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Valerie estaba sentada en el suelo, amasando con sus dedos la alfombra blanca. A unos tres metros, un fuego ardía en la chimenea de piedra que dominaba la pared. El hogar funcionaba con gas y falsos leños que ardían de continuo y que no crepitaban como la madera auténtica. El calor apenas se propagaba por la habitación, llena de corrientes de aire, hasta llegar hasta su hombro y caldearlo. Tenía frío.

Pensó en el lugar para hacer fuego que había tras la casa de Denise y Tom, junto al río. Cada año, en Nochevieja, Tom encendía una hoguera que ardía durante horas mientras los niños cantaban y jugaban y los adultos bebían cerveza y vino. Antes de casarse con Marcus, ella se les unía en esta tradición, se sentaba silenciosamente al cobijo de las llamas y envidiaba a su hermana por todo lo que ésta tenía. Marido. Hijos. Responsabilidades. Alegría. Cada año se había sentido como una extraña en una fiesta a la que no había sido invitada, pero de la que anhelaba formar parte. Echaba de menos la sencillez. Las Navidades con Marcus eran fastuosas pero estériles. Un año fueron a Italia. Al siguiente, hicieron un crucero por el Caribe. En otra ocasión, dieron una fiesta con servicio de catering para el personal del hospital con pavo asado, canapés y vinos caros de California. Aun en su propia casa, se sentía como si estuviera fuera mirando hacia el interior.

Había pensado que este año tal vez fuera distinto, porque tendría a Callie en sus brazos. Podrían instaurar sus propias tradiciones. Pero nada de eso iba a ocurrir ahora. Después de todo, las cosas no iban a ser así. Estaría sola como una isla en medio del lago.

Valerie sabía que estaban llevando a cabo una búsqueda. Se encontraban en los bosques con focos, perros y cámaras. No iban a devolverle a Callie rosada y feliz, haciendo gorgoritos mientras su madre reía y lloraba. Cuando la llamaran, las noticias que recibiría serían muy distintas. El teléfono sonaría en medio de la noche, haciendo añicos el silencio. Sería Denise, o Serena o Stride. Sus voces adoptarían el tono bajo y ominosamente grave de la tragedia, expresarían cuánto lo sentían. Marcus le pasaría un brazo alrededor de los hombros y su consuelo sería tan falso como los troncos que se negaban a quemarse en el fuego.

Marcus.

«Me preguntaba si tiene alguna idea de lo que su marido podría estar buscando en los archivos de Regan».

Valerie miró el sobre del hospital. Lo había rescatado del cajón de lencería de su vestidor y lo había dejado junto a ella, sin abrir, en la sala de estar. Un reluciente par de enormes tijeras plateadas descansaba cerca de ella. Podía abrir el sobre de un tijeretazo y extraer lo que contuviera o podía cortarlo en pedazos diminutos y echarlos al fuego, donde se disolverían hasta formar la única ceniza real que iba a haber nunca en aquel hogar. Podía enterarse de la verdad o podía ocultarla.

«Esto es lo que buscabas en la casa de Regan, ¿verdad? —pensó—. Dime, Marcus. Esto es lo que estabas desesperado por encontrar. ¿Qué podría ser tan valioso? ¿De qué no querías que me enterara? Regan se rió porque yo todavía no lo sabía; creía que soy una tonta. Y puede que lo sea».

«¿Mataste a Regan, Marcus? ¿Tan terrible es el secreto que tuviste que silenciarla? Pero llegaste tarde».

Todo lo que tenía que hacer era coger el sobre, pero no se veía capaz de tocarlo. En su lugar, levantó las tijeras. Eran pesadas y afiladas. Las tomó en su mano y las abrió. Formaron su inicial, una V, con un acabado de espejo. Las hojas le recordaron también otras cosas. Eran la boca de un pez, jadeando en busca de aire en la superficie de un barco. Eran unas piernas abiertas invitando a un hombre a que le hiciera el amor.

Tomó el extremo del sobre con la otra mano y lo alzó en el aire, donde lo sostuvo y sintió su peso. No alcanzaba a imaginar cómo una sencilla hoja de papel podía cambiar la existencia de alguien o ser tan valiosa como una vida. Es mejor no conocer algunos pecados, algunos secretos. Quería cortar la carta en pedazos, tirarla al fuego, fingir, olvidar, apenarse, pasar a otra cosa.

Pero no. Tenía que saberlo.

Valerie blandió las tijeras y de un solo tijeretazo abrió el sobre. Hizo un óvalo con él y dejó que el papel cayera sobre su mano. Estaba doblado. La verdad se escondía dentro.

Desdobló el papel, le dio la vuelta e intentó entender su contenido.

Era una fotocopia sucia difícil de leer. Un informe médico, lleno de códigos y garabateado con letra de médico. La primera cosa identificable que vio fue una fecha de hacía cerca de cinco años estampada en una esquina. Un documento antiguo. ¿Cómo podía algo tan lejano en el tiempo tener algún tipo de trascendencia para ella hoy en día? Cinco años eran toda una vida. Cinco años era el tiempo que había transcurrido desde que se había sentado a las dos de la madrugada, con el falso hogar ardiendo y su marido dormido en el piso de arriba, y había echado las aspirinas en la palma de su mano.

Se dio cuenta de que el mes del informe era el mismo. El mes de su desesperación y su renacimiento.

El informe estaba fechado dos semanas después de su intento de suicidio. Leyó detenidamente los códigos, la letra y las notas y trató de interpretarlas, como si estuvieran escritas en otro idioma. Y entonces una palabra le saltó a los ojos. Era un término médico que realmente no entendía, pero no importaba porque entonces lo supo. Otras palabras empezaron a cobrar sentido. La cronología, las implicaciones: todo estaba claro.

Ahora sabía cómo una simple hoja de papel podía reescribir una historia.

Lo que había descubierto la sacudió como una ola feroz. Su boca se abrió en un grito silencioso, tan profundo y angustioso que no podía traducirse en ningún sonido. El informe cayó de su mano mientras ella se desmoronaba despacio hacia un lado, hundiéndose en la alfombra como una estatua caída. Levantó las rodillas hasta su pecho y se las abrazó. El mundo exterior se desvaneció. Los aullidos perforaron sus oídos, pero sólo dentro de su cabeza. Las lágrimas fluyeron, pero permanecieron dentro de sus ojos. Se acunó hacia delante y hacia atrás, como una niña, desesperada por ignorar el descubrimiento mientras se hundía en su dolor.

La nieve empezó a caer.

Los copos navegaban a través de la red de ramas como las bolas plateadas del juego de Pachinko, hasta aterrizar sobre la piel de Stride y fundirse.

El lecho blanco de la superficie del bosque era delgado aún y con algunos parches sin nieve, pero a medida que la noche avanzara, el manto se volvería más denso.

Después de décadas en Minnesota, todavía se maravillaba de que la nieve pudiera ser tan insustancial y aun así acumularse en montones que detenían el funcionamiento habitual del mundo. El calendario decía que era otoño, pero noviembre aquí era sinónimo de invierno.

Los tres se detuvieron en los bosques. Sólo había treinta metros hasta la ladera del cementerio y Stride pudo ver las luces de los coches patrulla girando en el camino de tierra, más allá de las tumbas. Stride enfocó el haz de su linterna delante de él y vio a Migdalia Vega, que parecía inquieta mientras sus ojos escudriñaban los árboles. La luz iluminaba ráfagas de nieve. Dirigió la linterna hacia el suelo y lo barrió con el haz.

—¿Estamos cerca? —le preguntó a Micki.

—Así parece —respondió ella.

—Hace cinco minutos dijiste que casi habíamos llegado.

—Ahora no estoy segura.

Stride frunció el ceño. Tenía la sensación de que les estaba dando largas.

A su lado, Craig Hickey contenía a su beagle, cuya lengua colgaba por fuera de su boca como si quisiera atrapar los copos de nieve. El adiestrador llevaba guantes gruesos y un gorro de lana rojo calado hasta las orejas. El viento helado sonrojaba su cara.

—¡Qué mierda de noche! —exclamó al tiempo que pateaba el lecho de agujas de pino que cubría el suelo—. No sé por qué no podemos esperar a que amanezca para hacer esto.

—No hará más calor por la mañana —replicó Stride—, y habrá medio metro de nieve cubriéndolo todo.

Hickey se estremeció. Mascaba un chicle y movía la mandíbula sin parar.

—A mi Cujo no le preocupa la nieve. Puede olfatear a través de ella.

Stride no preguntó por qué alguien pondría Cujo a un perro que localizaba cadáveres. Quería empezar ya la búsqueda sin más dilación, en parte por cuestiones prácticas: no quería tener que sacar a paladas la nieve en el escenario del crimen. Y había otra razón, más humana: sabía que ésa iba a ser la noche más larga en la vida de Valerie Glenn.

—Tal vez tenga razón —señaló Micki—. Parece diferente en la oscuridad. Quizá sería mejor que probáramos mañana.

—Para entonces, la nieve habrá borrado todas las señales.

—Bueno, no sé si puedo encontrarlo de nuevo.

Stride observó como su labio inferior sobresalía con testarudez mientras hacía pucheros. Hizo un ademán con la cabeza a Craig Hickey.

—Concédanos unos minutos, ¿vale?

—Sí, como quiera.

Hickey arrastró a Cujo hacia atrás a través de la enmarañada maleza que crecía entre los abedules, dejando solos a Stride y Micki.

—¿Qué pasa? —le preguntó él.

Micki pateó el suelo.

—Nada. Intente usted encontrar algo en estos bosques por la noche. Me he perdido. Creo que estoy dando vueltas.

—Has visto a Marcus Glenn —dedujo Stride—. Creo que has cambiado de opinión respecto a ayudarnos.

Ella se frotó la llorosa nariz con el dorso del guante.

—Sé cómo funciona. Si encuentran algo, lo arrestarán.

—No necesariamente.

—Sí, claro, como si pudiera confiar en su palabra. Estoy muerta de frío. Vayámonos e intentémoslo por la mañana. No sé dónde estamos.

Stride negó con la cabeza, y la nieve salió despedida de su cabeza mojada.

—Vi tu cara hace un par de minutos, Micki. Sabes perfectamente dónde estás. Conoces cada centímetro de estos bosques ¿Nos acercamos? ¿Es eso?

—Creo que sí, pero no estoy segura.

Stride apagó la linterna y se quedaron a oscuras. Por encima de su hombro, podía distinguir las luces de la caravana de Micki, que no quedaba demasiado lejos.

—Supiste de la importancia de esa trompetita de juguete tan pronto como la encontraste, ¿verdad? Sabías qué significaba. Creo que memorizaste los puntos de referencia del bosque. Puede que incluso dejaras una señal para encontrar el lugar de nuevo. Sabías que tarde o temprano tendrías que volver.

Ella permaneció en silencio.

—Dime una cosa —continuó Stride—: ¿Visitas a tu hijo?

—Sí, claro. Muchas veces.

—Es agradable saber dónde encontrarlo —comentó al tiempo que encendía la linterna de nuevo y la enfocaba más allá de donde ellos estaban—. Imagínate que no lo supieras.

Micki maldijo en voz baja.

—Se lo digo y me voy ¿vale?

—Bien.

Los ojos siguieron la luz y Micki señaló hacia los árboles.

—Hay un grupo de cuatro abedules allí. Seis metros hacia el norte, encontrará un viejo pino solitario con un grueso tronco. Grabé una cruz en el tronco; pensé que ella se lo merecía.

—¿Dónde encontraste el matasuegras?

—El pino está en el extremo de un claro no muy grande. Lo encontré justo en el centro. Como si alguien lo hubiera puesto ahí de forma intencionada, no por accidente.

Stride silbó a Craig Hickey, quien se acercó con Cujo atado con la correa.

—Sígame —le indicó.

Él abrió el camino con Hickey pisándole los talones, mientras Micki se quedaba donde estaba. Los cuatro abedules delante de ellos crecían de un solo tronco, inclinándose en diferentes direcciones, y supo que estaba enfocado hacia el norte orientándose por la posición del cementerio. Avanzó lentamente; antes de cada paso, barría el suelo con la linterna. La suave cama de agujas de pino no retenía las huellas. Vio una boñiga negra, piñas secas y una lata oxidada de café.

El árbol estaba exactamente donde Migdalia había dicho; se erguía solitario en el lugar donde había crecido durante años. Gruesos y espinosos setos lo abrazaban formando una pared. Stride se acercó, examinó el tronco y encontró una pequeña cruz, de ocho por ocho centímetros, grabada en la corteza con un pequeño cuchillo.

—Aquí —dijo, señalando la maleza.

Hickey soltó a Cujo. El perro se metió entre los arbustos y desapareció. Stride oyó el ruido frenético de sus patas.

—¿Cómo lo sabremos? —preguntó.

—Lo sabrá.

Stride se quedó de pie junto al pino, desde donde podía ver, por encima de la corona de maleza, un pequeño claro de tierra aplanada. La luz capturó a Cujo con el hocico en el suelo, olfateando entre el lecho de pinaza. El perro parecía ocupado y excitado. Corrió adelante y atrás alrededor del claro en un borroso ir y venir de pelaje blanco y marrón. Siempre volvía al centro y escarbaba con las patas. Fuera cual fuese el olor proveniente de bajo tierra, el perro enterraba su cara para poder aspirarlo mejor.

—Espera —ordenó Hickey.

Cujo se quedó quieto bruscamente, se sentó en el medio del claro y estornudó. Su morro apuntaba al cielo. Entonces, como un lobo lastimero bramando por la manada perdida, el perro empezó a aullar.