Kasey estaba llenando una caja en el sótano. Había mucha humedad. Llevaba calcetines de lana, pero podía sentir el frío del suelo de cemento bajo sus pies. Mientras cogía los libros de las estanterías metálicas, vio una mancha de moho negro en forma de araña que se había formado en la pared. No lo había visto antes y se preguntó horrorizada si las esporas habían flotado a través de los conductos de ventilación durante todo el año, infectando sus pulmones. Se quedó mirando la mancha gigante como si esperara que mutara ante sus ojos.
Cuando su teléfono vibró en su bolsillo, dio un respingo. Contestó, pero sólo oyó un largo silencio. Luego, finalmente, una voz le susurró:
—Hola, Kasey.
Sus manos se crisparon y apretó los puños. Reconoció aquella voz. Era él.
—¿Recibiste mi mensaje?
Instintivamente, sus ojos examinaron el sótano, pero estaba sola. El único movimiento que vio provenía de un ratón que correteaba por el saliente de los cimientos y que desapareció en un agujero del aislamiento color rosa. Se estremeció.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Él se tomó su tiempo para responder.
—Te vas.
—Sí.
—Pero nuestro juego no ha terminado, Kasey.
—Sí, ha terminado. Yo lo he terminado. No voy a jugar más.
El silencio se alargó. Ella miró las manchas de óxido bajo el lavamanos y rezó para que él hubiera colgado.
—Se terminará cuando yo diga que se ha terminado, Kasey.
—Que te jodan —bufó cerrando de golpe el teléfono.
Sabía que su bravuconería era vana. Segundos después, el teléfono zumbó de nuevo en su palma, con el sonido de un insecto. Ella quería dejarlo sonar, pero no pudo.
—Déjame tranquila —insistió.
—Ya hemos dejado eso atrás. Tú lo sabes. Yo lo sé. Ahora hablamos de ti, no de mí.
—¿Qué quieres? —repitió ella.
—Quiero que nos veamos.
—Estás loco.
—Estás hablando como si tuvieras elección, Kasey. Pero no la tienes. Los dos lo sabemos.
Ella cerró los ojos con fuerza. Las lágrimas se abrieron camino bajo sus párpados.
—Nos vamos a marchar. Esta noche. Nos iremos muy lejos; nunca nos encontrarás.
—Te encontraré. Encontraré a tu marido, también. Y a tu retoño.
—¡Déjalos en paz!
Su voz era un grito estrangulado, denso y sofocado.
—Me gustaría. Esto es entre tú y yo. Pero si te vas, entonces no tengo elección. Tengo que asegurarme de que pagues y, después, de que tu familia pague hasta que no quede nada pendiente. Supongo que no querrás eso.
—Oh, Dios mío, ¿por qué haces esto?
—Tú eres quien se metió en mi juego.
—Fue un accidente. Nunca quise que ocurriera. Nunca quise tener nada que ver contigo. —Sus mejillas enrojecieron cuando empezó a llorar—. Por favor.
—Vas a venir a verme. Ahora. Quince minutos.
—No voy a hacerlo.
—Sí, lo harás. Harás cualquier cosa para salvar a tu familia. Te conozco.
Kasey no dijo nada. Su cerebro discurría a toda velocidad, pensando en una vía de escape. No vio nada excepto las paredes.
—Quince minutos —repitió él—. Reúnete conmigo en el lugar donde empezó lo nuestro. Sola.
—No.
—Si no apareces, los mataré, Kasey. De formas horribles. Sabes que lo haré. Y si llegas tarde o huelo a un policía, puedes dar por seguro que cuando llegues a casa, los dos habrán desaparecido. Date prisa.
El hombre colgó.
Kasey puso su mano abierta sobre el pecho mientras hiperventilaba. Vio un cuchillo de cazador oxidado en la estantería y pensó en matarse, abrir sus muñecas y desangrarse hasta morir en el suelo de cemento. Pero eso no les salvaría. Si ella desaparecía, él iría a por ellos de todas formas. Lo sabía. Conocía su juego. Así que cogió el cuchillo y lo guardó en su bolsillo trasero.
Quince minutos. No tenía mucho tiempo. Se secó la cara e intentó serenar sus nervios. Si quería pelea, la tendría. Sólo uno de los dos podía quedar vivo y sería ella, no él. Él tenía razón en una cosa: haría lo que fuera para salvar a su familia.
Kasey subió las escaleras para salir del sótano. Bruce estaba en la cocina y la miró, extrañado.
—¿Te he oído hablar? —preguntó.
—Era Guppo. Me necesita en la escena del crimen, en la vieja lechería.
—¿Por qué?
Ella se encogió de hombros.
—Hay algo que le trae de cabeza y necesita mi ayuda. Sabe que nos marchamos por la mañana.
—No tienes por qué ir. Ahora es su problema, no el nuestro.
—Mientras ese tipo esté suelto, es mi problema —le espetó ella, con la voz más aguda de lo normal a causa de la rabia y la frustración—. Es nuestro problema.
Bruce la miró.
—¿Qué pasa?
—Nada. No pasa nada. Tengo que irme; no tardaré.
Su abrigo estaba tirado sobre el respaldo del sofá. Se lo puso y subió la cremallera hasta el cuello. Bruce la miró y Kasey deseó que no pudiera leer su mente. Él siempre le decía que no confiaba en nadie excepto en ella, pero había días en que consideraba eso una carga que no podía asumir. Él era opuesto a ella en muchos aspectos, y ésa era una de las razones por las que lo suyo funcionaba. Kasey no habría sobrevivido al año anterior sin él.
—Todo será mejor cuando estemos en el desierto —le aseguró Bruce—. Ya lo verás.
Kasey asintió mientras se ponía los guantes e intentó no llorar. El desierto le parecía un sueño. Se preguntó si llegaría a verlo. Al abrir la puerta delantera entró una ráfaga de aire que trajo consigo una nube de nieve. Antes de irse, se dio la vuelta y puso una mano enguantada en la poblada barba de Bruce.
—Lo siento —dijo.
—¿Por qué?
—Por habernos metido en esto.
—No es culpa tuya —le dijo él—. No puedes culparte.
—Lo hago de todas formas.
Ella le besó y cerró la puerta antes de que sus emociones la traicionaran. Mientras avanzaba con dificultad por el camino de detrás del garaje, se encogió en el gélido aire. El feroz viento golpeaba su piel expuesta y los húmedos copos de nieve se agolpaban en sus párpados, cegándola. Sus ojos se movían constantemente, escrutando cada rincón, cada sombra. Se preguntó dónde estaba él. Cuando tiró de la puerta del garaje para abrirla, se aseguró de que el espacio estuviera despejado antes de apresurarse hasta su coche y meterse dentro. Cerró las puertas, puso el seguro y no dejó que el motor se calentara antes de dar marcha atrás a toda prisa y dirigirse velozmente a la autopista.
Kasey estaba sola en la carretera. La nieve caía frente a los faros y dificultaba la visibilidad. Recordó cómo había hecho el mismo trayecto una semana antes, perdida en la niebla, pero ahora sabía adónde iba. Recordó que aquella noche la pistola en el asiento del acompañante la había reconfortado, pero ahora había entregado su arma. En su lugar puso el cuchillo allí y miró de reojo su hoja roma, pero no le proporcionó ninguna seguridad.
Tardó menos de diez minutos en cubrir el tramo de la autopista 43 y volver sobre sus pasos hasta la lechería abandonada de Strand Avenue. Llegó desde el nordeste, pasó junto a la casa de la mujer que había muerto en el campo y cruzó al otro lado del puente que se erguía sobre los rápidos del río Lester. Su cuerpo sintió de nuevo el abrazo gélido del agua, la forma en la que la había derribado. Recordó los gritos y el sonido de los disparos. Recordó como había permanecido junto al cuerpo de la mujer después de que el hombre escapara.
Giró para coger el camino de acceso, cerca del edificio blanco de la lechería. No había más coches aparcados allí ni vio a nadie esperándola. Cogió el cuchillo y lo escondió en su bolsillo al salir del coche. El viento ululaba. Se tambaleó mientras las imágenes del mortal encuentro de la semana anterior martilleaban su cerebro. Había tratado de olvidar lo ocurrido durante días, pero ahora estaba de vuelta allí, en el último lugar en la tierra donde quería estar.
Kasey se metió las manos en los bolsillos y entrecerró los ojos al sentir la nieve. Mientras avanzaba hacia el edificio, vio charcos de agua en los bloques de hormigón y ventanas glaseadas rotas. Si prestase más atención, vería sus propias pisadas subiendo desde el río, serpenteando entre los pinos y bordeando la parte trasera del edificio. Al doblar la esquina de la lechería y alcanzar la abierta extensión de hierba, ahora blanca por la nieve, la asaltó una visión de la mujer, tumbada todavía allí, su cuerpo tendido en la hierba. Susan Krauss. Kasey podía correr y correr, pero nunca escaparía de ella.
Pero no era una visión. Era real.
Kasey forzó la vista para ver a través de la nieve que caía sobre la hierba y justo allí donde había estado la mujer, justo allí donde había muerto, distinguió otro cuerpo.
—Oh, no.
Corrió, patinando, hacia esa nueva víctima que yacía boca abajo y medio enterrada en el creciente manto de nieve. Era el cuerpo de una mujer. Estaba desnuda, con la piel extrañamente pálida y azulada, como si llevara horas allí tumbada. Su cabeza estaba vuelta hacia un lado, pero donde debería haber estado su cara, sólo había una pulpa carnosa de hueso y cerebro.
Era Regan Conrad.
Se dio la vuelta, pero él ya estaba detrás de ella, cerca de la pared de la lechería, a unos tres metros de distancia y sonriendo.
—Sabía que vendrías.
Su voz era ronca y segura. Esta vez no llevaba pasamontañas, y ella pudo ver su cara. Su mejilla derecha estaba señalada con marcas de acné, y su cabello negro era corto y áspero. Aquellos ojos oscuros se volvieron reptilianos cuando se fijaron en ella, mirándola como lo que era: una presa. Kasey no se hacía ilusiones sobre la razón por la cual a él no le preocupaba ocultar su identidad. Aquello era el final.
Kasey gritó pidiendo ayuda, pero su voz sonó como un susurro bajo el estruendo de la tormenta.
—Nadie te va a oír —dijo él—. Aquí sólo estamos tú y yo.
—Eres un enfermo hijo de puta —gritó con bravuconería, en un intento de disimular su terror.
—Esto no tiene por qué terminar mal, Kasey. Tu lugar está junto a un hombre como yo, no junto a ese marido con barriga cervecera que tienes. Huye conmigo.
—Vete al infierno.
—Piénsalo. Correr no te va llevar adonde quieres ir. Pero yo puedo protegerte.
Ella se sintió humillada y furiosa. Quería llorar, pero aún con mayor intensidad, quería destruirlo. Éste era el hombre que se interponía entre ella y el resto de su vida. Entre ella y todos sus planes.
—Adoro ver cómo trabaja tu mente, Kasey —observó él—. Ya te lo dije. Sé exactamente quién eres.
—¿Y si te mato ahora mismo? —preguntó ella.
Él sonrió al tiempo que daba un paso adelante, que le dejó más cerca de ella de lo que nunca había estado.
—Entonces serás libre, ¿no?
—Acércate más y te volaré la cabeza —lo amenazó.
—Si tuvieras una pistola, ya estaría muerto.
Ella dio un paso hacia atrás y él dio otro paso adelante, y la distancia entre ambos se acortó. Pero él aún estaba fuera de su alcance. Kasey era consciente de su altura y de su fuerza. Sus ojos no se apartaban de ella. Las manos enguantadas de él colgaban a ambos lados de su cuerpo. Ella mantuvo el cuchillo escondido en el bolsillo, pero su puño se cerró sobre la empuñadura.
—¿Qué quieres de mí? ¿Quieres matarme como a las otras?
—Las otras no significaban nada para mí —le dijo él—. Esto es algo más, Kasey. Tengo planes especiales para ti.
—¿Qué planes?
—Pronto lo averiguarás.
Ella se vio reflejada en sus ojos negros y el deseo de matar se adueñó de su corazón. Sólo podía hacer una cosa. Luchar. Atacar. Matar.
—¿Por qué haces esto? —preguntó—. ¿Quién eres?
—Mi biografía no importa. Lo único que importa es que yo soy quien soy y que tú eres quien eres.
Ella dio otro paso hacia atrás, pero esta vez dejó su peso apoyado en la pierna derecha y se preparó para cargar contra él.
—No merezco morir. No ahora. No de esta manera.
—Tampoco lo merecía Susan Krauss. Ni ninguna de las otras. Pero nuestros caminos se cruzaron. La vida está llena de casualidades como ésta —añadió—, o puede ser que Dios te guiara hasta mí. ¿Has pensado en eso?
—Dios no existe —replicó Kasey, e impulsándose con un grito, cubrió la pequeña distancia que los separaba.
Esgrimió el cuchillo en el aire frente a él e imaginó como se clavaba en su piel. Sintió como se hundía profundamente en la piel y en los huesos y en los órganos. Estaba tan cerca.
Pero fue en vano. Él lo había previsto, como si estuviera dentro de su mente y pudiera leer sus pensamientos. Cuando lo alcanzó, él volvió la mano y dejó al descubierto un aparato negro algo mayor que un móvil. Kasey apenas se dio cuenta, no supo qué era hasta que oyó el zumbido de la electricidad. El cuchillo resbaló de sus dedos yertos. En el siguiente milisegundo, el dolor estalló en todo su cuerpo, arrasando sus terminaciones nerviosas y derribándola al suelo. Su sangre se convirtió en fuego. Se retorció en la nieve, presa de un dolor insoportable, con su cerebro dividido en fragmentos flotantes.
Él se inclinó sobre ella, desenfocado, dando vueltas ante sus ojos. Kasey quería resistir, pero cayó como una muñeca de trapo, con los brazos inútiles y las piernas llenas de serrín. Era su juguete. Él la poseía ahora. Había sido su dueño desde aquella noche en medio de la niebla.
Se dio cuenta de que le estaba dando la vuelta. Sintió como la nieve y el polvo entraban en su boca. Sintió como le ataba las manos. Sintió como él acariciaba su cabello y le susurraba al oído: «Niña mala».
Luego se puso en pie, levantó su cuerpo inerte en brazos y cargó con ella sobre la tierra nevada.