A medianoche, Valerie Glenn abandonó la autopista 2 y entró en el aparcamiento vacío de la iglesia. Aparcó su Mercedes blanco, salió y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de ante. Frente a ella se alzaba una iglesia de una planta rodeada de altos pinos cuyas ramas se alargaban hacia fuera de la misma forma que un predicador extendería los brazos. Cruzó el césped sobre la fina capa de nieve. Al llegar a la entrada, se sentó en los peldaños de cemento y sintió la frialdad de la piedra helada a través de sus tejanos.
«Sé qué le ha pasado a su hija».
La mujer del teléfono le había pedido que viniera sola y que mantuviera en secreto la llamada, que no se lo contara a la policía ni a su marido. A pesar de todo lo que Serena le había dicho, Valerie había hecho exactamente lo que la mujer quería. Estaba allí, a kilómetros de su ciudad, por su cuenta y riesgo. Esperando.
Las huellas de los ciervos se entrecruzaban en la nieve. Arriba, en el cielo, la luna era un brillo apenas perceptible a través de la mortaja de nubes oscuras. Permaneció veinte minutos sentada en los escalones. Sintió como el mordiente frío entumecía su cara. Nadie vino. Empezó a pensar que la llamada había sido un engaño y que nadie aparecería para informarle sobre Callie. Se dijo a sí misma que esperaría diez minutos más y que entonces se iría a casa, pero lo cierto era que no iba a marcharse. Se quedaría allí toda la noche por si había la más mínima posibilidad de que eso pudiera devolver a su hija a casa.
En la autopista, desde el sudoeste, vio las luces gemelas de unos faros. Un Hummer negro emergió de la curva. El pesado vehículo aminoró la marcha y giró hacia el aparcamiento de la iglesia, donde pasó junto al Mercedes de Valerie. Sintió como su corazón se aceleraba y, surgida de ninguna parte, la rabia bulló en su interior y le hizo apretar los puños. No sabía quién conducía el Hummer, pero quería matarlo, fuera quien fuese. Si se había llevado a su hija, quería que pagara por ello.
La puerta se abrió y una mujer bajó del coche. Vestía un abrigo con una capucha de piel que le cubría la cabeza y ocultaba la mayor parte de su rostro. Era delgada, sus piernas como tuberías de desagüe. Valerie la observó acercarse. La mujer se detuvo en la nieve a unos tres metros de ella y deslizó la capucha hacia atrás. Su piel era blanca y llevaba maquillaje oscuro, casi púrpura.
Valerie estalló:
—¿Dónde está mi bebé?
Saltó desde los escalones y atravesó la corta distancia que las separaba. Su repentino ataque tomó a la mujer por sorpresa y no tuvo tiempo de apartarse antes de que Valerie chocara con fuerza contra su pecho, de forma que ambas cayeron al suelo. La mujer aterrizó de espaldas en la nieve y Valerie se montó sobre ella y golpeó su torso con los puños mientras gritaba:
—¡Dímelo! ¡Dime dónde está!
La mujer empujó con una mano el hombro de Valerie y se zafó de ella, pero Valerie volvió a subírsele encima y la golpeó repetidamente hasta que las lágrimas y el frío la dejaron sin fuerzas. La mujer le agarró los puños y los sujetó. Luego, la empujó de nuevo a la vez que rodaba hacia un lado para salir de debajo de ella. Ambas respiraban con dificultad. Valerie descansaba de espaldas como un ángel de nieve, mirando el balanceo de las ramas de pino situadas sobre ellas.
—¿Quién coño eres? —preguntó Valerie—. ¿Qué has hecho con Callie?
La mujer se puso en pie tambaleándose y se abrazó a la reja que había junto a los escalones de la iglesia.
—Yo no la tengo.
—¿Quién eres? —repitió Valerie.
—Soy Regan Conrad.
Valerie tardó un momento en identificar el nombre. Se puso en pie con dificultad y retrocedió para impulsarse y volver a abalanzarse sobre la mujer, pero Regan le sujetó las manos para impedírselo.
—¡Espera! Escúchame.
—¿De qué va esto? ¿Qué tratas de hacerme?
—No creo que hubieras venido si te hubiera dicho que era yo.
—Estás en lo cierto.
Regan se encogió de hombros.
—Sé que me odias a muerte. Lo entiendo. He pasado un montón de tiempo follando con tu marido. Podría decirte que lo siento, pero no es cierto y tú no me creerías. Así que no voy a hacerte perder el tiempo.
—¿Qué quieres? —preguntó Valerie.
—Hablar.
—¿Sobre qué?
—Tu marido —contestó Regan.
—No tengo nada que decirte.
—Entonces escúchame. —Regan se sentó en los escalones, se tocó el pecho con cautela y giró el cuello para estirarlo—. Pegas durísimo para ser una zorra ricachona. Imaginé que eras del tipo finolis y que no querrías ensuciarte las manos.
—Pues te has equivocado.
—No has llamado a la poli, como te dije. Eso ha sido inteligente.
—Puedo llamarles ahora si quieres.
Regan no pareció preocuparse.
—Hazlo. Les diré lo que iba a contarte a ti. Te he pedido que no llames a la policía porque me pareció que querrías oír esto tú sola. Luego puedes decidir qué hacer. Tú eres la única que puede saber si eres capaz de vivir con eso o no.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Valerie—. Me dijiste que sabías qué había pasado con Callie.
—Las dos lo sabemos, ¿no?
—No, yo no lo sé. Dímelo.
Regan meneó la cabeza.
—Cierras los ojos porque no quieres verlo. Pero todo el mundo lo sabe. Esa reportera, Blair Rowe, ella lo sabe, pero tiene que marear la perdiz para mantener a los abogados contentos. Los polis lo saben, pero no pueden probarlo. Y tú lo sabes también. Lo sientes en tus entrañas, ¿verdad?
—No. Te equivocas.
—Tal vez no puedas decirlo en voz alta. Yo lo haré por ti. Soy enfermera y trabajo con madres de forma que, créeme, sé lo horrible que es. Pero Callie se ha ido. Marcus hizo que se fuera. Puede que fuera un accidente y luego tuviera que taparlo, pero no lo creo y tú tampoco. Las dos sabemos la clase de hombre que es. Frío hasta la médula.
Valerie le dio la espalda a Regan.
—Me voy.
Regan dejó que recorriera la mitad del camino hacia el Mercedes antes de llamarla.
—Sal corriendo si quieres, pero ¿no quieres saber el porqué?
Valerie se detuvo en seco. Sabía que tenía que entrar en el coche e irse. Sabía que la estaba manipulando, pero no pudo resistirse. Tenía que saber qué más iba a decir Regan. La zorra del demonio había hincado de lleno su afilada uña roja en todas las dudas y miedos de Valerie. Regan se había convertido en el eco de la voz que Valerie había oído, susurrándole como el redoble de un tambor desde que Callie había desaparecido. El mismo susurro, una y otra vez.
«Marcus».
Se volvió hacia ella.
—¿Por qué?
Regan dejó los peldaños y se acercó. Valerie miró a esa mujer, que era más joven que ella. Una mujer sin curvas, con el cabello mal cortado y la cara estropeada por un maquillaje púrpura y unos feos piercings. Valerie intentó imaginar qué podía haber visto su marido en una mujer así, qué demonios le había ocurrido para meterla en la cama de ambos.
Fue como si Regan pudiera leer su mente.
—No es importante ser guapa —dijo—. La cosa no va de eso, y lo sabes.
—Lo que sé es que te vi en la habitación del hospital mientras estaba de parto. Lo que sé es que te acostaste con mi marido mientras mi hija venía al mundo.
—¿No te dice eso algo? —preguntó Regan.
—Me dice quién eres.
—También debería decirte quién es Marcus. Nunca se ha preocupado de Callie. Nunca la ha querido.
—Te equivocas.
—¿Crees que la puta de Las Vegas es la única chica con la que se ha sincerado? A mí me dijo lo mismo. Cómo deseaba que perdieras el bebé. Cómo deseaba que ella nunca hubiera nacido. Éste es el hombre con el que estás casada, Valerie.
Valerie se arrancó el guante de la mano y abofeteó a Regan en la cara. El arrebato hizo aparecer un verdugón de color fresa en la pálida cara de la enfermera.
Regan dio un traspiés hacia atrás pero, por lo demás, no reaccionó.
—No mates al mensajero —dijo con calma.
—Si crees que puedes jugar con mi mente, te equivocas.
Pero no se equivocaba. Las dos lo sabían. La cara de Valerie la traicionaba. Valerie se sintió como si una riada estuviera arrasando los cimientos de su mundo y Regan pudiera ver sus denodados intentos por aferrarse a un salvavidas.
—No tengo que decirte por qué, ¿no? —preguntó Regan.
—Estás loca.
—Venga ya, Valerie. ¿No es obvio? ¿No lo sabes?
—No sé nada —replicó Valerie con brusquedad—. No voy a escuchar nada más. Marcus quiere a Callie.
Regan rió. Sus dientes eran tan blancos como su piel.
—Dios mío, realmente no lo sabes. Es hilarante.
—¡Vete al infierno!
Valerie se alejó como una exhalación, pero Regan dio dos pasos apresurados hacia ella y la detuvo con una mano firme en su hombro.
—Espera.
Regan bajó la cremallera de su parka y extrajo de un bolsillo interior un sobre sellado que le tendió a Valerie. Ésta no lo cogió, así que la enfermera se acercó y metió un extremo en la cintura de sus tejanos.
—No puedo creer que no lo sepas —le susurró al oído.
Pasó sigilosamente junto a ella, que se quedó paralizada escuchando el sonido de los pasos de la mujer. Detrás de ella, Valerie oyó como se abría y se cerraba la puerta del Hummer. Siguió sin moverse. Se quedó de pie como una escultura de hielo mientras Regan se alejaba, dejándola sola frente a la iglesia.