22

Maggie se sentó en la silla y se contempló en el espejo. Con la bata negra cerrada hasta el cuello y envolviendo su cuerpo, parecía un peón de un ajedrez gigante. Detrás de ella, Sara Wolfe tomó algunos mechones de pelo de Maggie entre los dedos y jugueteó con ellos.

—¿Estás segura? —preguntó Sara.

—Sí, estoy segura. Voy a hacerlo.

—Sólo quiero que mañana no te levantes maldiciéndome.

—Sé lo que me hago —replicó Maggie.

—Lo que tú digas. —Sara removió el tinte dentro del mortero—. ¿Dónde está Stride, de todas formas? Hace varias semanas que no le veo. O ha encontrado a otra persona o se está convirtiendo en un ermitaño greñudo.

—Ha pasado el último mes en una cabaña en Grand Rapids. Le veré mañana por la mañana.

—Oh, ahora lo entiendo —sonrió Sara, guiñando el ojo a Maggie en el espejo.

—¿El qué?

—Nada. Ahora entiendo por qué lo haces.

—Esto no tiene nada que ver con él —replicó Maggie.

—Sí, lo que tú digas. Bueno, pues dile que se pase por aquí. Sacaré el machete para abrirme camino por ese bosque enredado que él llama pelo.

Dejó el bol blanco y se hizo unas mechas en su propio cabello rubio rojizo.

—Mira, cuando mi marido está en el escenario haciendo un solo de guitarra, a veces todavía me quedo sin aliento, como si fuera una groupie.

Maggie la miró con recelo.

—¿Y?

—Pues que es bonito cuando conoces a alguien durante mucho tiempo y todavía hace que tus rodillas flaqueen.

—No tiene nada que ver con eso.

Sara asintió.

—Ya te he oído, muchacha. Mensaje recibido, alto y claro.

—Eres una zorra.

—Nunca digas eso a alguien que está de pie detrás de ti con unas tijeras.

Sara señaló a Maggie con el dedo y volvió a coger el mortero.

—Tienes razón, lo siento.

Sara se puso seria.

—¿Vais a echarle el guante al tipo que está cometiendo esos asesinatos en las tierras de labranza? Tengo que decirte algo: todas mis amigas están muy asustadas. Y yo también.

—Las patrullas circulan por las carreteras del noroeste de la ciudad durante toda la noche.

—Si viviera en una de esas granjas, no podría dormir —afirmó Sara—. Me quedaría sentada con todas las luces encendidas, una pistola enorme en mi regazo y un par de pastores alemanes a cada lado.

—No es mala idea —le dijo Maggie.

Sara inclinó el cuenco y le mostró el color del tinte.

—¿Cómo lo ves? ¿Es lo que quieres?

—Más rojo.

—Si lo hago más rojo, te parecerás al payaso de McDonald’s.

—Quiero que pare el tráfico —repuso Maggie.

—Tú mandas.

A las nueve de la tarde del lunes, Kasey descubrió el solitario foco que circulaba tras su coche patrulla como un ojo vigilante. Apareció cerca del aeropuerto y la seguía por las remotas carreteras cada vez que giraba. No pensó que hubiera ningún problema hasta que giró por cuarta vez, en dirección al norte, hacia Island Lake, y el mismo solitario faro siguió su estela. Al aminorar para verlo de más cerca, quienquiera que estuviera detrás hizo lo propio. La estaban siguiendo.

Kasey se detuvo, con el motor al ralentí y los ojos clavados en el espejo retrovisor. Gigantes extensiones de agua negra bordeaban la autopista. Su coche patrulla se sacudía por el viento que soplaba desde el lago, trayendo consigo ráfagas de nieve. Medio kilómetro detrás de ella, el coche con el faro solitario también se detuvo. Estaban jugando al gato y al ratón en extremos opuestos del puente.

No quería dejarse llevar por la paranoia. Podía no ser nada. No era raro que los adolescentes devoradores de thrillers se dedicaran a seguir coches patrulla de la policía. Encendió la luz de la sirena y, casi de inmediato, el faro desapareció. Kasey vio unas luces rojas cuando quien fuera que iba tras ella giró en redondo y se alejó a gran velocidad. En la oscuridad, no pudo ver ningún detalle del coche que la había estado siguiendo.

Esperó otro minuto y cuando comprobó que la extraña luz no regresaba, continuó hasta la parte más alejada del lago. Siguió la autopista hasta el lugar donde abrazaba la orilla norte. En la radio, oyó el parloteo de otros policías mientras patrullaban por las tierras de cultivo, barriendo arriba y abajo las zigzagueantes carreteras. Era una noche fría, solitaria. Casi tenían la campiña para ellos solos. Su teléfono sonó. Lo desenterró del bolsillo de su camisa y vio que era su marido quien la llamaba.

—¿Va todo bien? —le preguntó Bruce.

—Sí. Estoy bien.

Él percibió el nerviosismo de su voz.

—¿Estás segura? Suenas rara.

—No es nada —lo tranquilizó Kasey echando otra mirada al espejo—. Creía que alguien me seguía. Pensaba que podía ser él, ¿sabes?

—Jesús. No me gusta la idea de que vayas por ahí sola.

—Estaré bien. ¿Cómo van las cosas en casa? ¿Has tomado precauciones?

—He comprobado el sótano y todas las ventanas —le respondió Bruce—. Y también he puesto un intercomunicador allí abajo, así que podré oír si alguien intenta entrar.

—Bien. Llegaré a casa un poco después de medianoche.

—Estaré levantado —le dijo Bruce, y añadió—: No podemos vivir así para siempre, lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé. Vamos a irnos de aquí, tal como planeamos.

—Pues hagámoslo. Ahora. Hagamos las maletas y vayamos a Nevada. Podemos marcharnos esta misma noche.

Kasey dejó que el silencio se alargara.

—Todavía no.

—¿A qué estamos esperando?

—Si nos vamos y ese tipo todavía anda suelto por ahí, nunca podré dormir tranquila de nuevo —explicó Kasey—. Siempre lo tendré presente, no importa adónde vayamos.

—¿Crees que él nos seguiría?

—¡No lo sé! —gritó Kasey. Respiró hondo y bajó la voz, dando rienda suelta a su pánico—. No tengo ni idea de cuál será el siguiente paso que dará. Ahora está obsesionado conmigo. ¿No te das cuenta?

—Razón de más para irnos —la presionó Bruce.

—Hablamos cuando llegue a casa, ¿vale? Ahora no puedo.

—Lo sé. Vigila tu espalda.

Kasey colgó. Le temblaban las manos. Se mordió el labio superior y escrutó el exterior a través de las ventanillas. Las granjas y las segundas residencias surgían del bosque cada medio kilómetro a medida que ella serpenteaba a través de las carreteras que bordeaban Island Lake. Dedicó una hora a hacer un reconocimiento de los caminos de grava que había cerca del agua. Tuvo que frenar dos veces para no atropellar a sendos ciervos paralizados que la miraban fijamente. Los animales eran lo único que estaba vivo y despierto.

Sabía que Maggie había ordenado el despliegue de una presencia policial titánica para espantar al asesino. «Dejemos que vea policías en cada carretera. Dejemos que sepa que el riesgo de otro asalto es demasiado grande». Si jugaban al ratón y al gato, lo tenían difícil para ganar. Había demasiados kilómetros de tierras para vigilar.

Kasey radió su posición. El operador del 911 le dijo que se dirigiera hacia el sur y luego al este, a la autopista 44 Este. Más viajes por tierras de nadie.

Dio media vuelta y enfiló de nuevo por un camino que quedaba expuesto al lago y donde el viento era más intenso. Al pasar el puente, vio una furgoneta negra aparcada en la ladera, con las luces y el motor apagados. No recordaba haberla visto allí cuando conducía en dirección norte, pero la verdad es que estaba distraída. Al pasar junto a ella escrutó la ventanilla del conductor, pero no distinguió a nadie dentro. Tampoco había vaho acumulado en el cristal.

Se detuvo a un lado de la carretera, veinte metros más allá de la furgoneta. Tras asegurarse de que no hubiera movimiento tras ella, abrió la puerta y salió, aunque se quedó cerca del coche patrulla. Desprendió una linterna de su cinturón y la enfocó a la matrícula, pero la superficie de la placa estaba cubierta de barro. No pudo leer los números. Cuando dirigió el rayo de luz al parabrisas se dio cuenta de que las ventanas de la furgoneta estaban tintadas. No podía ver a través de ellas.

Eso no le gustó.

En ese momento, la radio de su coche patrulla volvió a la vida.

—A todas las unidades de los alrededores: respondan a una llamada de emergencia al 911, se está produciendo un asalto grave.

El operador dio la dirección, en la autopista 12, en medio de las tierras de labranza del norte. Kasey estaba a un cuarto de hora si conducía a toda velocidad. «Tiene que ser él».

Vaciló mientras examinaba la furgoneta negra. ¿Había estado allí todo el tiempo? ¿Estaba abandonada? No tenía tiempo de preocuparse de eso. Volvió al coche patrulla, cerró con un portazo y salió disparada en dirección sur por la autopista, entre las oscuras columnas de pinos.

Menos de un kilómetro más adelante, sus ojos comprobaron el retrovisor, atraídos, como una polilla, por un súbito rayo de luz.

—Mierda —maldijo en voz alta.

El solitario faro había vuelto. Para seguirla.

Kasey tuvo una fracción de segundo para decidir si se unía a las unidades en respuesta a la llamada que había informado sobre el asalto o si iba a averiguar quién estaba en la furgoneta detrás de ella. Escogió la furgoneta. En la siguiente intersección, hizo un trompo para cambiar de sentido. Pisó el acelerador a fondo y el coche salió disparado hacia delante emitiendo un gruñido. Frente a ella, oyó el chirrido de unos frenos mientras la furgoneta avanzaba dando bandazos al intentar girar en medio de la autopista. Pero su motor no podía competir con el coche patrulla de Kasey.

—Te tengo —susurró mientras soltaba una mano del volante para desabrochar el cierre de la cartuchera.

Cubrió la distancia con rapidez, pero cuando se encontraba a unos cuatrocientos metros de la furgoneta, los faros de ésta se desvanecieron. Kasey encendió las largas, pero ante ella sólo había el negro asfalto. El vehículo había desaparecido. Demasiado tarde, descubrió un sinuoso camino de tierra que conducía en dirección este hacia el lago. Pisó a fondo el freno, pero cuando giró el volante, la parte trasera de su coche resbaló en la nieve apilada en la ladera y sus ruedas patinaron. Pisó el acelerador, pero la nieve derretida no le proporcionó ninguna tracción. Frustrada, aligeró la presión sobre el pedal y el coche avanzó lentamente dando vaivenes hasta que salió del arcén, donde las ruedas se afianzaron en la carretera y chirriaron al rodar sobre la calzada.

El camino de tierra era apenas una línea en el bosque de su izquierda. Una docena de buzones se alineaban en dirección a la autopista. Al girar se dio cuenta de que se había metido en un sendero privado que terminaba en el agua. No había salida. La furgoneta estaba atrapada en algún lugar delante de ella, entre su coche y el lago.

Frenó hasta que el coche avanzó muy lentamente. Examinó el laberinto de caminos de entrada que partían hacia las casas del lago, apenas unos cuadrados negros acurrucados entre los árboles. Ramas de abeto cubiertas de nieve se inclinaban hacia la carretera, y colgaban lo suficientemente bajo para cepillar el techo del coche. La grava crujía bajo sus ruedas. Condujo un kilómetro y medio hasta que el camino terminó en un embarcadero de hormigón que se inclinaba hacia abajo hasta desaparecer en las negras aguas.

La furgoneta estaba en el lago.

Flotaba en el agua lejos de la rampa, como un tentetieso. La puerta del conductor estaba abierta. Vio como el vehículo se sumergía a medida que el agua se colaba en su interior. La estructura se tambaleó y se hundió de lado con un salpicón. Las ruedas aparecieron en la superficie del agua. La furgoneta dibujó un lento círculo, alejándose lentamente de la orilla antes de que el peso del motor la hundiera. Entre lamentos y olas, el vehículo se posó sobre el fondo fangoso.

Kasey desenfundó la pistola, entornó los ojos para mirar a través de las ventanas y escrutó cuidadosamente el área alrededor de su coche antes de abrir la puerta y deslizarse al exterior. Se quedó detrás de él. Sus ojos se movían de árbol en árbol, escudriñando cualquier movimiento. Escuchó. Las hojas secas aplaudían ante el soplo del viento. La nieve se desprendía de los abetos y aterrizaba en su rostro. Un coro de cuervos graznó y Kasey dio un salto.

¿Dónde estaba?

Detrás de ella, algo pesado crujió en la maleza. Kasey se dio la vuelta y levantó el arma. Vio un camino de entrada cubierto de viñas muy crecidas. La silueta de una gran casa abrazaba la playa. Siguió el ruido y avanzó con pasos lentos y silenciosos hacia el acceso. Cada pocos segundos, miraba nerviosamente detrás de ella. Estaba asustada y ciega. El camino seguía unos cuarenta metros hasta perderse en el césped que rodeaba la casa. La nieve cubría los escalones que conducían a la puerta y no había pisadas en el manto blanco.

Del otro lado de la carretera, detrás de donde había aparcado su coche patrulla, Kasey oyó otro ruido. Un motor que se ponía en marcha. A través del entramado de árboles, vio unos faros y oyó patinar unas ruedas en la tierra. Retrocedió corriendo por el camino, pero tropezó con una raíz de árbol que sobresalía como una ballena fuera de su elemento. Perdió la pistola, que cayó sobre la maleza, y desperdició casi un minuto buscándola con las manos desnudas. Cuando la encontró, reemprendió la carrera siguiendo el camino de acceso hasta el sendero donde había aparcado su coche. Se detuvo y escuchó, pero el sonido del motor sonaba distante. Oyó el chirrido de los neumáticos al desviarse hacia la carretera principal en dirección norte.

Escapaba.

Kasey soltó una maldición. Se dirigió al coche patrulla para pedir refuerzos. Al inclinarse hacia el interior, vio un rectángulo de brillante papel blanco en el asiento. Lo recogió y le dio la vuelta.

—Dios mío —murmuró.

Se encontró mirando su propia cara. Era una fotografía de ella y de Jack que Bruce había tomado hacía un año. Dejó que el aire se escapara de su pecho como si lo hubieran succionado.

Aquí estaba otra vez. El mismo mensaje que él había escrito en su espejo. Dos palabras garabateadas en letras mayúsculas con un rotulador rojo sobre la imagen.

NIÑA MALA