En la luz grisácea del amanecer, Maggie miró cómo Guppo y su equipo analizaban la furgoneta negra que habían extraído de las aguas poco profundas del lago. Se frotó los ojos; estaba siendo una noche interminable. Tras ella, Kasey Kennedy permanecía tumbada sobre el confortable asiento trasero de la Avalanche. Con los ojos cerrados, el joven rostro de la policía resultaba angelical pero, una vez más, había demostrado tener insensatez y pelotas a partes iguales.
No había vuelta de hoja. A Maggie le gustaba Kasey. Su intensa terquedad le recordaba sus primeros años en el cuerpo. Tenía la clase de determinación que implica que nunca abandonas hasta que consigues llegar adonde quieres. Aunque también puede hacer que te maten.
Cerca del lago, Guppo le hizo señas. Maggie se deslizó fuera de la camioneta sin despertar a Kasey y se acercó al obeso detective cerca de la rampa para las barcas. El pequeño claro estaba abarrotado de vehículos policiales y del equipo forense. Fuera adonde fuera Maggie esa mañana, una docena de cabezas la seguían.
La mirada de Guppo estaba fija a unos cinco centímetros por encima de los ojos de Maggie.
—Para ya —le dijo Maggie.
—No puedo evitarlo —respondió él—. Es que es tan tan…
—Rojo.
—Exactamente, rojo.
—Te dije que me lo estaba pensando.
—Sí, pero nunca creí que lo hicieras —replicó Guppo, riendo—. Y especialmente tan tan…
—Rojo.
—Sí. Rojo.
—¿Has terminado? —preguntó Maggie.
—Por ahora.
—¿Cuál es el informe?
—Es su furgoneta —le dijo Guppo, pero ella se dio cuenta que le hablaba a su cabello, no a su cara—. A pesar del agua que ha entrado, hay sangre por todo el interior. No es un panorama agradable.
—Mierda —maldijo Maggie—. Compárala con la de las mujeres desaparecidas y asegúrate de que no hay más muestras ahí dentro. No sabemos cuánto tiempo lleva haciendo esto.
Guppo asintió.
—Las placas de Minnesota no corresponden a la furgoneta. Son de un sedán Volvo. Hemos llamado al propietario. Es un abogado especializado en lesiones en el St. Paul, y dice que el coche está aparcado en el garaje de su residencia de verano al sur de Duluth. Sólo usa el Volvo cuando está allí, y no ha venido a la ciudad desde principios de septiembre. No tiene ni idea de qué ha pasado con las matrículas.
—Examinad su casa para buscar huellas.
—Estamos a punto de conseguir la orden.
—¿Qué me dices de la furgoneta?
—De acuerdo con el número de chasis, la robaron en Colorado Springs hace seis meses —la informó Guppo.
Maggie arqueó una ceja.
—¿Colorado? Eso es interesante.
—Hoy contactaremos con las autoridades de allí y veremos qué podemos averiguar.
—Comprueba si tienen asesinatos no resueltos en la zona que coincidan con su modus operandi —le dijo Maggie—, y hazles llegar nuestro informe de ADN para que lo cotejen con la base de datos del estado.
—Estoy en ello.
—¿Qué hay del coche que robó ayer por la noche para escapar?
—Es un Cadillac. El dueño lo dejó sin cerrar. La gente a veces es demasiado confiada.
—¿Alguien lo ha visto? —preguntó Maggie.
—No, todavía no.
Maggie asintió.
—Estamos acercándonos a ese cabrón.
—Eso parece.
—¿Hay alguna huella dentro de la furgoneta?
—Todavía estamos buscando —dijo Guppo—. No es de gran ayuda el hecho de que el trasto se diera un chapuzón.
—Te has enterado de que la llamada al 911 era falsa, ¿verdad? —preguntó Maggie—. Él nos alejó deliberadamente.
—Sí, ¿sabes lo que significa?
—Significa que iba a por la chica. Este tipo está obsesionado con Kasey.
—Sí, y eso podría ayudarnos —señaló Guppo—. ¿Tenéis la casa vigilada?
Maggie asintió.
—Sí, a ella no le gusta, pero tengo un monitor en blanco y negro al otro lado de la autopista.
—Bien, quizá no deberíamos asustarlo —sugirió Guppo—. A lo mejor tendríamos que usarla como cebo.
Maggie sacudió ferozmente la cabeza.
—De ninguna manera.
—Yo sólo digo…
—Te he dicho que no. No vamos a arriesgar la vida de esa chica. Es una policía, una esposa y una madre. Quiero atemorizar a ese tipo para que se aleje a cien kilómetros de ella.
—Lo que tú digas —aceptó él, pero frunció el ceño en su cara rubicunda.
—Voy a volver al ayuntamiento —añadió Maggie—. Me llevo a Kasey conmigo. Quiero que la foto de la furgoneta salga en todos los medios. Eso quizá refresque la memoria de alguien.
—Aquí todavía nos quedan unas cuantas horas de trabajo —dijo Guppo.
—De acuerdo; avísame cuando vuelvas. Tengo que ver a Stride esta mañana en The Point. También quiero averiguar algo más sobre Nick Garaldo.
—¿Es el chico que desapareció el fin de semana?
—Sí, es él. Todavía no ha dado señales de vida. Ya hace dos días. Voy a ir a su apartamento a ver qué encuentro.
Guppo señaló su melena.
—Vas a ver a Stride, ¿eh? ¿Le has dicho algo sobre tu pelo?
Maggie se encogió de hombros.
—¿De verdad crees que se dará cuenta?
Stride entró en Duluth por la carretera del norte, que le llevó a través de Hermantown y de Miller Hills. Al dirigirse colina abajo hacia las calles del centro, pudo ver el muelle y la gigantesca franja del lago Superior, que llenaba el valle. Olas blancas rompían contra la playa. Un estrato gris de nubes hacía que los edificios de ladrillo parecieran viejos, como si el tiempo se hubiera congelado allí en algún invierno extremo varias décadas atrás.
Tomó el paso elevado sobre la interestatal 35 y continuó a través de Canal Park hacia el puente elevado que conducía a la franja de tierra conocida como The Point. Siguió la carretera hacia su casa y se dio cuenta de que le costaba respirar. Sentía una opresión en el pecho. Al llegar a su camino de entrada en la calle Treinta y tres, redujo hasta detenerse e inspiró profundamente con la boca abierta hasta que sus pulmones se relajaron. Bajó la ventanilla y pudo oír el estruendo de las olas del lago al romper en la playa, al otro lado de la duna de arena. Estaba en casa.
Entró en el camino de acceso, pero antes de entrar prefirió subir andando la duna hasta el lago, que allí era salvaje y tempestuoso. Una gaviota se suspendía inmóvil sobre la playa, sujeta por las corrientes de aire. La arena estaba cubierta de maderas que el agua había traído hasta allí. El centeno se agitaba enloquecido y los pinos se mecían con una elegancia no estudiada. Continuó descendiendo por la colina hasta la larga franja de arena. Las olas se levantaban desde el lago en largas y silenciosas sombras que caían con una furia de trueno, espuma y barro. En el lapso de calma entre dos olas, oyó el rumor de las burbujas rompiéndose y vio miles de salpicaduras de plata sobre la arena, como estrellas asustadas que corrieran en busca de refugio.
Stride no podía posponerlo más. Trepó por la duna, subió los escalones traseros de la casa y entró. Todo estaba tal como lo había dejado, excepto por el polvo en las superficies y el olor a rancio del aire, que había permanecido estancado durante semanas. La casa tenía una quietud de funeral, y el único sonido era el de sus pasos sobre las desiguales tablas del suelo. Fue de una habitación a otra como un extraño, reencontrándose con sus posesiones. Cuando entró en el baño principal, detectó un rastro del jabón floral que usaba Serena y un persistente vestigio de su perfume. Había estado allí, pero se había ido. Como él. Contempló su reflejo en el espejo, pero nadie le devolvió la mirada.
Estaba sucediendo otra vez. La opresión en el pecho. La sensación de que sus pulmones pugnaban por conseguir aire. Se sostuvo en el fregadero cuando el mareo se adueñó de él y la cabeza empezó a darle vueltas. Se sentía como si un torno estuviera apretando su cráneo. Cuando se miró en el espejo de nuevo, su piel estaba pastosa y empapada en sudor. Sus párpados eran oscuras capuchas sobre sus ojos. Dejó que el agua corriera por la pila y se remojó la cara.
Necesitaba beber algo. Avanzó lentamente por el espacio principal de la casita hasta la cocina y encontró una lata de Coca-Cola en la nevera. La abrió, la puso sobre la encimera y luego alcanzó la estantería más alta del armarito para coger un vaso largo. No pensó en lo que estaba haciendo. Sus manos estaban mojadas. Alcanzó el vaso con los dedos, pero se le escurrió.
Cayó.
Y él cayó con él.
«Maldita sea».
Volvía a estar sobre el agua, muy arriba. Su cuerpo salió disparado como una bala desde el puente, cortando el viento hacia la bahía. El aire de la noche se convirtió en un silbido abrasador en sus oídos. Tres segundos, eso es todo lo que duró. Tres segundos para darse cuenta de que iba a morir, tres segundos para golpear como un martillo la superficie. Sus terminaciones nerviosas explotaron de dolor. La dura y fría agua se convirtió en su tumba. Su mente le condujo a las profundas mandíbulas de la bahía, una y otra vez, y en cada ocasión su cuerpo salía disparado como un cohete a través del aire. Deseó que el impacto le matara de una vez por todas. Casi pudo oír las palabras que se formaban en su pecho.
«Mátame».
Al despertar, Stride se encontró en el suelo de la cocina, rodeado por los cristales rotos del vaso; algunos fragmentos eran tan bellos como diamantes, otros grandes y mortíferos como puntas de flecha. Rastros carmesí rezumaban de los cortes de sus brazos. Su camisa estaba manchada por la sangre que había goteado de su mejilla y su cuello, ya que las esquirlas habían alcanzado su cara. Extendió las manos y miró los borrones que aparecían en ellas como si la sangre proviniera de un cuerpo extraño. Los cortes no le escocían. No sentía su pierna, la que se había roto en la caída. Se le había dormido.
En el suelo, vio un fragmento puntiagudo con bordes tan punzantes como una cuchilla. Era tan afilado que podía cortar el tejido como el bisturí de un cirujano. Lo cogió y lo frotó entre los dedos. El cristal destelló bajo la luz. Apretó los puños y vio las venas de su muñeca abultarse como dos cuerdas gemelas. Si los fragmentos le hubieran cortado allí, abriéndole como una fuente… Si no se hubiera levantado más…
No quería vivir así.