19

Stride se desvistió en silencio en el dormitorio de la cabaña. Vio el hombro de Serena iluminado por la luna sobre la manta, pero no estaba seguro de si dormía. Cuando estuvo desnudo, se deslizó bajo la manta y se tumbó de espaldas con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Mientras conducía de noche por la autopista 2, había tenido que esforzarse por mantener los ojos abiertos, pero ahora estaba totalmente desvelado. Miró las redondeadas vigas de madera que se alineaban en el techo. Fuera, la nieve siseaba y se apiñaba en la ventana. Pudo oír como el viento, que se había calmado durante las horas diurnas, volvía a la vida con un rugido.

A su lado, Serena se volvió para tumbarse de espaldas. La manta resbaló y dejó al descubierto buena parte de sus pechos color crema. El negro cabello le caía en desordenados mechones sobre la cara. Vio que tenía los ojos abiertos. Permanecieron tendidos uno junto al otro durante largos minutos, sin hablar. Él quería hacerlo, pero sentía que decir cualquier cosa le requería un esfuerzo titánico. Hablarle de sus ataques de pánico, sus depresiones, su desesperanza, su miedo… Era imposible. Por eso no dijo nada.

Debajo de la manta, Serena deslizó una mano para acercarse a él hasta que sus dedos se tocaron. Él no apartó la mano, pero tampoco la movió para entrelazar sus dedos con los de ella, como hubiera hecho normalmente. Cerró los ojos, fingiendo que dormía, pero después de un momento desistió y los abrió de nuevo. Le pareció ver un rastro húmedo de plata en la mejilla de Serena. Lágrimas. Quería salir de sí mismo y consolarla, meterse en su cabeza, dejar que regresara a su vida. Sin embargo, lo único que podía hacer era quedarse tumbado inmóvil en la cama. Paralizado.

Serena se volvió y se quedó de lado. Le miró en la oscuridad, pero ninguno de los dos dijo una palabra. Ella le cogió el brazo y se lo pasó alrededor del cuerpo, y luego se acurrucó en el hueco de su cuello. Su piel desnuda en contacto con su propio cuerpo; la sentía suave y tersa contra sus músculos. Era consciente del tacto de sus pezones, endurecidos por el frío. La pierna de ella se encaramó sobre él y la calidez de su monte presionó su cadera. Su cara estaba apoyada en su hombro. Ella posó su brazo sobre el pecho de él y dibujó círculos con su pulgar en su esternón, pero la calidez de Serena y la presión de su cuerpo eran estériles. Las terminaciones nerviosas de Stride estaban muertas. Su mente y su cuerpo se habían escindido, como si fueran cosas independientes y sin conexión.

Ella besó su mejilla, áspera debido a la barba de tres días. Sus labios viajaron por su rostro en una suave retahíla de besos, hasta que alcanzó el lóbulo de la oreja, que succionó entre sus dientes y mordió tiernamente. Su lengua le lamió el cuello. Presionó su cuerpo firmemente contra él; él sintió su necesidad, estaba húmeda. Las uñas de ella le arañaron el estómago. Dejó la mano allí, mientras sus dedos se ondulaban como olas. En su oído, murmuró: «Te deseo».

Serena le pasó la mano por la cintura hasta llegar a la parte interior del muslo, alternando masajes enérgicos con caricias etéreas. Desde allí, sintió como las yemas de sus dedos se deslizaban hasta su sexo. Lo frotaban. Lo tocaban. Intentaban excitarle. Lo que más quería en el mundo era que su cuerpo reaccionara, pero a pesar de todas sus atenciones permaneció indiferente. Ella no se dio por vencida, al contrario, redobló su energía y mantuvo sus manos vivas y ocupadas. Se puso a horcajadas sobre él con sus senos turgentes danzando sobre el pecho masculino. Sus caderas se hundieron más profundamente sobre su cintura y le acarició con todo su cuerpo. Se inclino hacia delante, cubrió su cara y le besó profundamente, explorando su boca con la lengua.

Stride acarició la curva de su columna y se sintió torpe. Su boca se cerró sobre cada uno de los pechos y notó su respuesta, pero él sabía que era artificial para ambos. La gracia espontánea con la que antes se amaban se había desvanecido y los había convertido en extraños ajenos al cuerpo del otro. Él conocía cada centímetro de su piel, las caricias que le gustaban, cómo se tensaban los dedos gordos de sus pies cuando llegaba al límite y se desbordaba. No era que lo hubiera olvidado. Simplemente no tenía nada que darle.

—Serena —murmuró.

Ella se negó a abandonar, pero su intensidad parecía forzada. Su cara enrojeció de frustración y humillación como si el problema fuera de ella, y no de él. Al final, se alejó rodando de Stride y se quedó de espaldas, con la cara vuelta hacia la ventana. Sus hombros se sacudían por el llanto. Él le puso una mano en la espalda, pero ella no reaccionó así que la apartó. Contempló el techo durante largo rato y entonces se volvió hacia la pared. Cuando apoyó la cabeza en su brazo, olió el perfume de ella en sus dedos. Cerró los ojos, pero no se durmió.

Maggie llegó pronto al ayuntamiento el lunes por la mañana. Aún no había amanecido y las carreteras estaban cubiertas por dos centímetros de nieve. El viejo edificio de piedra tardaba siglos en caldearse después del fin de semana, y la oficina estaba congelada. Se quitó el largo abrigo de cuero color borgoña y lo reemplazó por un jersey de lana que Stride había dejado allí olvidado. Era tan grande que le llegaba hasta medio muslo, y tuvo que enrollarse las mangas unos quince centímetros.

Aun después de tres meses, no sentía que ésa fuera su oficina. Siempre sería la de Stride. Había dejado sus fotografías como un recordatorio de que iba a volver. De pie bajo la fría luz del fluorescente, alzó cada uno de los marcos, lo que le ofreció un tour por la vida de Stride. Les vio a él y a Cindy, diez años más jóvenes, antes de que el cáncer se la llevara. A Maggie le gustaba mucho Cindy. Los viejos tiempos, cuando Maggie era una cría, una inmigrante china que se despojaba lentamente de su educación almidonada y despertaba a una nueva personalidad. Cindy lo sabía todo sobre los sentimientos de Maggie hacia Stride, pero nunca había mostrado ni un ápice de celos. Se preguntó qué habría pensado Cindy acerca de que Maggie se metiese en la cama de Stride seis meses después de su muerte, sólo para ser rechazada por un hombre que no quería herirla.

Maggie levantó la siguiente fotografía; era una instantánea de Stride y Serena en Las Vegas. La soltó rápidamente; prefería no verlos. La última fotografía era suya. Estaba en la playa de detrás de la casa de Stride, las gafas de sol embutidas en lo alto de su nariz de botón, el pelo cortado en forma de cuenco agitado por el viento del lago. Su sonrisa torcida y sarcástica. Ella creía que era una fotografía horrible, pero Stride no le había dejado cambiarla. La había tomado él mismo.

Se sentó y apoyó los pies en el escritorio. Guppo había preparado su típico informe forense de la escena del crimen cerca del río Lester, y lo releyó por enésima vez, buscando detalles que se le hubieran podido escapar. Alguna conexión entre las víctimas. Algún móvil extraño en las acciones de ese hombre aquella noche. Leyó el informe dos veces sin encontrar nada y las palabras se emborronaron en la página.

—Toc, toc —dijo alguien, sobresaltándola.

—Ah, hola Troy —saludó ella.

—¿Llego en un mal momento?

—No, entra.

El resto de la oficina estaba aún a oscuras. Troy, al igual que Maggie, era madrugador. Se sentó en una silla frente al escritorio de Maggie y la luz cenital rebotó sobre su calva como un rayo de sol.

—¿Cómo va eso? —preguntó ella.

—Bueno, en primer lugar, quiero agradecerte que vinieras a casa el sábado. A ti y a Kasey, a las dos. Os lo agradezco mucho, de veras.

—Me habría gustado tener mejores noticias. Lo siento.

—Lo sé. He vuelto hoy al trabajo, pero todavía estoy en una nube.

—Tómate más tiempo —sugirió Maggie—. El director del puerto lo entenderá. Puedo hacer que el jefe le llame.

—Probablemente me hará bien volver a trabajar —dijo él.

—¿Cómo está Debbie? —preguntó Maggie—. Pobre niña, esto ha debido de ser un golpe muy duro.

—Es duro ahora, pero será peor después. Odio la idea de que tenga que crecer sin su madre. Yo soy un hombre. ¿Qué diablos sé sobre criar niñas?

—Lo harás bien, Troy —le tranquilizó Maggie con una sonrisa—. Aunque sé que no es lo que habías planeado.

—No, nunca firmé para ser un padre soltero, eso seguro.

—¿Querías hablarme de algo más?

—Sí, pero no es sobre Trisha —dijo Troy—. Tal vez no sea nada.

—¿De qué se trata?

—Ayer por la noche me llamó una secretaria de mi oficina. Estaba muy alterada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Maggie.

—Bien, ella sale con un tipo llamado Nick Garaldo. Le conozco. Es joven, de veintitantos años, un mequetrefe fibrado. Trabaja en uno de los botes de arrastre del puerto. Honesto y fiable según lo que he oído sobre él.

—¿Y bien?

—Ha desaparecido.

—¿Eh? ¿Cuánto hace?

—Ésa es la cuestión. Sólo un día. La chica que me ha llamado habló con él el sábado por la mañana. Se suponía que iban a encontrarse para tomar café el domingo en Amazing Grace. Él no apareció. No contesta a su móvil ni tampoco a su teléfono fijo. Ella fue a su apartamento, pero nadie abre la puerta. Empezaba su turno en el puerto a las cinco de la mañana, pero no se ha presentado.

Maggie frunció el ceño.

—Es demasiado pronto para declararle persona desaparecida.

—Sí, lo sé. Le he dicho a la chica que os informaría y que ya veríamos qué podíais hacer. Ella jura que él no es así y su jefe afirma lo mismo. Nunca ha faltado a un turno sin llamar previamente para avisar.

—¿Dónde vive?

—Tiene un apartamento en el centro, en Central Hillside.

—La gente a veces hace las maletas y se muda —dijo Maggie—. Especialmente en esa zona.

—Seguro que sí. Probablemente no hay nada de qué preocuparse y él aparezca mañana con resaca. O llamará desde South Padre Island o algo así. Pero su novia estaba muy inquieta.

—Claro. ¿Cuál es su dirección?

Troy le dio la dirección del apartamento de Nick, en Fourth Street con Lake. Era una de las áreas más peligrosas del centro, un paraíso para los traficantes de drogas.

—Haré que alguien lo compruebe —le aseguró Maggie.

—Te lo agradezco.

—Mientras tanto, si necesitas algo, llámame.

—Lo haré.

Troy se levantó y se estrecharon las manos. Ella escuchó sus pesados pasos alejándose y oyó como se abría y se cerraba la puerta exterior de la oficina de detectives. Estaba sola de nuevo.

Sola con una mujer muerta cerca del río Lester y otras tres mujeres desaparecidas y presumiblemente muertas.

Sola con las fotografías de la oficina.