Mientras Serena buscaba la casa de Regan Conrad en Lismore Road, una furgoneta blanca se acercó por detrás a gran velocidad. Uno de los faros estaba roto, pero el haz de luz del otro la deslumbró por el espejo retrovisor como si se tratara de un reflector. Cuando la furgoneta adelantó casi rozándolo su Mustang, una violenta ráfaga de aire la empujó hacia el arcén. La furgoneta continuó su camino hacia el este por las solitarias tierras de nadie con puebluchos como Stewart y Buckthorn y la dejó sola en la autovía de dos carriles.
Aminoró para meterse por McQuade Road y examinó los números de los buzones del otro lado del camino rural. Un kilómetro más adelante, vio la dirección de Regan Conrad y giró hacia el camino de entrada de la casa de la enfermera. Habían construido las viviendas lejos de la carretera y separadas entre sí por varios cientos de metros de campos y árboles. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar el tipo de casa de campo lujosa que sólo los profesionales locales como médicos o abogados podían permitirse. No las enfermeras. Una piscina, cubierta ahora debido a la estación, se asentaba en medio de una amplia extensión de césped. Una valla de madera roja de varios niveles corría por el lateral de la casa, con acceso a través de unas puertas de dos batientes.
La ventana de la sala de estar, una cristalera panorámica, estaba intensamente iluminada, pero no vio a nadie dentro. Aparcó justo pasada la casa, donde acababa el camino de entrada, y salió del vehículo. Mientras se dirigía andando hacia la puerta principal, vio dos coches aparcados frente al garaje. Uno era un Hummer negro. El otro, un Ford Escort de los ochenta.
Serena llamó al timbre y esperó casi un minuto hasta que Regan Conrad entreabrió la puerta unos cuantos centímetros y la examinó con recelo. En el interior, Serena oyó la melancólica voz de una cantante de soul proveniente del equipo de música.
—¿Puedo ayudarla?
—¿Señorita Conrad? Mi nombre es Serena Dial. Estoy investigando para la oficina del sheriff del condado de Itasca la desaparición de la hija de Marcus Glenn.
La boca de Regan se torció en una mueca. Su pintalabios era tan oscuro que sus labios parecían de color púrpura.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.
—¿Por qué? ¿Piensa que me colé subrepticiamente y robé al bebé y que ahora la estoy escondiendo en mi casa?
—No lo sé —replicó Serena—, ¿lo hizo?
Regan no contestó, pero la sombra de una sonrisa se dibujó en su cara de color marfileño. Con un movimiento de la mano, invitó a Serena a entrar. Giró hacia la derecha para dirigirse a la sala de estar, donde la ventana panorámica se abría al paisaje.
—Volveré dentro de un minuto —le dijo.
Serena pasó la mano por el sofá, de un tejido lujoso que parecía terciopelo.
—Menuda casa —exclamó—. ¿Le ha tocado la lotería?
Regan se detuvo en la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Es lo que me tocó tras la separación, cortesía de un abogado corporativo de Minneapolis.
Y la dejó allí, sola.
Serena examinó la sala de estar. A Regan le gustaba el vidrio soplado. Había varios cuencos multicolores en forma de flor. Un cuadro al óleo abstracto con gruesos garabatos de color colgaba sobre la chimenea. Desde algún lugar de la casa, el volumen de la música subió. Serena se dio cuenta de que había altavoces ocultos en la sala de estar. Reconoció a la intérprete; era Duffy cantando a grito pelado Mercy. Justo cuando subió el volumen, le pareció oír algo más, como un ligero eco procedente de otra habitación. El ruido no se repitió, pero se preguntó si la función de la música era ahogarlo.
Creía haber oído a un bebé llorando.
Serena estaba a punto de indagar, cuando Regan reapareció en la puerta con un vaso de vino tinto.
—¿Le apetece beber algo? —preguntó.
—No —respondió Serena, y añadió—: ¿He oído un bebé?
—Sólo si ha traído uno con usted —replicó Regan—. Acompáñeme, podemos hablar en la biblioteca.
Regan la condujo hacia el vestíbulo. Al caminar a su lado, Serena tuvo por fin oportunidad de examinar a la enfermera de cerca. No era tan alta como ella y su cara era delgada aunque atractiva. Tenía un cutis blanquísimo y parecía aun más pálido en contraste con el oscuro maquillaje de sus ojos y su boca. Lucía un piercing en el labio inferior, cuatro pendientes en la oreja izquierda y tres en la derecha. Vestía una camiseta negra que le caía recta, apenas abultada por sus pequeños pechos, y Serena vio un elaborado tatuaje que bajaba desde su antebrazo hasta su huesuda muñeca. La cabeza de la serpiente asomaba por la camiseta de Regan, cerca de su cuello. Tenía el cabello negro con mechas azules. Serena le echó unos treinta años.
—¿Parezco la novia de un motero? —preguntó Regan al captar la mirada de Serena—, ¿o sólo basura blanca?
—Más bien una Kate Moss gótica —replicó Serena.
Regan sonrió.
—¿Vive aquí sola? —preguntó Serena.
—Sí.
—Espero que tenga cuidado.
—Duermo con un escopeta al lado de la cama —le dijo Regan—. Sé cómo usarla.
Condujo a Serena hasta un pequeño gabinete y usó el mando a distancia para hacer que volviera a sonar Mercy en su ipod. Cantó: «Yeah, yeah, yeah» junto con los coros de la canción y esbozó unos pasos de baile sobre la alfombra hasta sentarse en un sillón reclinable de piel.
—¿Le gusta Duffy? —gritó por encima de la música.
Serena asintió pero hizo una mueca para quejarse del volumen. Regan pulsó el botón de «silencio» para acallarlo. Se hizo un silencio impactante.
—¿Mejor?
—Gracias —dijo Serena.
Miró los libros de las estanterías y vio una colección de guías homeopáticas y libros de cocina vegetariana y orgánica. Los muebles de la biblioteca, como los del resto de la casa, eran exclusivos.
—Dejé la mayoría de las habitaciones tal como las decoró el pichaloca de mi abogado —explicó Regan—. Me encanta la idea de que él y su gorda mujer dedicaran años a dejar la casa tal como ella la quería, y que luego tuvieran que darme las llaves.
—Es un precioso premio de consolación por una ruptura —señaló Serena.
—Bien, si vas a jugar despreocupadamente con el dinero de tus clientes, ten cuidado de a quién se lo dices. Le gustaba susurrarme secretos al oído mientras me follaba. —Y añadió—: Cuando eres una pieza de museo como Valerie Glenn los hombres quieren hacerte el amor. Conmigo les gusta follar.
—He oído que Marcus Glenn y usted tuvieron una aventura —dijo Serena.
—No es un secreto.
—También he oído que él la dejó.
—¿Y qué si lo hizo?
—¿Se enfadó? —preguntó Serena.
—¿A usted qué le parece? Estaba furiosa. Pero no soy exactamente el tipo de chica a la que llevas al club de campo los sábados por la noche.
—La gente del hospital opina que es usted inestable.
—¿Inestable? Ésta sí que es buena. La inestable es su mujer. «Depresión clínica», en argot médico.
—¿Dónde ha oído eso?
—Se lo he dicho, a los hombres les gusta contarme secretos. También a Marcus.
—No ha parecido muy sorprendida al encontrar un policía en la puerta de entrada —observó Serena.
—No soy idiota. ¿Qué quiere saber exactamente, señorita Dial?
—Quiero saber si el doctor Glenn le dio una llave de la casa.
Regan se encogió de hombros.
—Oh, claro, ya entiendo. La puerta sin forzar. Ninguna ventana rota. Muy sospechoso. Tiene que haber sido la enfermera loca y celosa.
—La llave —repitió Serena.
—¿Qué importancia tiene? No estaba cerca de la mansión de los Glenn la noche del jueves. Estaba trabajando. Me vio un montón de gente.
—Es lo que he oído.
—Entonces, ¿por qué me molesta? —preguntó Regan.
—Culpa usted a Marcus de su ruptura. Trabaja con bebés. Un bebé ha desaparecido.
—Dedico mi vida a las madres y a sus bebés —replicó Serena blandiendo un dedo hacia Serena—. Soy enfermera. Comadrona. Una consejera. Ayudo a las mujeres, señorita Dial.
—¿Tiene hijos propios?
—Tengo cientos. Cada bebé que traigo al mundo o cuido es de alguna manera mío.
Serena se inclinó hacia delante.
—Es una curiosa forma de describirlo.
—Todas las enfermeras lo sienten así.
—¿Estaba presente cuando Valerie Glenn dio a luz? —preguntó Serena.
—Estaba en el hospital esa noche, pero no asistí al parto.
—Pero ¿estaba usted allí?
—Estaba allí, sí, ¿y qué?
—¿Fue antes o después de que Marcus la dejara?
La boca de Regan se torció en una mueca de enfado.
—Antes.
—¿Fue duro para usted verles a Valerie y a él con el hijo de ambos? —preguntó Serena—. ¿Supo en ese momento que él la iba a dejar?
—No se entera de nada, señorita Dial. El bebé no cambió nada para Marcus.
—Entonces, ¿por qué le dio la patada?
—Porque un divorcio podía ser demasiado feo. Y caro.
—Odia usted a Valerie Glenn, ¿verdad?
—Es exactamente la clase de zorra rubia y rica que desprecio. ¿Y qué?
—Valerie convenció a Marcus para que se deshiciera de usted como si fuera una bolsa de basura. Eso debió de escocerle.
Regan señaló la puerta con un dedo.
—La conversación ha terminado.
—No me ha dicho si tenía una llave de la casa de los Glenn —le recordó Serena.
—De acuerdo, tenía una, pero ya no.
—¿Dónde está?
—En el basurero. No la necesitaba después de que Marcus y yo rompiéramos. Ahora, me gustaría que se marchara.
Regan le dio la espalda y salió del estudio. Serena la siguió. En el vestíbulo, abrió la puerta de un tirón y, cuando Serena pasó a su lado, la cogió del hombro.
—En lugar de interrogarme a mí, debería buscar a la gente que estaba dentro de la casa esa noche, señorita Dial.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que no me ha preguntado cómo conocí a Marcus. ¿No tiene curiosidad?
Serena asintió.
—¿Cómo?
—Vino a verme el año pasado a causa de esa chica. La adolescente que vive en la caravana cerca de Sago. Migdalia Vega.
—¿Qué pasaba con ella?
—Marcus necesitaba que la ayudara. Un favor extraoficial. No quería que nadie se enterara.
—¿De qué? —preguntó Serena.
—Estaba embarazada —soltó Regan.
A continuación, empujó a Serena hacia fuera y cerró dando un portazo.
Serena estaba sentada dentro de su Mustang, en el camino de entrada a la casa de Regan Conrad. Presionó con más fuerza el móvil contra su oreja para oír la voz de Jonny a través de la estática. La señal iba y venía desde el lejano extremo norte de la ciudad. Su voz sonaba distante.
—¿Embarazada? —se sorprendió Stride.
—Es lo que dijo Regan.
—Entonces, ¿qué pasó con el bebé de Micki?
—No lo sé. Creo que deberíamos investigarlo.
—Hablaré con ella —asintió Stride, y añadió—: ¿Vas a volver esta noche?
Serena dudó.
—Creo que me quedaré.
—Oh.
—Está a dos horas de camino —argumentó—, y los culpables andan sueltos.
—Lo sé. Tienes razón, es una buena idea.
—Si de verdad quieres que vuelva, lo haré.
—No, quédate en casa —dijo él—. Te veré mañana.
El silencio le indicó que él había colgado.
Pensó en llamarle de nuevo, pero no lo hizo. Era más fácil estar sola. Puso en marcha el Mustang. En la radio sonaba una balada de Trisha Yearwood. Era una melodía triste, algo sobre la pérdida, y la voz de Trisha era tan suave que no te dabas cuenta de que tenías ganas de llorar. Apagó la radio porque no era capaz de enfrentarse a la canción y no quería que se repitiera una y otra vez en su cabeza durante toda la noche.
Tras girar el volante y enfilar el largo camino de entrada, vio que Regan Conrad la miraba desde el ventanal con las manos plantadas combativamente en sus caderas. También se dio cuenta de que uno de los dos coches aparcados frente al garaje de Regan ya no estaba. El Hummer seguía allí, pero el viejo Escort había desaparecido.
Había alguien en la casa. Mientras Duffy imploraba piedad[4], alguien había usado la música para encubrir su huida.