21

Valerie conoció a Marcus Glenn mucho antes de que los presentaran.

Recordaba la gran celebración en el gimnasio del instituto, cuando ella tenía diez años. Su hermana Denise y el novio de ésta, Tom, habían llevado a Valerie con ellos a la fiesta que toda la ciudad celebró en honor del equipo de hockey de Grand Rapids, que había ganado el campeonato de institutos por segundo año consecutivo. Marcus Glenn era la estrella. El mejor jugador. El alto adolescente de cabello negro y sonrisa reluctante. Valerie había mirado a aquel chico vestido con una sudadera de hockey con la clase de embeleso que con anterioridad había reservado a los cantantes de la MTV. No importaba que Denise no dejara de hacer comentarios mordaces por lo bajini diciendo que Marcus se creía el rey del mundo. Valerie recordaba haberlo contemplado en aquel momento y haber pensado: «Me voy a casar con él».

Se trataba sólo de una fantasía juvenil. Nunca se lo tomó en serio, no hasta una docena de años después, mientras trabajaba en el restaurante Sugar Lake Lodge, dando la bienvenida a los comensales. Marcus Glenn entró con otros tres hombres y Valerie se sintió casi como cuando tenía diez años y lo vio por primera vez. Vestía un traje negro de corte perfecto y de él emanaba una leve fragancia a colonia; era más alto que cualquiera de los que le rodeaban y hablaba despreocupadamente sobre la estrella de golf de la PGA que había ganado el abierto de Phoenix un año después de que Marcus le operara la rodilla.

Marcus Glenn había vuelto a Grand Rapids. Joven, rico, soltero, un cirujano con manos de ángel.

Valerie recordaba cómo se habían encontrado sus ojos. Cómo la mirada de él se había detenido en su rostro. Ella sabía que era guapa —muchos hombres la habían pretendido en el transcurso de los años—, pero aun así se emocionó al darse cuenta de que él estaba interesado en ella. De todas las mujeres de Grand Rapids que se habrían echado a sus pies y a los de su Lexus, Marcus la elegía a ella.

Esa noche él le pidió para salir. Valerie había oído los rumores: Marcus iba de una chica a otra; se acostaba con ellas y seguía su camino. No estaba preparado para sentar la cabeza. Por eso se sorprendió cuando él no le propuso una cena romántica para dos, sino que la invitó a acompañarle a un cóctel que celebraban los miembros del consejo del hospital. Le compró un vestido increíble. Permaneció cogida a su brazo toda la noche. La besó en la mejilla cuando la llevó a su apartamento.

No hicieron el amor hasta seis semanas después, y fue breve, un encuentro sexual torpe, extrañamente desprovisto de pasión. Pero a ella no le importaba. Lo que sí le importaba es que, al día siguiente, le había pedido que se casara con él. A ella sólo le hicieron falta dos latidos para decir que sí.

Al echar la vista atrás, se daba cuenta de lo inocente que había sido. Nunca se le ocurrió que él simplemente quería añadirla a su colección como a una mariposa, que ella era exactamente la clase de esposa que un cirujano de éxito necesitaba para mostrar al mundo. Eso ocurrió tres años antes de que Valerie descubriera que él continuaba teniendo relaciones con otras mujeres a pesar de estar casado con ella. Por aquel entonces, ya vivían en su nueva casa del lago y ella tenía un hermoso guardarropía y un nuevo coche y formaba parte del consejo de varias organizaciones sin ánimo de lucro a las que Marcus hacía espléndidos donativos. Había vendido su alma y era demasiado tarde para recuperarla.

Valerie cayó en una soledad tan negra que no podía ver la salida. Iba por el mundo como un robot. Recordaba haber intentado sincerarse con Denise y Tom, pero Denise, que por entonces estaba embarazada de su tercer hijo, ni tenía tiempo ni sentía mucha compasión por una hermana que había sido bendecida en todos los aspectos de su vida: dinero, físico, un marido de éxito; el lote completo. Ése fue el principio, la intersección real donde las dos hermanas empezaron a distanciarse. Valerie nunca había imaginado cuán vacía se podía sentir una sin un compañero en la vida con el que hablar, sin nadie de fuera de la estéril mansión que quisiera escucharla.

Una noche de enero, cinco años después de casarse, Marcus llegó tarde a casa desde el hospital de Duluth. Se había vuelto descuidado —o quizá nunca le había importado— a la hora de ocultar las pruebas de sus aventuras. Cuando se deslizó en la cama, apestaba a sexo. Después de que él se durmiera, Valerie permaneció allí tendida cerca de tres horas, llorando en silencio contra su almohada, antes de levantarse y vaciar el contenido de un frasco de aspirinas medio lleno en sus palmas sudorosas y tragárselas.

Se despertó en el hospital. Marcus estaba allí y se dio cuenta de que, a su manera, él la amaba y se había asustado ante la idea de perderla. También supo que, si decidía seguir con él, necesitaba algo más en su vida que pudiera reemplazar a un marido emocionalmente distante. Al prometerse, él había dejado claro que no tenía ningún interés en tener un hijo, pero ella le chantajeó con la verdad: sin un hijo intentaría suicidarse otra vez, y lo seguiría intentando hasta que lo consiguiera. Así que él accedió. Dejaron de usar condones. Siguieron haciendo el amor como siempre, cada domingo por la mañana, ahora sin protección.

Valerie no podía imaginar que pasarían tres interminables años desde ese momento crucial. Ella se había hecho pruebas; él se había hecho pruebas. El primer año fue emocionante; el segundo, frustrante, y el tercero la había sumido en una depresión aún más profunda de la que había sufrido en los primeros años de su matrimonio. Sabía perfectamente que era la única que de verdad quería un bebé. Marcus y ella practicaban el mismo sexo mecánico de siempre, pero él no se preocupaba de ocultar que no se sentía disgustado cuando Valerie volvía a tener la regla un mes tras otro. La soledad volvió a convertirse en su única compañía. Y el vacío. Ansiaba la cercanía con su marido para alejar su desesperación, pero eso era algo que él nunca podría darle. Él no era así y nunca lo sería.

Una y otra vez pensaba en el suicidio. Incluso se juró a sí misma que la próxima vez que tuviera la regla sería la última. Dejaría de intentarlo. Simplemente, terminaría con todo. Y, como un milagro, la siguiente regla nunca llegó. En su lugar, nueve meses después, nació Callie. Su preciosa niña. Su salvadora.

Valerie se sentó en el suelo de la habitación de su hija, abrazada a sus rodillas. Mientras miraba fijamente la cuna vacía, no sentía las lágrimas en la cara. Detrás de ella, a través de la ventana abierta, el aire frío y los húmedos copos de nieve se colaban y aterrizaban en su cuello.

—Valerie.

Miró hacia arriba al tiempo que una sombra se dibujaba sobre la alfombra. Era Marcus.

—Vete —le pidió.

Él vaciló, pero no se marchó.

—¿Alguna vez te conmueves, Marcus? —le preguntó con la voz áspera a causa del dolor—. Ni siquiera creo que estés triste por su desaparición…

—Por supuesto que lo estoy.

Sonaba como un hombre que decía lo que el mundo esperaba que dijera. Valerie siempre había sabido que él no amaba a Callie de la misma forma que ella, pero nunca había imaginado que sería un padre tan yermo y distante.

—Dime que no has sido tú —susurró.

—Oh, por el amor de Dios, Valerie.

—Dímelo.

—No puedo creer que tenga que convencerte. No he sido yo. Es absurdo.

—¿Lo es?

Él dio un paso hacia ella.

—Tal vez sea un mal marido, pero eso no me convierte en un mal hombre, Valerie. Me conoces, con todos mis defectos. Tengo cosas buenas y cosas malas, pero ¿hacer daño a Callie? Nunca se me ocurriría arrebatártela. Sé que es toda tu vida.

—Tú podrías haber sido mi vida entera, Marcus. Pero supongo que no te follo como tu puta de Las Vegas.

Marcus suspiró.

—Ya hemos hablado de esto.

—Sí, lo hemos hecho.

—Sabes que sólo es sexo para mí. No cambia lo que siento por ti.

—Oh, lárgate, Marcus —le espetó ella—, apártate de mí.

—Te he explicado quién soy —insistió él agarrándose con fuerza al marco de la puerta—. Deseo cosas que a ti nunca te pediría. Si fuera capaz de resistirme, lo haría, pero no lo soy. Lo sabes. No puedo ser un gran cirujano y hacer como si mis otras necesidades no existieran. No funciona así. Pero esa chica de Las Vegas no significó nada.

—¿Y qué hay de la enfermera? ¿Regan Conrad?

Marcus meneó la cabeza.

—No sé «qué hay» de Regan. Ésa es la verdad. Pero también era algo relacionado con el sexo. Y cuando me dijiste que terminara con ella, lo hice.

—Ella estaba allí —dijo Valerie.

—¿Qué?

—La noche que nació Callie. Ella estaba allí, ¿verdad? Estaba en el hospital.

—Supongo que sí —dijo Marcus, que parecía incómodo.

—¿Supones? Dime la verdad. Te acostaste con ella esa noche, ¿verdad? ¡Dímelo! Yo estaba en la cama de un hospital dando a luz a tu hija y mientras tú te estabas follando a tu enfermera. ¿No? No te atrevas a mentirme.

Marcus se frotó los ojos cansados con una mano. Con la otra, se apoyó en la cuna de Callie.

—De acuerdo. Es verdad.

Valerie se levantó de golpe y se dirigió hacia la puerta; Marcus la cogió del brazo con fuerza en un intento de detenerla. Ella se zafó con un gesto de rabia que casi le hizo perder el equilibrio, y luego se precipitó por el pasillo hacia las escaleras.

—¡Valerie! —oyó a su marido gritar tras ella.

Siguió corriendo; no quería oír nada más. Voló escaleras abajo hasta el recibidor y abrió de un tirón la puerta principal.

—¡Valerie! —la llamó Marcus otra vez.

Ella se detuvo y le miró por encima del hombro. La cara de él estaba desfigurada por la rabia y la amargura.

—No te hagas ahora el ángel herido —bramó él desde la barandilla situada sobre ella, con una voz llena de sarcasmo—. Tú no eres exactamente inocente, ¿no?

Valerie atravesó el umbral y dio un portazo tras de sí. Avanzó por la nieve y vio los coches patrulla y las unidades móviles de televisión en la calle, al final del camino de entrada, y se quedó inmóvil cuando todas las cabezas se volvieron en su dirección. Así que cambió de dirección y se dirigió a la parte trasera de la casa, mientras dejaba pesadas huellas en la nieve medio derretida en su camino hacia el lago. Corrió hasta la orilla, donde una translúcida capa de hielo glaseado de unos cuantos centímetros cubría el azul del agua.

Valerie cayó de rodillas y enterró la cara entre las manos. Se le empaparon los tejanos y el frío se coló en sus ropas. Esperaba que no hubiera nadie detrás de ella, que nadie hubiera intentado seguirla. Contempló el lago y pensó en adentrarse en él y permitir que su cuerpo se entumeciera al sentir el agua helada sobre su piel.

«Tú no eres exactamente inocente, ¿no?».

No. Era verdad. Se preguntó si él había dado un palo a ciegas o si, de alguna manera, sabía lo que había hecho. Pero Valerie había dejado de intentar dilucidar qué significaba realmente ser inocente o culpable. ¿Dios castigaba cada pecado o quizá perdonaba aquello que uno hacía cuando estaba desesperado y no tenía adónde ir?

Su teléfono vibró en el bolsillo.

Valerie lo cogió con un gesto brusco dispuesta a lanzarlo al lago. Pero no era Marcus quien llamaba, para triturar sus últimos gramos de amor propio. Quienquiera que fuera, tenía un número privado.

—Hola —respondió con voz cansada.

—¿Valerie Glenn?

No reconoció la voz. Era de mujer.

—Sí.

—Sé qué le ha pasado a su hija —le dijo.