—Lo tiré —le dijo Marcus Glenn a Serena.
Estaban sentados en el asiento delantero del Lexus, en el camino de tierra cerca del cementerio de Sago. La noche ardía en el resplandor de las luces giratorias rojas de los coches patrulla; los destellantes rayos de luz se cruzaban entre los árboles mientras los proyectores, sujetos en altos trípodes, se reflejaban en la nieve. Detrás de ellos, la carretera estaba bloqueada para mantener alejada a la prensa. Las ventanillas del lujoso coche permanecían cerradas, de modo que en el interior reinaba un silencio extraño, a pesar de la frenética actividad que se desarrollaba a su alrededor.
—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Serena.
—No lo recuerdo.
—¿Lo trajo consigo a casa del hospital? ¿Lo dejó en su oficina? ¿O nunca llegó a cogerlo?
Glenn se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Era un estúpido juguete barato.
—¿De qué color era? —preguntó Serena.
—¿Cree que le presté atención? Podría ser lila, rosa, azul, quién sabe…
La paciencia de Glenn se estaba acabando después de horas con la policía. Habían pasado la tarde y las primeras horas de la noche en casa de Regan Conrad, en las tierras de labranza del norte. Justo cuando Serena estaba a punto de vencer la resistencia de Glenn, había recibido la llamada de Stride para informarle acerca del hallazgo de Micki Vega y la inminente búsqueda en Sago. Ésa era la razón de que se trasladaran hasta allí, escoltados por un coche de policía de Duluth durante el solitario tramo de la autopista 2. A Glenn no le gustó.
—No sé por qué me ha traído aquí —añadió—. No puedo contarle nada.
—Estoy intentando averiguar cómo llegó este juguete desde la habitación de su esposa en el hospital hasta la zona boscosa que hay junto al cementerio donde descansa su familia —le explicó Serena.
—Oh, por favor, ¿cuántos millones de juguetes de éstos salen de las fábricas chinas cada año? No pueden creer que exista alguna relación entre algo que Micki supuestamente encontró en los bosques y un recuerdo que mi esposa guardó cuando dio a luz a Callie.
—¿Su mujer sopló el espantasuegras? —preguntó Serena.
—¿Qué?
—¿Lo usó ella en el hospital aquella noche?
—No me acuerdo. Todo el mundo hacía pitar esas cosas tan molestas.
—Entonces tuvo que dejar ADN dentro de la boquilla. Lo comprobaremos.
—Maravilloso. Háganlo. Si encuentran ADN, estoy seguro de que será de cualquier otra persona.
—¿Por qué está tan seguro de eso? —quiso saber Serena.
Glenn golpeó el salpicadero con exasperación.
—¡Porque lo tiré! ¿Cree que alguien se puso a revolver en mi basura para luego plantar esta cosa ridícula en los bosques once meses después?
Serena se dio cuenta de que el cirujano se movía nerviosamente. Sus largas piernas apenas cabían en el sedán, incluso con el asiento echado hacia atrás.
—Las coincidencias se van amontonando en torno a usted, doctor Glenn —señaló.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, pongamos que usted tiene razón. Éste no es el juguete que Valerie tenía en el hospital. ¿No le parece raro que Micki Vega encontrara un juguetito igual cerca del cementerio que usted visita cada mes? ¿Que lo encontrara dos días después de que su hija desapareciera? ¿Que lo hallara en el lugar exacto donde su madre vio a alguien merodeando por los bosques la misma noche que su hija desapareció? ¿Que el juguete que dejaron sea exactamente igual al que Valerie le pidió que guardara como recuerdo del nacimiento de su hija?
Glenn miró a través del parabrisas a los policías reunidos en grupos sobre el campo de hierba. Sus largos y elegantes dedos aferraron con fuerza el volante como si estuviera conduciendo un coche de carreras.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo.
Su tono era tranquilo y científico.
—¿De verdad?
—Sí, tiene razón. No parece que sean coincidencias.
—Entonces ¿cómo lo explicaría? —preguntó Serena.
Glenn se volvió para mirarla a la cara.
—Se me ocurren tres explicaciones. La primera es que realmente sea una coincidencia y yo tenga mala suerte. Cosas raras como ésta ocurren de verdad.
—¿Y las otras?
—La segunda posibilidad es que Micki esté mintiendo. Puede que no haya encontrado ese juguete en los bosques o que no lo haya encontrado cuando dice. Pero, personalmente, creo que Micki dice la verdad.
—¿Sí?
Glenn asintió.
—No creo que me perjudicara de forma deliberada.
—Excepto si usted se hubiera acostado con ella, si fuera el padre de su bebé y éste hubiera muerto… Eso puede dar que pensar a una chica…
—Nunca me he acostado con Micki —insistió Glenn—. No era el padre de su hijo. Si quiere desenterrar el bebé para probarlo, puede pedir una orden judicial y hacerlo. Pero sólo conseguirán parecer unos locos sin corazón. Señorita Dial, confieso de buen grado ser un caso problemático en cada aspecto de mi vida excepto en lo que concierne a mi trabajo. Ayudé a Micki porque soy médico y ella necesitaba a alguien. Eso es todo.
—Ha dicho que se le ocurren tres explicaciones —observó Serena—. ¿Cuál es la tercera?
—La tercera es que alguien trata deliberadamente de dar la impresión de que estoy involucrado en la desaparición de Callie. Pero no es así.
—¿Intenta decir que alguien puso el juguete allí?
—Sí.
Serena sabía que la siguiente pregunta era obvia, pero no estaba preparada para hacerla, así que quedó suspendida entre los dos. Se preguntó si Glenn quería oír cómo la formulaba. «¿Qué vamos a encontrar en los bosques?». En cambio, tomó otro camino.
—¿Cómo se sintió cuando se enteró de que su mujer le engañaba? —preguntó.
—No he sido un modelo de fidelidad y no puedo quejarme.
—Es posible, pero muchos hombres tienen un doble rasero. Está bien que yo engañe, porque es sólo sexo. Pero ¿mi esposa? Que no se le ocurra mirar a otros hombres.
Glenn se encogió de hombros.
—No estoy diciendo que me gustara.
—¿Cuándo averiguó que Valerie se acostaba con Tom? —preguntó Serena.
Él tardó en contestar.
—Lo averigüé en el mismo momento en que lo hizo usted —le dijo finalmente—. Cuando Blair Rowe lo soltó en las noticias.
—¿No lo sabía?
—No.
—Se ha tomado su tiempo para dar una respuesta. ¿Intentaba averiguar si hay algún medio por el que podamos probar que usted estaba al corriente de la aventura de Valerie?
Glenn no replicó.
—Espero que no se lo dijera a nadie —continuó Serena— ni que contratara a un investigador para que la siguiera. Si lo hizo, lo averiguaré.
—Confiaba en mi esposa —repuso él.
—¿Tenía alguna razón para dudar de que Callie fuera hija suya?
—Por supuesto que no.
—¿Y ahora?
—Ahora no puedo evitar preguntármelo —admitió.
—¿No se lo preguntó antes? Fueron tres años. En algún momento tuvo que pensar que era extraño que durante tanto tiempo Valerie no pudiera quedarse embarazada, y que de repente lo consiguiera.
—No es tan extraño después de todo. Soy médico. La gente piensa que la concepción es previsible, pero no es así. Puede suceder con la primera relación sexual o puede costar seis meses o seis años, o tal vez nunca ocurra, aun cuando los dos estén perfectamente sanos. No trate de anticiparse a Dios, señorita Dial.
—Pensaba que la mayoría de los cirujanos creían que ellos eran Dios.
—La confianza y el ego te convierten en mejor médico, pero también debes ser lo bastante inteligente para saber cuándo no tienes todas las respuestas.
—Usted parece tener todas las respuestas —señaló Serena.
—Ojalá fuera así.
—Dígame, ¿por qué engaña a Valerie? Ella es hermosa. Es inteligente. Le quiere. ¿No es suficiente?
—No tiene que ver con Valerie —repuso él—. No significa que no la quiera.
—Ella casi se mató porque usted no le hacía caso.
Serena se arrepintió al instante de sus palabras, pero él no reaccionó con ira.
En su lugar, había resignación en su voz.
—¿De verdad cree que su intento de suicidio fue culpa mía? Valerie ha sufrido trastornos depresivos la mayor parte de su vida. Es un diagnóstico médico.
—¿Está diciendo que no asume ninguna responsabilidad por su estado mental?
—Lo que digo es que yo no la hice ser como es. Puede que no vaya con el corazón en la mano, pero Valerie lo sabía desde el principio. La visto y la alimento y le doy todo el dinero que puede gastar. A un montón de mujeres le encantaría un matrimonio como éste.
No quería discutir con él. Su retorcido punto de vista sobre el amor y el matrimonio era irrelevante. Había llegado el momento de retomar la pregunta que realmente quería hacer.
—¿Qué vamos a encontrar en los bosques?
Él no contestó.
—¿Me ha oído? Están empezando la búsqueda. ¿Qué vamos a encontrar?
—No tengo ni idea.
Serena señaló la ventana. Al otro lado del camino de tierra, alejado del cementerio, un hombre bajo y con grandes entradas sostenía la correa de un beagle que tiraba de ella. Sus orejas se agitaban y tenía la nariz enterrada en la larga hierba. El perro ansiaba correr. Oler. Cazar.
—¿Ve ese perro? —preguntó—. Está adiestrado para reconocer los gases que desprende la carne humana al descomponerse.
Glenn observó al beagle.
—Es una horrible habilidad para proporcionársela a un animal, ¿no cree?
—¿Qué va a encontrar?
—Sólo puedo especular. No lo sé.
—Pues adivine.
La expresión de Glenn era extrañamente pasiva, como si estuviera desconectado de todo lo que sucedía a su alrededor.
—Creo que van a encontrar a Callie.
Serena sintió como su corazón se aceleraba.
—¿Piensa que Callie está enterrada allí?
—¿Usted no? ¿No es por eso por lo que estamos aquí?
—¿La enterró usted allí? —preguntó Serena.
—No —repuso Glenn con un áspero suspiro—. Pero si alguien está intentando inculparme, si alguien ha dejado el juguete allí para que lo encuentren… Bueno, no puedo evitar llegar a la conclusión obvia.
—Usted piensa que su hija está muerta.
—Me temo que sí. Pronto lo averiguaremos.
—¿Es todo lo que tiene que decir? —preguntó Serena.
—¿Qué más puede haber?
«Qué más, aparte de dolor —pensó Serena—. Qué más, aparte de lágrimas y desesperación. Qué más, aparte de la horrible e irreparable sensación de pérdida».
—¿Quién ha podido hacerlo? —y no añadió: «Si no fue usted».
—Sólo puede haber sido Regan.
—Tiene una coartada —le recordó Serena.
—Entonces tal vez tuviera un cómplice.
Serena intentó leer en la cara del cirujano, pero su expresión no le reveló nada.
—Probablemente no lo crea, doctor Glenn, pero yo he sido la única que le he defendido. La única que no estaba convencida desde el principio que usted fuera culpable de asesinar a su hija.
—¿Y qué piensa ahora? —preguntó.
—Pienso que tal vez sea el hombre más frío que haya conocido nunca —contestó Serena—. Los hombres fríos no tienen conciencia. Ni empatía. Son capaces de hacer cosas horribles.
—O pueden salvar vidas en la mesa de operaciones —replicó Glenn encogiéndose de hombros.
Fuera del coche, el beagle tiraba de la correa y ladraba con furia, impaciente. Serena vio a Stride acercarse al hombre que sujetaba el perro y señalaba un claro en la parte norte del bosque. Cuando se volvió hacia el Lexus, su mirada se cruzó con la de Serena y apartó la vista.
Micki Vega caminaba a su lado. Ella también vio el coche; sus ojos se abrieron de par en par en una expresión de consternación y miró a Marcus Glenn. Su boca se abrió y dio un paso hacia el coche como si quisiera correr hacia él. Serena pensó que iba a echarse a llorar.
—Lo siento.
Micki lo dijo en alto, con una voz que apenas atravesó el cristal. Junto a ella, Serena vio como Marcus Glenn le sonreía brevemente. Él dijo sólo dos palabras:
—Está bien.
Micki se fue, con la cabeza inclinada.
—¿Estoy arrestado? —le preguntó Glenn a Serena.
—No.
—Entonces me voy a casa.