Stride aparcó en la empinada cuesta del lado oeste de Lake Avenue, en la zona del centro de Duluth conocida como Central Hillside. Era la parte sórdida de la ciudad, que durante los meses cálidos se llenaba de vagabundos y prostitutas. El invierno mandaba a la mayor parte de la población itinerante al sur, como los pájaros migratorios, pero algunas almas bondadosas pululaban ociosas por allí para mantener ocupados a los policías y a las agencias de servicios sociales. Al aparcar, vio a un grupo de jóvenes con aspecto sospechoso y pesados abrigos que observaban su coche desde la esquina de la calle Cuatro.
Maggie estaba sentada cerca de él con la barbilla apoyada en el puño mientras miraba por la ventana. Apenas habían cruzado palabra desde que había sucedido.
—¿Ésta es la casa de Nick Garaldo? —preguntó Stride señalando con la cabeza al edificio de ladrillo de cuatro plantas con las ventanas rotas.
Maggie asintió.
—Sí, ésta es.
Stride sabía que debía ser el primero en hablar. Era culpa suya. Durante más de diez años, había ido con pies de plomo con Maggie; consciente de sus sentimientos hacia él, había tratado de no alentarla. Ahora les había metido a ambos en una situación imposible.
La miró, en el otro lado del coche. El pelo rojo como un camión de bomberos. Ésa era Maggie. Salvaje y a la última. Haciendo siempre lo que quería. Lo mismo que con el diamante en su nariz. Él siempre había sido un tipo reservado y serio, y ella era divertida y excéntrica, pero habían conectado. Yin y yang. No podía imaginarse su vida sin ella. Ésa era una de las razones por la que él siempre había mantenido una distancia de seguridad entre los dos, aun en esos momentos en los que ella le había dejado claro que él podía cruzar la línea. Ahora esa distancia había desaparecido.
Error. Tenía que admitirlo. Error. Ella esperaba que él rompiera el silencio y les diera a ambos la oportunidad de fingir que eso nunca había sucedido.
Excepto por el hecho de que él no lo sentía así. Algo había cambiado. Se sentía vivo de nuevo. Se dio cuenta de que el arca repleta de troncos muertos y escombros de su cabeza por fin se había roto, pero la avalancha que la acompañaba estaba fuera de control. Las emociones rebotaban por su alma amenazando con provocar serios daños. Como si él no le hubiera hecho ya suficiente daño a su vida.
Serena.
Sintió una punzante oleada de culpa. Serena. Ella había sido el centro de su vida durante los últimos tres años, y él le había dado la espalda y la había engañado. Serena no era tonta. Ella siempre había sabido lo que Maggie sentía por él. Si había algo que le preocupara es que pudiera acostarse con ella algún día.
Y ahora lo había hecho.
—Mags —dijo.
Ella volvió la cabeza para mirarle. Él contempló su rostro que mostraba una expresión paciente y expectante. Maggie asumió que él saldría corriendo como alma que lleva el diablo. Estaba esperando a que él lo dijera. Error.
Como él no dijo nada, Maggie acudió de nuevo a su rescate.
—Mira, ¿tenemos que sacar las cosas de quicio? —le preguntó—. Tú te sientes terriblemente culpable, pero no deberías. Yo no lo hago. Nos necesitábamos el uno al otro y ha sucedido. No es necesario que Serena se entere nunca. Puedes hacer que el tiempo retroceda y que todo vuelva a ser igual que antes.
—¿Y qué hay de nosotros? —preguntó él.
Ella se dio la vuelta sin responder. Stride sabía por qué. Aun cuando él se convenciera de que Serena y él podían llegar a estar como antes, tenía la absoluta certeza de que su relación con Maggie había cambiado para siempre. No podían fingir que nada había pasado.
—Echemos un vistazo al apartamento, ¿vale? —propuso ella, eludiendo la pregunta—. Seguramente el propietario es ese de allí.
Salieron de la furgoneta y se acercaron a un hombre negro de baja estatura que caminaba arriba y abajo frente al edificio de apartamentos. Les saludó con un firme apretón de manos y se presentó como Rufus Durand.
Durand tenía el pelo color gris acero y rondaba los sesenta. Utilizó su llave para abrir la puerta de la calle.
—El apartamento del señor Garaldo está en la última planta —indicó al tiempo que les entregaba una llave maestra con una vieja cuchara de madera atada a la cadena con una goma—. Es el 405. Supongo que quieren ir solos, ¿no?
El tono de Durand no admitía dudas: no iba a subir con ellos. Si había un cuerpo dentro, no quería verlo. Probablemente no era la primera vez que uno de sus realquilados salía con los pies por delante.
—Le devolveremos la llave —dijo Maggie.
—Sí, tómense su tiempo. Estaré aquí sentado haciendo el crucigrama.
Se sacó un periódico de debajo del brazo y se sentó en una silla ante una mesa en la pared opuesta al ascensor.
Stride y Maggie tomaron éste para subir. El aparato era viejo y lento. Maggie se metió las manos en los bolsillos de sus tejanos y bailó impacientemente sobre las puntas de sus pies.
—¿Cuándo fue la última vez que vieron a este tipo?
—El sábado.
—¿Y desde entonces nada?
—No. Ni una llamada desde su móvil, y no se presentó en el trabajo. Llamé a sus padres en Des Moines. No tienen noticias de él.
Encontraron el apartamento de Nick Garaldo y llamaron. Nadie contestó. Maggie cogió la llave, la empujó dentro de la cerradura y entraron. El apartamento de Garaldo tenía un único dormitorio, un espacio abierto que hacía de salita y de comedor, y una pequeña cocina. El mobiliario era escaso y tenía aspecto de ser de saldo. Stride se dirigió al dormitorio y oyó como Maggie abría los cajones de la cocina. Se encontró con una cama individual, sin hacer, y una mesilla de noche con una lámpara, un despertador y un libro manoseado. Era una novela sobre un detective privado de Minnesota escrita por David Housewright.
Stride se puso los guantes y abrió el cajón de la mesilla. Garaldo no había acumulado demasiados trastos. El cajón contenía una caja medio vacía de condones, colonia Old Spice, varias novelas de misterio más y artículos varios que iban desde clips de papel a migas de patatas fritas. Cerró el cajón y se arrodilló para mirar debajo de la cama, donde encontró varios polvorientos pares de zapatillas deportivas. Cerca de uno de los zapatos, distinguió un disco negro no mayor que un sello de correos que recogió y sostuvo entre sus dedos. Era una tarjeta de memoria de una cámara digital. La guardó en una bolsa.
Registró el baño anexo y no encontró nada extraño. No había drogas ilegales en el armario botiquín. Una receta de un medicamento antialérgico. Botellas de champú con jabón seco. Volvió a la sala de estar.
—¿Has encontrado algo? —preguntó a Maggie.
Ella movió negativamente la cabeza.
—Le gustan los pistachos rojos. He encontrado un bote enorme en la cocina. Por lo demás, nada.
Él le alargó la tarjeta de memoria.
—Ha estado tomando fotos.
—¿Has encontrado su cámara?
Stride negó con la cabeza.
—No.
—Es interesante —observó Maggie.
Había un teléfono en la mesita baja situada cerca del televisor. Vieron que la luz roja del contestador parpadeaba. Maggie pulsó el botón para escuchar los mensajes. Eran siete en total, tres de su novia, dos de su jefe en el muelle y dos de sus padres, que mencionaban que la policía estaba preguntando por él. Parecían preocupados.
—No veo ninguna agenda —dijo Stride—. ¿Qué hay de su correo?
—Facturas. Cliente asiduo en REI. Debe de ser aficionado a la montaña.
—Quizá fue de excursión y tuvo un accidente —sugirió él.
—Es posible. Pasaré la alerta a los forestales.
Stride inspeccionó la habitación. El televisor de Garaldo estaba en las estanterías laminadas de una pared. Había un par de auriculares de ipod en el estante superior, pero la funda del ipod estaba vacía. Más allá de las estanterías, vio un escritorio de roble con una pantalla de ordenador Dell.
—¿Has encontrado botas de montaña en el armario o debajo de la cama? —preguntó Maggie.
Stride negó con la cabeza.
—Es imposible que este chico no tenga ni un par de botas —señaló Maggie.
—¿Qué hay de su coche?
—Tiene un Chevy Malibu registrado a su nombre. He emitido una orden de búsqueda. Todavía no hay nada.
—Echemos un vistazo en su ordenador —decidió Stride.
La luz verde del encendido brillaba en la pantalla sobre el escritorio de roble. Stride extrajo la balda del teclado y movió el ratón. Sin resultado, así que abrió el papel del compartimento para el ordenador. Dentro, encontró un SAI y el hueco para una torre CPU.
La torre no estaba. Los cables del teclado, la pantalla y la conexión de Ethernet colgaban dentro, sin conectar. Detrás de él, Maggie silbó.
—Alguien se lo ha llevado —concluyó—. Empiezo a tener un mal presentimiento, jefe.
Él notó como ella volvía a sus viejas costumbres y lo llamaba «jefe» como siempre.
—Tal vez sólo necesitara una puesta a punto —apuntó él—, o es posible que, después de todo, no estemos hablando de un accidente en una excursión.
—Ordenaré que venga un equipo forense.
El móvil de Maggie empezó a sonar. Tras sacarlo del bolsillo, ella le dirigió una mirada incómoda.
—Es Serena —dijo.
A Stride se le revolvió el estómago.
—Hey —saludó Maggie con una espontaneidad que a Stride le sonó forzada. Escuchó y dijo—: Sí, de acuerdo, vale. Sí, está conmigo, se lo diré. Nos vemos dentro de unas horas.
Colgó. Stride alzó las cejas.
—Serena está en Duluth —le explicó Maggie—. Irá a buscar una pizza a Sammy’s más tarde.
Stride cerró los ojos.
—Mierda.
—Traeré también a Kasey —propuso Maggie—. Eso hará que resulte menos embarazoso.
Stride asintió.
—No voy a decir nada —añadió ella. Mientras él permanecía en silencio, ella trató de leer en su rostro—. Te estoy proporcionando una salida, lo sabes, ¿no? Un pase libre. Di sólo que fue un error.
Ésa era la salida fácil. Para ambos. Añadirlo a la lista de arrepentimientos secretos que acumulas durante tu vida.
—No puedo decir eso —respondió—. No sé si fue una equivocación.