Serena salió de la autopista y entró en el camino de acceso a la casa de Regan Conrad. Vio el Hummer negro de la enfermera cerca del garaje y, a su lado, un Lexus color vino con una placa de matrícula personalizada en la que se leía KNEEDOC.
Era el coche de Marcus Glenn.
Aparcó detrás de los dos vehículos, bloqueándoles la salida. No quería que se repitiera lo ocurrido en su visita nocturna a casa de Regan, cuando el viejo Escort se evaporó sigilosamente mientras ella permanecía dentro. Salió de su Mustang y no perdió de vista la ventana de la sala de estar mientras subía los escalones delanteros. No había nadie mirándola.
Cuando iba a tocar el timbre, se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Acercó una oreja en la abertura para ver si oía voces. No oyó nada, así que empujó la puerta con el hombro, la abrió y entró en el recibidor. La casa estaba oscura y helada. Se quedó quieta en medio del frío y escuchó de nuevo. Su instinto de policía le dijo que algo iba mal. La casa estaba demasiado fría. Demasiado oscura. Demasiado tranquila.
Serena bajó la vista y descubrió una mancha en el parqué de roble claro, cerca de la puerta. La mancha estaba seca y era roja. Se arrodilló y captó un olor mineral inconfundible.
Sangre.
Metió una mano dentro de la chaqueta y sacó su pistola. En el piso de arriba, oyó ruido de pasos. Se quitó los zapatos para que sus talones no hicieran ruido sobre el suelo de madera. Mientras avanzaba hacia las escaleras, vio la galería situada encima de ella. Las luces estaban apagadas y las puertas de la segunda planta, cerradas. Pisó con cautela el primer escalón, pero no hizo ningún sonido. Lentamente, fue subiendo hasta la planta de arriba.
Comprobó las puertas que había a lo largo del corredor. La del final estaba medio abierta. Oyó el ruido de un cajón al cerrarse de golpe, seguido del crujido de un papel. Con la pistola alzada frente a ella, dirigió sus pasos hacia la habitación. Por un resquicio vio un archivador metálico con el cajón de en medio abierto; había un montón de carpetas archivadoras desparramadas por el suelo. Oyó una respiración agitada.
Serena sostuvo la pistola en alto mientras echaba un vistazo desde el marco. Vio a Marcus Glenn de espaldas a ella, a cuatro patas en medio del suelo del estudio. Estaba peleándose con una pila de carpetas de casi medio metro de alto. Lanzaba cada archivo a un lado una vez lo había revisado.
—No se mueva —ordenó Serena.
Glenn se dio la vuelta y se quedó petrificado, con los ojos abiertos de par en par. Estrujó en la mano una de las carpetas y los papeles se diseminaron por el suelo.
—Las manos arriba —le indicó ella.
Él vio la pistola apuntando su pecho, separó los dedos y puso sus manos por encima de la cabeza. La carpeta cayó a su lado en el suelo.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó ella.
Glenn se tambaleó. El habitualmente imperturbable cirujano estaba aterrorizado. Estaba pálido como la cera.
—Estaba buscando algo.
—¿El qué?
—Yo quería… Pensé que ella podría tener… —empezó a decir, entonces se detuvo—. No creo que deba decir nada.
—¿Dónde está Regan?
—No está aquí.
—¿Cómo ha entrado? —preguntó Serena.
—La puerta estaba abierta.
Ella apartó las carpetas con el pie y se dio cuenta de que Glenn estaba revisando informes médicos. Informes de bebés.
—¿Quiere intentarlo de nuevo, doctor Glenn? Exactamente, ¿qué estaba buscando?
Él vaciló y Serena pensó que estaba ganando tiempo para elaborar una mentira convincente.
—Empecé a pensar que tenía usted razón. Me preguntaba si Regan podría haber encontrado a alguien que se llevara a Callie o que… que le hiciera daño. Pensé que podría hallar algo en sus archivos. Algo que me diera una pista sobre quién había sido.
—¿Y ha encontrado algo?
—No.
—¿Ha buscado en alguna de las otras habitaciones? —preguntó Serena.
—No. Sabía que guardaba los informes aquí.
Ella le miró.
—Hay sangre al lado de la puerta principal.
—¿Sangre? No me he dado cuenta.
Había un tono de falsedad en la forma en que lo dijo. El pánico que reflejaba su cara no se debía sólo a haber sido pillado in fraganti. Había algo más.
—¿Dónde está Regan? —volvió a preguntar ella.
—Ya se lo he dicho, no lo sé. La casa estaba vacía cuando he llegado.
—Dígame qué ha hecho, paso por paso.
Él tartamudeó de nuevo.
—La puerta estaba abierta y he entrado. He llamado a Regan, pero no ha contestado. Al darme cuenta de que no estaba aquí, he subido para ver qué podía encontrar en sus archivos.
—Sea lo que sea lo que está escondiendo, lo descubriré. Debería contármelo.
—No estoy escondiendo nada.
Serena frunció el ceño.
—Ponga las manos encima de la cabeza. Con los dedos entrelazados.
—¿Qué?
—Ya me ha oído.
Glenn obedeció.
—Ahora póngase de rodillas. Avance hacia mí. Despacio.
Serena retrocedió varios pasos hacia el pasillo. El alto cirujano avanzó de rodillas sin dejar de mirar la pistola.
—¿Podría bajar esa cosa, por favor? —preguntó.
—Cállese. —Cuando Glenn llegó a la puerta de despacho, le ordenó—: Deténgase aquí. Ahora póngase a cuatro patas.
Él se apoyó en las manos y las rodillas sobre la alfombra.
—Esto es una locura —dijo—. Yo no he hecho nada.
—Ponga las manos sobre la alfombra y túmbese con la cara hacia abajo; separe las piernas y los brazos. Mantenga los dedos extendidos.
—Mire, ya le he dicho…
—Hágalo.
Glenn captó el tono helado de su voz. Se deslizó hacia el suelo hasta que su cuerpo formó una X extendida sobre la alfombra.
—Quédese así —dijo Serena con brusquedad—. No se mueva. No mire hacia arriba.
Retrocedió hasta la primera puerta cerrada a su derecha. Giró el pomo con dos dedos y al abrirla vio una habitación de invitados vacía. No había nada raro. Sin dejar de apuntar a Glenn, retrocedió hasta la siguiente puerta y encontró un elegante baño con motivos de rosas y una ducha doble.
—¿Dónde está la habitación de Regan? —preguntó Serena.
—En el otro extremo del corredor.
Serena pasó junto a las escaleras hasta llegar a la puerta cerrada que daba al dormitorio principal. En la alfombra, vio otra mancha húmeda que se extendía desde el interior por debajo de la rendija de la puerta. Inspiró y no le gustó lo que olió. Al volverse hacia Glenn, vio que él tenía la cabeza levantada y la miraba.
—¿Qué voy a encontrar ahí? —preguntó.
—No tengo ni idea.
Estaba mintiendo.
—Si ha entrado ahí, encontraremos sus huellas —le advirtió.
La cara de Glenn se torció en un gesto de consternación.
—Yo no lo he hecho —se defendió.
—¿Hacer qué? —preguntó Serena, pero podía imaginarse lo que la esperaba.
—No le va a gustar —le dijo él.
Serena buscó uno de los guantes que tenía en el bolsillo. Se puso uno en la mano derecha, giró el pomo con un ligero toque y terminó de abrir la puerta con el pie. El dormitorio estaba en penumbra, con las cortinas echadas. La luz de la claraboya entró por la puerta abierta e iluminó un trozo de pared.
Serena contuvo la respiración.
Dio dos pasos hacia el interior de la habitación, lo suficiente para ver la enorme cama con las sábanas azul turquesa desordenadas, la escopeta que descansaba en la alfombra y de la que emanaba un olor a pólvora quemada, y la sangre. A medio camino entre la cama y la puerta había un enorme charco de sangre que se extendía como las patas de araña de un lago, y detrás, en la pared, vio unas truculentas salpicaduras de cerebro, tejidos y huesos.
No había cuerpo. Pero quienquiera que hubiera permanecido tendido en esa piscina no estaba vivo.
—Hijo de puta —murmuró Serena.
Miró hacia la pared y se dio cuenta de que alguien había mojado algo en la sangre como si fuera pintura roja y había escrito un mensaje. Cada letra tenía quince centímetros de alto y estaba escrita torpemente, como lo haría un niño. Varios regueros goteaban de las palabras y trazaban líneas paralelas pared abajo. El mensaje decía:
«HOLA, KASEY».