37

Casi había anochecido cuando Stride llegó al pie de la ladera donde se hallaba el cementerio de Sago. Salió de su furgoneta y de repente le apeteció un cigarrillo. Había algo en el aire dulce y frío que le invitaba a fumar. Se apoyó en el vehículo y contempló los altos pinos que montaban guardia en torno al perímetro del camposanto, protegiendo a los muertos. Cuando el viento soplaba, ellos encogían sus poblados hombros negros hacia él.

Ascendió la ladera, avanzando sobre un delgado manto de nieve entre los oscuros contornos de las lápidas de mármol. El metal en el asta de la bandera golpeaba incesantemente, como un niño que reclama atención. En la cima de la colina, Stride avanzó con dificultad por los irregulares límites del bosque y buscó el sendero que conducía a la caravana donde vivía Micki Vega. Cuando lo encontró, se sumergió en la oscuridad entre las columnas de los troncos de los árboles. Avanzó con cuidado, sin hacer ruido, como si estuviera accediendo a un lugar sagrado. Recordó lo que Micki Vega le había contado: aquél era un sitio donde la gente enterraba cosas que no querían que nadie encontrara.

Delante de él, a unos cincuenta metros, vio las luces de una caravana en el claro. Era un sitio muy apartado para vivir, oculto a la vista. Al acercarse, oyó el sonido enlatado de la televisión, que sonaba extraño y artificial en el bosque. Tras llamar, oyó una voz femenina hablando en español y la televisión enmudeció.

Micki Vega abrió la puerta y su rostro se agrió en cuanto lo vio.

—Usted otra vez. ¿Qué quiere?

—¿Puedo entrar?

—¿Y qué pasa si le digo que no? ¿Echará la puerta abajo?

—No.

Micki se encogió de hombros.

—No sé por qué me preocupo. Entre. Mire cómo les quito el pan de la boca a los trabajadores americanos.

Él subió los tres escalones, que gimieron bajo su peso, y entró en la caravana. Era claustrofóbica, con el techo bajo de metal y las paredes angostando el habitáculo. Los muebles olían a moho, como un perro mojado, y el reducido espacio estaba desordenado, con revistas en el suelo, plantas muertas en el alféizar de las ventanas y latas de cerveza vacías amontonadas en mesitas. Hacía un calor sofocante y Stride empezó a sudar.

Micki no estaba sola. En el extremo opuesto de la caravana, cerca de una cortina medio abierta que daba al dormitorio, una mujer recia con largo pelo negro estaba tumbada en un sofá frente a un pequeño televisor. Tenía unos cincuenta años y llevaba puesta una mascarilla de plástico que le cubría la nariz y la boca y que estaba conectada a una botella de oxígeno que descansaba en el suelo. Stride pudo oír como sus pulmones resollaban con cada respiración. En la televisión, con el sonido apagado, pudo ver un puzzle de letras del concurso La rueda de la fortuna.

—Ella es mi madre —dijo Micki—. Ya le dije que estaba enferma.

Stride saludó con la cabeza educadamente a la mujer, pero la única reacción de ella fue dedicarle una mirada suspicaz con sus ojos oscuros.

—Como puede ver, nadamos en la abundancia —observó Micki—. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Pensaba que tenía a Callie Glenn escondida aquí? ¿Cree que he cogido a un bebé de esa hermosa mansión para traerlo a este lugar?

—No estoy aquí por esa razón —replicó Stride.

—Ah, bueno, ¿qué pasa ahora? Es la hora de la cena.

Micki removió el arroz amarillo con carne picada en una sartén que tenía al fuego sobre un fogón cerca de la puerta, y luego bebió un sorbo de una lata de cerveza abierta. Vestía una amplia camiseta de la feria estatal de Minnesota y unos tejanos que aprisionaban sus carnosos muslos. Sus pies estaban desnudos.

—Creemos que Regan Conrad está muerta —dijo Stride.

Micki se secó la espuma de los labios.

—¿De verdad? ¿Cómo?

—Al parecer, alguien la ha asesinado.

Micki cruzó los brazos y murmuró entre dientes.

—Madre de Dios. Es terrible. ¿Asesinada?

—Sí.

—¿Cómo?

—Alguien le pegó un tiro en la cabeza.

—Dios mío.

—Encontramos a Marcus Glenn en su casa —añadió Stride—. Estaba buscando algo en los informes médicos.

La boca de Micki se abrió.

—¿El doctor Glenn? ¿Cree que el doctor Glenn la mató?

—Queremos saber qué estaba haciendo allí —dijo Stride.

—No estará satisfecho hasta que acabe con él, ¿verdad? El doctor Glenn nunca haría algo así. No podría.

—Actúa como si tuviera algo que esconder. Creo que tú sabes qué es.

—¿Yo? ¿Cómo podría saberlo?

—Conoces al doctor Glenn y conoces a Regan Conrad. Y estabas en la casa cuando Callie desapareció.

—¿Y qué? Hace meses que no hablo con la enfermera Regan. Ya se lo conté todo. ¿Por qué no me deja en paz?

Micki siguió removiendo el arroz bruscamente con una cuchara de madera, visiblemente enojada.

—Si sabes algo sobre el doctor Glenn y Regan Conrad, tienes que contármelo —la presionó Stride—. Entiendo que sientas gratitud por él porque te ayudó, pero si está involucrado en estos crímenes…

—No lo está —saltó ella.

—Regan Conrad pensaba que sí.

Micki alzó la vista de lo que estaba cocinando. El vapor de la sartén dejó un brillo húmedo sobre su frente que ella enjugó con un trapo.

—¿Por qué cree usted eso?

—Regan se puso en contacto con Valerie Glenn y le dijo que el doctor Glenn estaba implicado en la desaparición de Callie.

—¿Cómo podía saberlo? —preguntó Micki.

—No lo sé, pero ahora Regan está muerta, de manera que nunca tendrá la oportunidad de contárnoslo.

—Se equivocaba.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Conozco al doctor Glenn —insistió ella—. Él nunca hubiera hecho daño a su hija deliberadamente. Nunca. No sé qué ocurrió, pero fue otra cosa.

—¿Deliberadamente? —repitió Stride—. ¿Crees que fue un accidente?

—Tergiversa mis palabras, teniente. Le estoy diciendo que él es inocente.

—Migdalia.

Una voz áspera la llamó desde el otro lado de la caravana.

Stride vio a la madre de Micki señalando con el dedo a su hija. Sujetaba fuertemente en su puño la mascarilla de oxígeno que había cubierto su cara. Inhaló y tosió y, luego, respirando con dificultad, escupió unas palabras en español.

—Migdalia, díselo.

Micki soltó la cuchara y apartó la sartén del fuego.

Mamá, cállate. No te metas.

Si no se lo dices, le estas dando la espalda a Jesús.

La madre parpadeó y se puso la mascarilla sobre la cara. Su pechó se elevó al inspirar.

No lo voy a traicionar —replicó Micki, golpeando con el pie el suelo metálico.

Su madre agitaba insistentemente una mano en dirección a Micki y su cara palideció con el esfuerzo. Volvió a hablar desde debajo de la mascarilla, con palabras tensas y apagadas.

Díselo.

Micki cruzó los brazos sobre el pecho, pateó una lata de cerveza que estaba en el suelo de la caravana y masculló algo entre dientes.

—¿Qué ha dicho? —quiso saber Stride.

—Ha dicho que debo mantenerme al margen de esto —contestó Micki de forma audible y mirando a su madre—. Ha dicho que hablar con la policía nunca trae nada bueno.

—Tal vez sea mejor que se lo pregunte yo mismo —señaló Stride.

—¡Deje a mi madre en paz! Ya ve cómo está. No tiene fuerzas. No quiero que la meta en esto.

—¿Está involucrada?

—Claro que no —saltó Micki.

Empujó a Stride al pasar y se sentó en una silla metálica plegable. Entrelazó las manos con fuerza y se quedó mirando a sus pies; el izquierdo se balanceaba.

—¿Por qué no se larga? —le pidió a Stride.

Stride se agachó junto a ella.

—Piensa en Callie. Tú sentías algo por esa pequeña, ¿verdad? Tú la cuidabas.

—Era un ángel —dijo Micki con una pequeña sonrisa.

Stride asintió.

—Imagina que tu propio bebé hubiera desaparecido y que no supieras qué le ha pasado. Imagina lo desesperada que te sentirías. Si sabes algo, Micki, no puedes callártelo. Callie merece algo más que eso.

—El doctor Glenn no le ha hecho daño —insistió Micki.

—Entonces, ¿qué esconde? ¿Qué hacía en casa de Regan Conrad?

Micki se encogió de hombros, se levantó de la silla y le dio la espalda a Stride. Anduvo hacia el sillón reclinable frente al televisor y usó el mando a distancia para apagarlo. Acarició el cabello de su madre. Las dos mujeres no hablaron entre ellas, pero Stride pudo ver que la madre de Micki alzaba la mano y agarraba la cintura de su hija con sus gruesos dedos. El labio inferior de Micki tembló como si estuviera a punto de llorar. Se separó con suavidad del abrazo de su madre y se agachó detrás del sillón. Su madre la miraba. Cuando Micki se levantó, sostenía una caja de zapatos de cartón entre sus manos.

Stride aguardó sin decir nada.

Micki se sentó otra vez con la caja en su regazo. Cubrió la tapa con sus antebrazos y miró a la puerta de la caravana.

—Esa noche volví tarde a casa —dijo—. Mamá estaba preocupada.

—¿La noche que Callie desapareció?

Micki asintió.

—Me esperaba mirando por la ventana.

—¿Qué vio? —preguntó Stride.

—Una luz —respondió Micki—. Vio una luz en los bosques cerca del cementerio. Había alguien allí.

—¿Cuándo fue eso?

—En algún momento alrededor de la medianoche. Me lo contó el sábado, y sólo podía pensar en cómo la gente enterraba cosas allí. Y pensé, ¿sabe?, que la familia del doctor Glenn está enterrada allí. Él suele ir con frecuencia a ver a su madre. Así que fui a echar un vistazo.

—¿Qué encontraste? —preguntó Stride.

Micki abrazó la caja de su regazo y no dijo nada.

—Por favor —la apremió Stride—. ¿Qué encontraste?

Ella abrió la tapa. Dentro, Stride vio una extraña amalgama de recordatorios. Flores de plástico sucias. Collares de perro con piedras brillantes. Fotografías arrugadas y desteñidas.

—Ésta es mi colección —explicó Micki—. La gente deja cosas en las tumbas. Y en los bosques también. Yo las guardo. Me gusta pensar que siento un poco de ese amor, ¿sabe? Es absurdo, pero puedo pasarme horas así.

—¿Encontraste algo en el bosque? —le preguntó Stride—. ¿Cerca de donde tu madre vio la luz esa noche?

Micki rebuscó en la caja y sacó un pequeño juguete, una trompetita de papel enrollado con una boquilla de plástico. Stride reconoció el objeto. Era un espantasuegras de los que se usan para celebrar la Nochevieja.

—Encontré esto en un pequeño claro —declaró ella.

—¿Sabes lo que significa? —preguntó Stride—. Callie nació en Nochevieja.

—Sí, lo sé.

—¿Encontraste algo más?

Micki asintió.

—Alguien trató de disimularlo, pero puedo contarle lo que vi en la tierra cuando aparté las hojas con el pie. Había algo enterrado allí.