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El domingo por la mañana, tres días después de la desaparición de Callie Glenn, la frustración empezó a hacer mella en el cuartel general de la policía en el centro de Grand Rapids. Stride ya había vivido una situación semejante. Las primeras cuarenta y ocho horas eran una locura de adrenalina y determinación. Los teléfonos sonaban sin parar. El flujo de correos electrónicos entre las diferentes agencias de todo el estado era incesante. Los titulares saturaban el sistema del mismo modo que un chaparrón repentino desborda los desagües. Nadie se quejaba, porque cada contacto en esas preciosas primeras horas era una oportunidad de cerrar un caso abierto.

Encontrar a una niña. Devolverla a casa.

El domingo, sin embargo, la falta de progresos empezó a restar oxígeno a la investigación. Todo el mundo sabía que el tiempo era el enemigo, y el enemigo estaba ganando. Dos horas después de un secuestro, puedes dibujar un pequeño círculo en un mapa y estimar el área máxima en la que es posible encontrar una persona desaparecida. Puedes bloquear las carreteras. Peinar la zona. Diez horas después, el diámetro del círculo ha crecido unos cientos de kilómetros, lo que hace necesarios más efectivos y recursos policiales para acordonarlo e investigar. Dos días después, el universo de lugares donde esconderse es, en esencia, ilimitado.

Stride esperaba que Callie Glenn aún estuviera con vida en algún lugar del norte de Minnesota, pero la realidad era que, en esos momentos, podía estar en cualquier sitio.

Había estudiado detenidamente cientos de informes de pistas, en busca de una aguja en un pajar. La pequeña oficina en la tercera planta de los cuarteles generales del condado estaba cubierta por una espesa capa de papeles, tazas de café vacías y envoltorios de comida. Sabía que las dimensiones de la búsqueda le forzaban a confiar en una filosofía simple: haz las cosas correctamente y espera que haya suerte. Si encontraban a Callie, sería porque alguien recordara la cara de la niña. Alguien la vería y haría una llamada, y la policía, de dondequiera que fuera, procedería a realizar el seguimiento correcto. Si bien podía dirigir el proceso, era imposible que tanto él como el pequeño equipo del departamento del sheriff tuvieran ojos y orejas en todas partes.

Después de una hora, empujó los papeles a un lado, se levantó y borró la pizarra blanca colgada en la pared opuesta. Su instinto fue volver hacia lo que realmente había pasado la noche del jueves. Imaginar por qué y cómo había desaparecido Callie. Con un rotulador negro, dibujó una línea descendente en el centro de la pizarra y escribió FUERA en una mitad y DENTRO en la otra.

Ésas eran las dos posibilidades. Alguien de fuera de la casa había entrado y había secuestrado a Callie o alguien de dentro se la había llevado. Debajo del «FUERA», garabateó algunos puntos importantes:

- ¿Desconocido o del lugar?

- ¿Tenía que ser Callie o podría haber sido cualquier otro bebé?

- ¿Venganza u otro motivo?

- Tuvo que llegar a la casa, entrar, salir.

- ¿Viva o muerta?

- ¿Dónde está la niña ahora?

Debajo del «DENTRO», anotó diferentes comentarios:

- ¿Viva o muerta?

- ¿Accidente o asesinato?

- ¿Marcus o Micki? (¿Ambos?).

- ¿Dónde está la niña ahora?

Stride releyó lo que había escrito. En los últimos dos días, el equipo había reconstruido los movimientos de Marcus y Valerie Glenn —y de su bebé— durante los cinco días que precedieron a la desaparición. Miembros de la policía de Grand Rapids y del departamento del sheriff del condado de Itasca habían comprobado cada edificio, casa, almacén y calle de Grand Rapids y Duluth que los Glenn habían visitado en ese período de tiempo, con la esperanza de encontrar algún testigo que recordara algo o a alguien desacostumbrado. La búsqueda continuaba, pero no había ninguna prueba creíble de que un intruso espiara a los Glenn o su casa.

No resultaba sorprendente. Grand Rapids era una ciudad pequeña. Incluso Duluth lo era en comparación con un gran centro urbano como Minneapolis. Dudaba de que un desconocido pudiera identificar un objetivo y planear un secuestro en una región tan cohesionada sin dejar alguna pista que pudieran seguir.

Así que tal vez no fuera un desconocido. Quizás era alguien que ya conocía a los Glenn, a su bebé y su casa. Pero si eso era así, no entendía cómo alguien del lugar podía esperar mantener oculto a un bebé secuestrado sin ser descubierto. ¿Durante cuánto tiempo podía hacerlo? ¿Una semana? ¿Un mes? Más pronto o más tarde alguien descubriría el secreto.

En el supuesto de que Callie aún estuviera viva. Si no, era fácil esconder un cuerpo en los bosques del norte.

La otra pregunta era por qué. ¿Por qué correría un desconocido semejantes riesgos para secuestrar a Callie Glenn? No se había producido ninguna exigencia de rescate y Grand Rapids era un lugar poco probable donde buscar bebés con buenos genes o para la trata de blancas. Aunque Stride no podía descartar totalmente esa opción. El mal tenía unos largos dedos capaces de alcanzar incluso los más remotos rincones del mundo.

Dirigió su atención a la columna «DENTRO», que en su opinión ofrecía una explicación más simple y plausible del crimen. Marcus Glenn o Migdalia Vega habían invertido el tiempo transcurrido entre las diez y treinta y la una para hacer desaparecer a Callie. Le resultaba mucho más fácil atribuir posibles motivaciones a cualquiera de los dos. Tenía pruebas de que ambos habían mentido o, por lo menos, ocultado aspectos relevantes de su relación.

Stride sabía que tenía que volver a hablar con ellos y decidió empezar con Micki. Era el eslabón débil.

Cogió su chaqueta de piel y bajó por las escaleras hasta la planta baja. Su coche estaba aparcado en la calle. Se dirigió hacia el sudeste por la autopista 2, libre de tráfico que pudiera ralentizar su marcha. Era domingo; todo el mundo estaba en la iglesia. Mientras conducía, pensó finalmente en la única cuestión que intentaba apartar de su mente.

Serena.

Esa noche había dormido solo. De hecho, se había limitado a dar vueltas y más vueltas en la cama vacía. Había pensado en Serena en su casa, en Duluth, y la distancia entre ambos le hizo sentir como si ella fuera otra de las partes de su vida varadas en otro lado del desfiladero. Podía imaginar su cara, oír su voz, sentir la suavidad de su piel y, a pesar de todo, ella habíase convertido en algo plano. Bidimensional. Como todo en su mundo. Se dijo que estaba enamorado de ella, pero no lo sintió, porque ya no sentía nada.

Cuando sonó su teléfono, pensó que podría tratarse de Serena y se preguntó qué le iba a decir. Pero no, era Maggie.

—Qué tal, jefe —le saludó animadamente—. Echo de menos tu cara.

Stride se relajó y sonrió.

—Y yo la tuya, Mags. ¿Qué pasa?

—Tengo que ponerte al día sobre el caso de las tierras de labranza. Me he ofrecido a pagarle en especias a uno de los técnicos de la BCA para poner nuestra muestra de sangre la primera de la lista.

—Bien.

—Es gay, de modo que le he dicho que pagarías tú, no yo. Espero que no te importe.

—Todo por el bien del equipo —respondió él.

—Ya sabía que dirías eso. En fin, tengo los resultados y hay malas noticias. No han encontrado coincidencias. No está fichado.

—Mierda.

—Sí, las cosas nunca son fáciles.

—¿Cómo está Troy Grange? —preguntó Stride—. Le viste ayer, ¿verdad?

—Está hecho polvo. Su hija mayor está destrozada y ha tenido que dejar a la pequeña con sus suegros. Le he dicho que no pierda la esperanza, pero ya sabe cómo acaban estas cosas. Trisha no va a volver.

—Ya.

—Hablando de chicos duros —continuó Maggie—, ¿cómo estás?

—¿Yo? Bien.

La misma vieja mentira.

—Un pajarito me ha dicho que no estabas tan bien.

Stride se puso tenso.

—¿Has hablado con Serena?

—Bueno…

—No es nada importante —dijo él.

—A mí me suena a algo importante. Y también a ella.

—La verdad es que no quiero hablar de ello, Mags.

—Sí, ya, pues peor para ti —le espetó ella—. ¿Crees que puedes dejarme de lado de esta manera? Soy tu mejor amiga.

—Lo sé, pero no es fácil para mí…

—Me da igual si es fácil o duro. ¿Qué coño te pasa?

Stride cerró los ojos y los volvió a abrir. La autopista vacía se extendía hasta el límite del horizonte.

—No es Serena. Soy yo. Estoy agobiado.

—Dame detalles.

Stride no sabía qué decir.

—Me gustaría poder hacerlo, Mags. Es como estar muerto. No hay nada que me importe. Ni una maldita cosa.

—No me gusta oírte hablar así —dijo ella.

—Ni a mí.

Maggie permaneció en silencio. Stride aminoró y dejó la autopista cuando llegó al desvío que le conduciría hasta la población de Sago. Una nube de polvo se alzó tras sus ruedas y le siguió por la carretera desierta.

—¿Cuándo vas a volver a Duluth? —preguntó ella.

—Tengo un par de citas en el ayuntamiento pasado mañana.

—Quiero verte.

—Te lo agradezco, pero no hay nada que puedas hacer. Este problema tengo que resolverlo yo.

—No te hagas el héroe. Ponte las pilas. Te prepararé el desayuno.

—¿Tú? —se sorprendió Stride.

—Sí, joder. Un par de salchichas McMuffins y uno de esos bollos de canela.

Stride se rió.

—De acuerdo.

—Te veré el martes por la mañana —se despidió, y añadió—: Oye, ¿puedo decirte algo?

—Por supuesto.

—Siento no haber estado contigo.

—¿De qué hablas?

Él se dio cuenta de que tenía la voz tomada por la emoción, lo cual era inusual en Maggie.

—En el puente. Siento no haber estado allí cuando caíste. Eso es lo más duro para mí, no haber estado ahí cuando me necesitabas.

—No hubieras podido hacer nada —dijo Stride.

—Tal vez pero, aun así, lo siento.

Stride golpeó con el puño en la puerta de aluminio de la caravana de Micki Vega. Las cortinas estaban echadas, pero vio la camioneta aparcada en un camino cercano y distinguió el olor a beicon friéndose.

Como nadie contestaba, insistió.

—Micki, soy el teniente Stride. Abre.

Oyó el tintineo de una cadena cuando Micki descorrió el cerrojo de la puerta y se asomó. Llevaba el cabello negro suelto y encrespado. Tenía los ojos inyectados en sangre. Vestía la parte inferior de un pijama de franela y un top rosa con cuello halter. Iba descalza.

—Ha despertado a mi madre —le recriminó con la voz alterada.

—No contestabas.

—Creía que era la maldita chica de los periódicos. Blair Rowe. Me ha estado incordiando todo el fin de semana. ¿Le habló usted de mí?

—No.

—Bueno, pues aun así dio conmigo. Estoy jodida.

—Tengo que hablar contigo, Micki —dijo Stride.

—¿De qué?

—De Callie Glenn.

—Ya le he contado todo lo que sé, que no es mucho. Déjeme en paz, ¿vale?

—Tengo más preguntas. ¿Puedo entrar?

—Joder, no. No quiero que mi madre se preocupe.

—Entonces ponte algo encima y sal tú.

Micki frunció el ceño.

—Muy bien, lo que usted diga.

La esperó en el camino de tierra. Entre los sesgados troncos de los abedules, alcanzó a ver la ladera del cementerio de Sago unos veinte metros más allá. Ráfagas de copos de nieve navegaban a la deriva por el aire y aterrizaban sobre su piel en heladas motas. Era una mañana tranquila, apenas sin viento. Los árboles parecían estar conteniendo la respiración.

Micki se reunió con él dos minutos después. Se había calzado unas botas y vestía un abrigo azul claro. Su cabello negro le caía descuidadamente sobre el cuello mientras mordisqueaba un panecillo con un crujiente trozo de beicon.

—Y bien, ¿qué quiere? —le preguntó con la boca llena.

—Sé lo de tu hijo —dijo él.

Micki palideció. Dejó de masticar y unas cuantas migas se le quedaron pegadas en las comisuras de la boca. Se las limpió con la manga mientras sus mejillas enrojecían de rabia.

—Que le jodan. Eso es asunto mío.

—Callie Glenn ha desaparecido y ahora me entero de que tienes un bebé del que nadie sabe nada. Este tipo de coincidencias me hacen sospechar.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Eso no importa.

—Sí, nada importa cuando eres una basura que vive en una caravana, ¿no? Otra gente debería poner el grito en el cielo para preservar su privacidad. No yo.

—¿Dónde está tu bebé?

—No tengo por qué decirle nada.

—¿Está dentro de la caravana?

Micki señaló el cementerio.

—Está en la tierra. ¿Contento?

—Lo siento —se disculpó Stride—. Cuéntame qué pasó.

—¿Qué voy a contarle? Me quedé preñada. No podía pagarme la píldora y salía con un tipo que pensaba que las gomas eran para los gays. Aprendí la lección. Ahora mantengo las rodillas cerradas.

—¿Quién era el padre? —preguntó Stride.

—Nadie. Un granjero.

—Yo creo que era Marcus Glenn —dijo él.

—¿El doctor Glenn? ¿Está loco? De ninguna manera. Ya se lo dije, no me acuesto con él.

—Entonces, ¿cómo se vio involucrado?

Micki metió las manos en los bolsillos de su abrigo.

—Cuando descubrí que estaba preñada, no sabía qué hacer. No tengo ningún seguro. Quería deshacerme de él, pero mamá dijo que era un pecado. Entonces pedí ayuda al doctor Glenn.

—¿Qué hizo él?

—Sabía que yo no podía ir al hospital, de forma que lo arregló todo para que una enfermera viniera aquí. Se suponía que también iba a asistirme en el parto, pero no llegué tan lejos.

—¿De cuánto estabas cuándo lo perdiste?

—Tres meses —contestó Micki—. Fue cosa de la naturaleza. No hice nada malo.

—¿Cuándo ocurrió?

—El verano pasado. En agosto.

—Entonces, ¿Valerie Glenn también estaba embarazada cuando tú abortaste?

—¿Cómo podría saberlo? No sé, me imagino que sí, pero entonces no lo sabía. El doctor Glenn nunca comentó que su mujer fuera a tener un hijo.

—¿Qué hiciste con el feto? —preguntó Stride.

Los ojos de Micki destellaron.

—Lo enterré.

—¿Y la enfermera? ¿Cómo se llamaba?

—Regan. Daba miedo mirarla, tenía una pinta rara de cojones, pero era guay. Incluso después de perder al niño, volvió para ayudarme. Estaba hecha una mierda y ella me dijo que era normal que me sintiera así.

—¿Sabías que tenía una aventura con el doctor Glenn? —preguntó Stride.

Micki pareció sorprenderse de verdad.

—¿El doctor Glenn y la enfermera Regan? No, no lo sabía.

—¿Los viste alguna vez juntos?

—Sí, un par de veces. Él la trajo para que viniera a verme. Eso no significa nada.

—¿Se ha puesto Regan Conrad en contacto contigo recientemente?

—¿Conmigo? No. ¿Por qué iba a hacerlo?

Stride no percibió el tono de la mentira en su voz.

—Lo siento, Micki, debió de ser una experiencia terrible para ti.

Ella se encogió de hombros.

—Estaba disgustada, pero es Dios quien decide, no yo.

—¿Dónde lo enterraste?

—Al otro lado de la carretera —contestó ella después de una larga pausa—. Ya sabe lo que pasa cerca de los cementerios. Mi mamá y yo oímos ruidos por la noche y luego encuentro sitios donde la tierra ha sido removida.

—¿La gente entierra cosas en los bosques? —preguntó Stride.

—Sí. Tengo una colección de cosas que he encontrado por ahí. Fotografías de animales domésticos. Objetos estúpidos como anillos y corchos de botellas de vino. Creo que a la gente le hace sentirse mejor si entierra algo cerca del cementerio. Como si creyeran que Dios anda cerca. Si cavara entre los árboles, le apuesto lo que quiera a que encontraría un montón de huesos.