba y salpicaba en los charcos desde el techo. Los animales huían por el suelo bajo sus pies, con las uñas arañando el metal y la piedra. Ratas. En un número incontable.

Hacía un frío punzante. No había viento, pero el aire helado mordía y entumecía su piel. Muy profundo, el dolor de los músculos a causa del impacto de la pistola paralizadora persistía. Kasey intentó moverse, pero no pudo. Sus brazos estaban por encima de su cabeza, atados con esposas a una especie de tubería. El frío casi la quemaba allí donde sus muñecas desnudas rozaban el metal. Sus tobillos estaban atados juntos y ella permanecía de pie en una plataforma de madera que se bamboleaba al menor movimiento.

—¿Dónde estoy? —preguntó en voz alta.

Su voz sonó con un extraño eco en sus oídos. Nadie contestó.

Volvió la cabeza. Tenía algo pesado y basto, un trozo de cuerda, anudado alrededor del cuello. Estaba tan tirante que le dificultaba la respiración hasta casi asfixiarla. Forcejeó con las ligaduras que la tenían atrapada y, al hacerlo, cayó de la plataforma que había bajo sus pies y trastabilló sobre sus piernas torcidas.

La voz de él surgió de la oscuridad. Sorprendentemente alta y cercana.

—Cuidado, Kasey.

Ella se mordió el labio y calló. El miedo se mezclaba con el dolor y el frío. Pensó en rezar, pero supo que de nada le serviría.

—¿Dónde estoy? —repitió.

—Éste es mi colegio —le contestó él, todavía invisible pero no a más de treinta centímetros de ella—. Es donde la gente viene a aprender la triste verdad de la vida.

Una luz la deslumbre y la cegó. La intentó evitar, y, al cerrar los ojos, vio ardientes círculos naranjas en su cerebro. La luz se atenuó. Cuando abrió los ojos de nuevo, estaba enfocada al techo. Pudo ver parte de la habitación donde se encontraba. Eran unas ruinas cubiertas con maquinaria oxidada y escombros, con enormes agujeros que perforaban las paredes. El agua goteaba por todas partes como si el techo fuera un colador.

—¿Qué mierda de sitio es éste?

—Hace mucho tiempo fue una clase. Ya ves lo que pasa cuando la naturaleza y los gamberros tienen a su disposición un edificio durante varias décadas.

Kasey intentó mirar hacia arriba, pero la cuerda alrededor de su cuello se lo impedía. No podía ver sus manos. Por debajo de ella casi alcanzaba a ver sus pies, que estaban atados con cinta gris. Le había quitado los zapatos y los calcetines. Permanecía en pie de forma precaria en una mesa circular de un metro y medio de diámetro con los desnudos y helados dedos apoyados en el borde redondo de la superficie.

Él esperó a que ella evaluara la situación. Estaba de pie sobre un gran escritorio de madera de roble, paseando tranquilamente de un extremo al otro y evitando los agujeros donde la madera se había podrido y había desaparecido. Ella trató de disimular el terror que se dibujaba en su rostro y mirarle con ira y desprecio. Contuvo la respiración y le escupió:

—Eres un jodido enfermo.

Su voz era áspera. La cuerda que oprimía su garganta le dificultaba articular palabras.

Él se secó la mejilla.

—Podrías enseñar a otras mujeres muchas cosas sobre el valor, Kasey. Es por eso por lo que te he puesto detrás del escritorio de la profesora, para que tus alumnas puedan verte.

Con un giro de su muñeca, dirigió el haz de la linterna por detrás de él hacia el suelo.

Kasey gimió. El rayo de luz iluminó cuatro cuerpos —tres mujeres y un hombre— atados en las sillas de la escuela. Las mujeres estaban desnudas. Debían de llevar muertas varios días, y los restos de piel colgaban de sus esqueletos, dejando los cuerpos hundidos y espantosamente blancos. Sus ojos estaban abiertos y miraban con un horror vacuo. Dos docenas de ratas negras, pilladas mientras roían los huesos y la carne descompuesta, salieron disparadas por el miedo cuando la luz las enfocó.

Kasey se retorció instintivamente para escapar. La mesa se tambaleó debajo de ella.

—No es una buena idea, Kasey.

Él se acercó y le acarició la cara con el dorso de la mano. Ella se encogió y trató de apartarse.

—Estás esposada a una de las viejas tuberías de agua —le explicó él—. Está corroída. No es muy resistente. —Tocó con un dedo la cuerda de su cuello—. La soga, sin embargo, está atada a una de las vigas del techo.

—Cabrón. ¿Qué quieres?

—Ya te he dicho que tenía planes especiales para ti.

—¿Qué planes?

—Esto es una escuela, Kasey —dijo él—. Tienes que aprobar un examen.

—Deja que me vaya. No me hagas esto. No me mates.

Él tocó los botones de su camisa, desabrochó juguetonamente los tres primeros y retiró la tela. Colocó la mano sobre el pecho y sintió como subía y bajaba.

—Tal vez no haga falta matarte. A lo mejor podemos vivir juntos. Tú y yo. ¿Quieres venir conmigo?

Ella hizo una mueca.

—¿Ir adónde?

—Lejos.

—¿Y si lo hago?

—¿Estás diciendo que te quedarías conmigo?

—¿Para salvar mi vida? —tartamudeó—. Sí.

Lentamente, él desabrochó el resto de la camisa y dejó que colgara abierta.

—Olvidas que no puedes mentirme. Soy como tú.

—¿Por qué me preguntas si no me vas a creer?

—Porque me encanta oírte decir que sí. Me gusta cuando eres maquinadora e implacable. ¿Qué harías si nos fuéramos juntos? ¿Intentarías matarme? ¿Pasarías cada minuto buscando tu oportunidad?

—Sabes que lo haría —saltó ella.

No había lugar para la farsa; no iba a cambiar el resultado.

—Eres la mujer más excitante que he conocido nunca —declaró él con admiración.

Posó la linterna a sus pies. De dentro de su bolsillo, sacó el cuchillo de Kasey. Ella contuvo la respiración. Él tiró del fino elástico en la base de su sujetador y, tras pasarle la oxidada punta del cuchillo por la piel, cortó el elástico y separó las copas del sujetador, dejando sus pechos al descubierto. Con el frío, sus rosados pezones se endurecieron como piedras. Él se inclinó, cubrió, por turno, cada pezón con su boca y succionó. Ella sintió como de sus pechos manaba leche.

Él se relamió, saboreándola.

—He oído que las mujeres se ponen cachondas al dar el pecho. ¿Es verdad?

Él se irguió y acarició sus redondos pechos con las manos.

—No me toques.

—No puedo parar —dijo él.

Alcanzó el botón de la cintura de sus tejanos y lo desabrochó. La mandíbula de Kassey se endureció de furia cuando él bajó la cremallera. Apretó con fuerza las rodillas para dificultarle que la desnudara. Él prestaba atención a su ropa, no a ella, y cuando ella vio su oportunidad, la aprovechó. Dobló sus rodillas en el aire y quedó colgada de la tubería que había sobre ella, que gimió y se hundió unos cinco centímetros, tensando la soga de forma que casi la estranguló. Sus rodillas agarraron con fuerza a su atormentador por debajo de la mandíbula y le lanzaron hacia atrás, donde dio una voltereta sobre el gran escritorio y aterrizó en el suelo con estrépito. La linterna rodó alejándose y se apagó. Ella fue por la tambaleante mesa con los pies y la cogió antes de que se precipitara fuera de su alcance. Con un grito ahogado, se asentó sobre ella y se soltó de la tubería. La cuerda permaneció tirante y tuvo que esforzarse por recuperar el aliento.

Por debajo de ella, oyó como él se movía despacio y dolorido. Se levantó, cojeando, y buscó la linterna en medio de los escombros.

—Eso ha sido un error, Kasey —gruñó en la oscuridad.

El tono burlón de su voz había desaparecido. Sólo quedaba la crueldad. A ella le dio absolutamente igual.

La luz se encendió de nuevo, pero era muy débil. Él se subió otra vez al escritorio y ella pudo ver su cara. La sangre le goteaba de la boca. Sus ojos se habían estrechado hasta convertirse en puntos de furia y frialdad. Él retrocedió e impulsó su puño derecho de improviso contra su abdomen. El cuerpo de ella se dobló de dolor y la cuerda se tensó todavía más. El aire abandonó sus pulmones. Le costaba un mundo respirar mientras pugnaba por conseguir algo de oxígeno. Pensó que iba a ahogarse en su propio vómito.

—Iba a dejarte aquí así, esperándome —le dijo—. Pero ahora ya no. El examen se ha vuelto más duro.

Extrajo una llave de su bolsillo, alargó las manos, abrió las esposas y dejó que cayeran al suelo.

Kasey bajó las brazos. No sabía qué estaba haciendo. Por qué la estaba liberando.

Entonces, él bajó del escritorio y lo apartó, y Kasey entendió su plan. Ella permanecía de pie sobre la mesa, sostenida sólo por su tambaleante pie. La soga tiraba de su cuello, inclinando su cabeza hacia delante. Si la mesa caía, se ahorcaría.

Él respiró hondo y prestó atención a la sangre de su cara.

—¿Cuánto tiempo puede sostenerte la tubería, Kasey? ¿Cinco minutos? ¿Quince?

Ella no contestó.

—Tengo que irme, pero volveré pronto. ¿Podrás permanecer colgada hasta entonces? ¿O simplemente abandonarás y morirás? Te doy a elegir, Kasey, pero recuerda, si suspendes el examen, tu familia morirá. No es agradable, pero ésas son las reglas. ¿Lo entiendes?

Ella no contestó.

—¿Lo entiendes? —repitió él.

—Sí —jadeó.

—Bien. Eso está bien. Ahora sujétate fuerte.

Kasey sabía lo que iba a suceder. Lo miró fijamente, pero no subió las manos de inmediato. Quería que la sangre fluyera a sus brazos todo el tiempo posible para darles fuerza. Sólo cuando le vio acercarse, con su cara negra y amenazadora, se agarró de nuevo a la tubería. El metal helado era como una llama. Tocarlo le quemaba y apenas se podía sostener. Pero tenía que aguantar.

Él gritó, cargó y apartó la mesa de debajo de sus pies. Las piernas de ella se doblaron en el aire. Sólo la sostenían sus manos agarradas a la tubería.

—Si sobrevives a los próximos cinco minutos, el resto será fácil para ti —dijo él acariciando la piel desnuda de su estómago mientras ella se retorcía por encima del suelo—. Quiero que te prepares mientras estoy fuera, porque tu familia cuenta contigo. Mira por dónde, voy a traerte a alguien, Kasey. Un nuevo alumno para tu clase. Y todo cuanto tienes que hacer para aprobar el examen… es matarlo por mí.