Regan Conrad salió de su Hummer en el camino de acceso a su casa y empujó la puerta cerrada. Detrás de ella, la luz del porche dibujó su sombra convirtiéndola en un gigante sobre los campos aletargados. Dio unos pasos sobre la tierra, allí donde los campos empezaban, ladeó la cabeza y escuchó. Entre los árboles, el viento sonaba como el murmullo de un río. Unos kilómetros más allá, un tren traqueteaba dirección sur desde Iron Range. Oyó la bocina de un camión bramando en la autopista. Eso era todo. Nada más se movió o le devolvió la mirada. En su lugar, el viento sopló con más fuerza y los lacios y pesados brazos de los abetos se sacudieron con una risa.
Debajo de la ropa, sin embargo, se le puso la carne de gallina. No era sólo el frío de la noche. También creyó ver unos ojos en la oscuridad.
«Estás paranoica», se dijo a sí misma.
Regan entró en su casa y encendió las luces. Se quedó en el vestíbulo, examinando las puertas cerradas en los dos niveles. La mayoría de las noches no les prestaba ninguna atención. Es extraño como puedes dejarte llevar por la imaginación; cuando lo haces, cada puerta y espacio oscuro es una amenaza. No hace falta ser un niño para tener miedo de los monstruos en el armario.
Entró en la cocina y se sirvió una copita de whisky. Antes de sentarse, vio la luz parpadeante del contestador. Dos mensajes. Pulsó el botón del «play» y dio un trago mientras escuchaba. El primer mensaje era de Marcus Glenn. Pobre Marcus. Estaba destrozado.
—«Regan, maldita sea, ¿qué intentas hacerme? ¿Qué le explicaste a Valerie? Mi enfermera me ha contado que te encontró en mi oficina el fin de semana. Quiero saber qué estabas haciendo allí. Tenemos que hablar cuanto antes, maldita zorra; estás loca. Tengo que verte. Quiero saber qué coño has hecho».
Sus labios se curvaron en una sonrisa. Se preguntó si él sospechaba lo que había robado de sus informes. Qué tonto era; si hasta esa zorra rubia le ponía los cuernos. ¿Cómo podía tolerarla en su cama? Una mujer que apenas se movía cuando le hacía el amor y luego tenía el valor de entregarle su cuerpo a otro.
Marcus podría haber tenido a Regan.
Podrían haber seguido juntos. Fue su error equivocarse en la elección.
—¿Cómo sienta eso? —le gruñó a la máquina—. ¿Te gusta tener al mundo entero contra ti? ¿Incluso a tu bonita mujercita?
El segundo mensaje lo habían dejado una hora antes, pero estaba en blanco. Vacío. Un minuto entero con nada más que silencio. Su cara se torció en un gesto de preocupación mientras escuchaba. Cuanto más tiempo se alargaba el silencioso mensaje, más amenazador parecía.
Se levantó y comprobó los datos de las llamadas entrantes en el teléfono. La última aparecía como «PRIVADA».
Regan volvió a poner el mensaje y se inclinó para acercarse a la máquina. Esta vez, oyó una respiración de fondo. Quienquiera que fuese había dejado que la llamada transcurriera sin decir nada, pero había respirado lo bastante cerca del teléfono para que Regan pudiera oírlo.
Borró ambos mensajes. Quizás era Marcus otra vez, jugando con su mente. No le daría la satisfacción de asustarse.
Se sirvió otra copa, se la bebió de un trago y subió al piso de arriba. Pensó en dejar las luces de la planta baja encendidas, pero se dijo que estaba exagerando. La casa estaba vacía. Las puertas y las ventanas estaban cerradas con llave y aseguradas. En su habitación, se quitó la bata y la lanzó por el tubo de la ropa sucia hasta el sótano. Se cepilló los dientes y se dio una ducha. Luego se metió en la cama con el cuerpo tibio y húmedo.
Extendió la mano derecha. Cerca de la cama, apoyada contra la pared, tenía una escopeta. Con dos cartuchos cargados. Cogerla, apuntar y disparar. Acarició la empuñadura de madera brillante con los dedos y se sintió mejor. Apagó la lámpara de su mesita de noche, y la habitación quedó en la más completa oscuridad, apenas rota por el brillo verdoso del reloj.
Cerró los ojos. Unos momentos después, estaba soñando.
Regan no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado cuando se despertó de pronto.
Abrió los ojos de par en par. Miró hacia el reloj, pero estaba a oscuras, y el silencio absoluto de la casa le indicó que no había corriente. Con la calefacción apagada, la habitación se había enfriado. Sus brazos y hombros desnudos descansaban sobre la manta, helados. El sueño se esfumó progresivamente a medida que su mente retornaba al mundo real. Miró al techo sin ver nada.
La sensación de que había unos ojos en la oscuridad volvió, pero esta vez dentro, con ella, en la habitación. Permaneció tendida, petrificada, negándose a escucharse a sí misma. Pensó en cerrar los ojos otra vez y fingir que todo iba bien. Volver a dormir. Soñar. Sólo era su imaginación.
Quizás estaba soñando ahora. Pero sabía que no era así.
«Está aquí», pensó.
Su mano derecha volvió a la vida. Centímetro a centímetro sus dedos reptaron sobre la seda de la colcha, moviéndose invisibles en la habitación a oscuras. Nadie podría verlo. Su mano bajó por el lado de la cama y se extendió, intentando encontrar el cañón de la escopeta, lista para tirar del arma y lanzarla a sus brazos. Sabía exactamente dónde estaba, había medido la distancia en la oscuridad incontables veces en el último mes, había practicado una y otra vez por si acaso ese momento llegaba.
El arma había desaparecido. No estaba allí.
Su corazón se desbocó de pánico. Se irguió sobre la cama, dejando de fingir. La colcha cayó al suelo. Respiró con grandes bocanadas y su pecho se agitó de miedo. Se inclinó hacia abajo y buscó desesperadamente por el suelo con las manos, pensando tal vez que el arma había resbalado.
Pero no. Oyó un ruido. Había alguien más en la habitación, delante de ella, sentado en el sillón, mirándola. Se recostó en el cabezal y escrutó con la mirada, en busca de algún pequeño resquicio de luz, pero todo estaba oscuro.
Una voz llegó desde el otro lado de la habitación. Amarga e intensa.
—¿Por qué no pudiste mantener la boca cerrada?
Ella lo entendió. Ahora todo tenía sentido.
—Estás cometiendo un error —respondió Regan con su voz más tranquila—. No tienes que hacer esto.
Eran palabras dulces y persuasivas, pero esta vez no funcionaron. La voz rompió el silencio de nuevo.
—Me mentiste.
Regan se preguntó si tenía alguna oportunidad de escapar. Se había ido a dormir con la puerta de la habitación abierta pero ahora, tras un breve escrutinio en la oscuridad, se dio cuenta de que estaba cerrada. En menos de cinco segundos, podía salir de la cama y llegar al pasillo; desde allí, tendría una oportunidad. Buscó el momento oportuno para correr.
No había tiempo.
Regan oyó el ruido de alguien cambiando de postura en la silla. Levantándose. La madera y el metal de la pistola se movieron.
Tiró el cobertor y corrió hacia la puerta, pero no fue lo suficientemente rápida. Al tercer paso, justo cuando estaba en medio de su lujosa alfombra, la escopeta estalló y un fogonazo iluminó la oscuridad. Aulló cuando el proyectil hizo estragos en la carne y en el hueso de su cadera y la derribó hacia atrás. Sus piernas dejaron de sostenerla; cayó al suelo. Se arrastró hacia la puerta, pero los dos metros que la separaban del pasillo parecían infinitos.
Un líquido caliente fluía por su piel. Su cara se contrajo cuando el dolor irradió desde lo más profundo de su ser. Tenía sangre en la boca, justo en el lugar en que se había mordido la lengua. El olor de la pólvora quemada se suspendía como una nube en la habitación.
Oyó unos pasos de alguien que se acercaba y se quedaba de pie a su lado. Mientras se retorcía, el metal del cañón se apoyó en la piel de su frente. El peso muerto se posó allí y presionó su cráneo, como si la persona que sujetaba el arma estuviera dudando.
Regan se sorprendió echándose a reír. La sangre salía en burbujas de sus labios. Sólo podía pensar en la maldita canción de Duffy, como si oyera su ritmo acompasado al latido de su corazón, que derramaba sangre al suelo. Se le ocurrió implorar piedad, pero sería en vano. Era demasiado tarde para eso. No la esperaba y no la iba a obtener. Se produjo otra llamarada. A la velocidad de la luz, el destello alcanzó sus ojos un milisegundo antes de que el proyectil detonara dentro de su cerebro.
Sin piedad.