Maggie cogió dos bolsas de comida rápida y una bandeja de plástico que contenía café y zumo de naranja. Con las manos ocupadas, subió los escalones de la casa de Stride. Sus gafas de sol, que llevaba sobre todo para presumir, porque no hacía sol, se deslizaron hasta la punta de su nariz. El cabello rojo se agitaba frente a sus ojos. Llegó a la puerta delantera de la casa y llamó con la puntera de la bota.
—Hola. Soy yo —gritó.
Nadie acudió a la puerta. Maggie dejó en el suelo la bandeja con las bebidas y rebuscó en su bolsillo para encontrar las llaves. La llave de Stride tenía una etiqueta púrpura en la cadena. Maniobró entre la mosquitera y la puerta de roble para abrir las cerraduras de ambas. Con su hombro, empujó la puerta para abrirla y se coló dentro.
—¿Estás aquí? He traído McMuffins y un par de burritos.
Maggie oyó el ruido del agua, pero por lo demás la casa estaba en silencio.
—¿Hola?
Maggie dejó la comida sobre la mesa del comedor. Le quitó el envoltorio a una pajita y la metió por la tapa de uno de los vasos de zumo de naranja.
En sus mejillas se dibujaron unos hoyuelos cuando bebió. Rodeó la isleta que separaba el comedor de la cocina para dejar los platos sobre la mesa.
Entonces lo vio.
—Oh, Dios mío.
Maggie dejó caer la bebida. La tapa saltó y el zumo de naranja se desparramó por el suelo. Maggie se arrodilló. Stride estaba sentado con la espalda apoyada en los armaritos, rodeado por afilados fragmentos de cristal. Había sangre en su cara y en sus manos. Sus ojos estaban abiertos pero miraba a través de ella como si fuera invisible.
—¿Estás bien?
Él no respondió.
Maggie se arrastró hacia él, esquivando las esquirlas de cristal. Le cogió de las manos y enjugó parte de la sangre con su camiseta. Sostuvo la cara de Stride entre sus manos y le alzó la barbilla. Él enfocó lentamente sus ojos en ella. Estaban separados apenas por quince centímetros.
—Quédate aquí.
Stride intentó moverse, pero ella le sujetó por los hombros.
Cogió un trapo del tirador del horno, lo empapó de agua en el fregadero y le lavó la sangre de la cara. Luego, hizo lo mismo con sus brazos. Al terminar, vio que no tenía heridas graves, sólo cortes superficiales que habían sangrado profusamente. El agua fría empezó a devolverlo a la vida.
—Maldita sea, lo siento —murmuró—. Estaré bien.
Maggie le acarició el pelo. Uno de los cortes de su mejilla empezó a sangrar y ella uso de nuevo el trapo húmedo para limpiarle la cara.
—¿Puedes levantarte? —preguntó.
Él negó con la cabeza.
—Tómate tu tiempo —dijo ella.
Le rodeó con un brazo y le ayudó a ponerse en pie. Stride se tambaleó cuando quedó en posición vertical y se agarró a la encimera para no perder el equilibrio. Maggie lo condujo a través del espacio abierto hasta el cuarto de baño, donde él se sostuvo en el lavabo con ambas manos. Inclinó la cabeza y el pelo le cayó sobre la cara.
Maggie corrió la cortina de la ducha y abrió el grifo. Cogió una toalla, la mojó y la aplicó con cuidado a los restos de sangre que quedaban sobre la piel de Stride. Cuando la puso bajo el chorro de agua, un líquido rosado se arremolinó en el lavamanos.
Le ayudó a quitarse la camiseta manchada de sangre. Su pecho estaba empapado en sudor.
—Dúchate, ¿vale? —dijo ella—. Te sentará bien.
Al pasarse una mano por el pelo varios trocitos de cristal cayeron al suelo.
—Yo lo limpiaré —dijo ella.
Maggie lo dejó en el baño. Volvió a la cocina, cogió una escoba del armarito de la limpieza y barrió los cristales. Con un puñado de papel de celulosa enjugó la sangre y el zumo de naranja del suelo. Después lo tiró todo a la basura, se dirigió al dormitorio de Stride y encontró un par de boxers cortos en la cómoda. Abrió la puerta del baño y vio su sombra tras la cortina de la ducha. Tenía las manos apoyadas en la pared. Ella recogió la ropa sucia bajo su brazo y dejó los boxers en el toallero. Luego recogió con los dedos los cristalitos que quedaban.
Cuando terminó, se sentó en el suelo de la estancia principal con la espalda apoyada contra el sillón de piel roja de Stride y las rodillas abrazadas contra el pecho. Su corazón latía acelerado. Tragó con fuerza, miró sus pies e intentó mantener el tipo.
—Lo siento muchísimo.
Maggie miró hacia arriba. Stride estaba en la puerta del baño. Sólo llevaba los boxers. Las gotas de agua se pegaban a su cuerpo y su cabello oscuro estaba mojado. Maggie se frotó los ojos y miró sus pies de nuevo sin decir nada. Él avanzó con cuidado sobre la alfombra y se sentó junto a ella. Sus hombros se tocaron. La piel de él estaba cálida. Stride le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.
—Gracias —dijo.
Maggie se derrumbó. Lloró apoyada en su hombro, odiándose a sí misma por mostrarse tan débil y vulnerable ante él. Ella no era así. Se secó la cara y lo apartó de ella.
—Me has dado un susto de cojones.
—Lo sé.
—¿Qué te ha pasado? Cuéntamelo.
—Se me cayó un vaso —dijo él.
—¿Has tenido un ataque? ¿Un infarto? ¿Tengo que llamar a una ambulancia?
—No, no es nada de eso.
—Entonces, ¿qué ha sido?
Él vaciló.
—No creo que sea capaz de hablar de eso.
Ella se volvió para mirarle. Sus caras estaban otra vez muy juntas. Su voz se volvió más grave cuando le regañó.
—No me importa. Habla conmigo.
—Mags —murmuró él.
—Lo digo en serio. No vas a librarte de mí.
Juntó las yemas de los dedos, apoyó la barbilla y cerró los ojos.
—Me ha estado ocurriendo durante los dos últimos meses —susurró.
—¿El qué?
—Ataques de pánico. Flashbacks.
—¿Flashbacks de qué? —preguntó Maggie. Entonces lo entendió—. La caída.
Él asintió.
—Tiro algo, cualquier cosa y es como si estuviera de vuelta allí. No es sólo un recuerdo. Estoy allí. Y no mejora, va a peor. Me está volviendo loco.
Maggie exhaló un ruidoso suspiro.
—¿Se lo has contado a alguien?
Él movió negativamente la cabeza.
—No.
—Necesitas ayuda —le dijo bruscamente—. ¿Desde cuándo tienes que ser Superman? Oh, espera, ¿con quién estoy hablando? Tú no puedes apoyarte en nadie. Tienes que ser siempre fuerte.
Maggie se calló y se maldijo a sí misma. Luego se apoyó en él y descansó la frente en su mejilla.
—Lo siento.
—Tienes razón —dijo él.
—¿Son sólo los flashbacks? —preguntó ella—, ¿o hay algo más?
—Hay algo más —admitió él—. Me siento muerto por dentro. No me importa nada ni nadie. Cuando estaba sentado en la cocina, deseé estar muerto. Quiero decir, lo pensé de verdad…
Stride se calló.
—Me estás asustando —dijo Maggie.
—No iba a hacer nada, pero lo pensé.
Maggie cogió su mano entre las suyas. Sus ojos se encontraron y por primera vez en su relación, ella sintió que las diferencias entre los dos se fundían. No existía la diferencia de edad. La distancia entre un jefe y su compañero se había desvanecido. No existía una historia de sentimientos unidireccionales que ella había intentado olvidar. Estaban en un terreno de juego llano, un hombre, una mujer.
—No estás loco, ¿sabes? Es normal.
—¿Normal? Por favor…
—Si le pasara a otro, te darías cuenta enseguida. Lo que pasa es que no te ves a ti mismo.
—¿De qué estás hablando?
—TEPT. Trastorno por estrés postraumático. Por el amor de Dios. Despierta, ¿vale? Hace tres meses casi te mueres. ¿Crees que tu cuerpo puede curarse y que eso lo resuelve todo? Te has estado aislando porque te niegas a enfrentarte a ello.
Stride miró al techo.
—No tiene sentido, Mags. He pasado por cosas peores en mi vida. Incluso cuando perdí a Cindy, me mantuve en mis cabales.
—Yo estaba allí —le recordó—. Has bloqueado los recuerdos de lo horrible que fue.
No añadió que ella había intentado acercarse a él entonces y compartir su dolor y ayudarle a superarlo, y que él la había apartado de su lado.
—Pienso que es peor no sentir nada —insistió él—. Estoy en algún otro lugar, ido.
Maggie acarició su cuello con el reverso de sus dedos.
—No estás solo.
—Lo sé. Gracias.
—No es un pecado necesitar ayuda.
—Tal vez, pero estoy acostumbrado a resolver las cosas por mi cuenta —dijo él.
—No, no las resuelves en absoluto, pedazo de mula.
La expresión de él se suavizó y sonrió.
—Te he echado de menos.
—Yo también. No salgas corriendo de nuevo otra vez, ¿vale?
—Trato hecho.
Parecía normal continuar acariciándole, y lo hizo. Ella percibió lo que parecía una invitación en sus ojos y acarició con las yemas de los dedos la línea de su barbilla y luego sus labios.
—No has dicho nada —observó ella.
—¿Sobre qué?
—Sobre mí.
Él parpadeó sin entender. La miró hasta que finalmente la vio. La vio de verdad. Ella se dio cuenta de cómo la contemplaban sus ojos. Había permanecido alejada tanto tiempo que ahora se sentía desorientada mientras él la miraba de esa forma.
—Oh, Dios mío —dijo él con una sonrisa—. Tu pelo.
Alargó una mano y le apartó los mechones que caían sobre sus ojos. La intimidad del gesto la dejó sin respiración.
Ella le devolvió la sonrisa. Sólo con sus labios, burlona.
—¿Te gusta?
Él no tuvo que contestar. Su expresión lo decía todo. Ella no sabía si era gratitud o deseo, pero no le importaba. Las manos de él se deslizaron alrededor de la nuca de ella y la atrajo hacia sí.
La barbilla de Maggie se inclinó hacia atrás. Sintieron en la cara la calidez de la respiración del otro. Sus labios se acercaron, como atraídos por la fuerza de la gravedad, y se unieron con suavidad. Él la besó; ella le devolvió el beso. Cuando él se apartó, ella pensó en lo más recóndito de su mente: «Esto ha sido todo». Se había terminado, había habido un momento en que los dos habían danzado en el límite de una peligrosa línea y luego habían vuelto en sí, como si fuera lo único que podían hacer.
Pero no había terminado. El primer beso acabó, y mientras una fina capa de hielo se resquebrajaba bajo ellos, empezaron de nuevo. Su deseo era feroz, urgente. Antes de que Maggie se diera cuenta, la línea peligrosa se alejó tanto de ellos que ya no pudo verla. Una voz cantaba en su cabeza: «Error, error, error», pero ella cerró la puerta firmemente y aquella voz se volvió imperceptible e intrascendente. No pensaron en lo que estaban haciendo: sólo lo hicieron. Ella le ayudó a desnudarla y él se quitó los boxers de seda. Cuando los dos estuvieron desnudos, él se apretó contra ella presionándola contra la alfombra. Se afianzó sobre ella y sus brazos se abrieron camino bajo su espalda. Ella se arqueó para apretarse a él, mientras estrechaba su cara. Al momento siguiente, cuando las piernas de Maggie se tensaron en torno a la espalda de él, la penetró con un único y lascivo empujón.
«Error», dijo la voz de nuevo.
Maggie no la escuchó. Dejó de prestarle atención. La ahogó diciéndole lo mucho que le quería, pidiéndole que le hiciera el amor. Se aferró a él con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en su piel. No podía estar más cerca, no podía dejar ni un centímetro cuadrado de su piel sin tocar. Él respondió con la misma intensidad, haciéndole el amor con el mismo abandono urgente.
En algún lugar, fuera de sí misma, se preguntó si también había una voz en la cabeza de él susurrándole que aquello era una equivocación. Si era así, tampoco la escuchó. Simplemente se aferraron el uno al otro y saltaron del puente juntos y, por un momento, ella tuvo la certeza de que podían volar. Y aun en el caso de que no pudieran, no importaba, porque el agua estaba tan lejos allá abajo que no podía ver como se acercaba.