12

—¿Me estás diciendo que Trisha está muerta? —preguntó Troy Grange.

Maggie hizo una mueca. Troy no malgastaba su tiempo en buscar formas agradables de compartir las malas noticias.

—No lo sabemos con seguridad —le respondió—. No tenemos por qué temer lo peor. Una mujer ha muerto. Eso es lo único que sabemos con certeza.

—Mentirosa —le espetó Troy.

No estaba siendo hostil, sólo honesto. Maggie sabía que tenía razón, pero no podía reconocerlo. No podía reconocérselo al esposo de una víctima, y mucho menos a un amigo.

Troy Grange era el director de Salud y Seguridad en el puerto de Duluth. Habían trabajado juntos durante cinco años en temas relacionados con el tráfico de inmigrantes, brotes de enfermedades contagiosas y delitos cometidos en el muelle, que iban desde un incendio provocado hasta una violación. A pesar de todo, Maggie nunca había visto a Troy escudarse tras sus abogados o el presupuesto. Asumía personalmente cualquier problema que hubiera en el puerto. Era serio y responsable.

Troy se pasó la mano por su calva cabeza. Tenía cuarenta años y no era alto, pero tenía la constitución de un forzudo de circo. Su cara era grande: una nariz granujienta, barbilla ancha y pómulos prominentes como una ardilla con los mofletes llenos de bellotas. Vestía una camiseta roja de deporte y unos holgados pantalones de chándal negros.

—¿Sabes en lo que no puedo dejar de pensar? —comentó él—. Yo trabajaba en los cargueros, pero Trisha insistió en que lo dejara. Decía que era demasiado peligroso y que no quería quedarse sola con las niñas. Y ahora la he perdido dentro de nuestra propia casa.

—Lo siento muchísimo, señor Grange —murmuró Kasey Kennedy, que se sentó en el lado opuesto del sofá en el que estaba Maggie, con las rodillas juntas.

Se la veía incómoda y su mirada vagaba entre Maggie y Troy. Maggie lamentó haber metido a Kasey en esto, pero quería que entendiera que el trabajo de un detective no tenía nada de glamuroso. Con demasiada frecuencia, estaba lleno de sufrimiento.

—Le vio, ¿verdad? —preguntó Troy a Kasey—, usted vio a ese cabrón.

—Sí, pero no vi su cara.

Troy se levantó de la silla y cruzó los brazos sobre su fuerte pecho. El suelo tembló cuando pasó por delante de la chimenea.

—Decidme qué pensáis —pidió—. Visteis lo que le hizo a la otra mujer. ¿Es un jodido asesino? ¿Hay alguna posibilidad de que mi mujer esté viva?

—No sé qué decirle, señor Grange —tartamudeó Kasey—. De verdad espero que siga con vida.

Maggie quiso decir: «Si Trisha está viva, estaría mejor muerta». Pero no lo dijo.

—¿Cómo están las niñas, Troy? —preguntó en cambio.

Él se volvió a sentar y se secó la nariz con su grueso antebrazo desnudo.

—Las llevé a visitar a los padres de Trisha en Chicago el viernes y dejé a Emma allí. Tengo que volver al trabajo el lunes y ahora mismo no puedo cuidar de un bebé. Además, a sus padres les hará bien tener algo en lo que ocuparse.

—¿Y Debbie?

—Debbie no entiende lo que está pasando. —Troy giró su alianza de plata en el dedo y añadió—: No tenía que haber ido a esa maldita fiesta de Halloween. No después de que esa otra mujer desapareciera en octubre.

—No tenías forma de saberlo —señaló Maggie—. Nadie sabía que nos enfrentábamos a un asesino en serie.

—Sí, pero la seguridad es mi campo. Sabía que existía un riesgo. Mierda, actualicé nuestro sistema de seguridad tres días después de enterarme de que esa mujer había desaparecido. Está visto que no sirvió de mucho.

—No te culpes.

Troy se encogió de hombros.

—Lo hago.

—Vamos a destinar agentes para cubrir las autopistas del norte cada noche —dijo Maggie—. Si ese tipo lo intenta de nuevo, lo atraparemos.

—Eso es un montón de terreno para cubrir —replicó él con un movimiento de cabeza—. No quiero parecer escéptico, pero estaréis diseminados por varios cientos de kilómetros cuadrados.

—Tenemos refuerzos. Voluntarios. Nadie duerme, Troy.

—Lo sé. Y lo agradezco. —Miró a Kasey—. ¿Estará usted allí fuera también?

—Oh, sí, estoy segura de que sí.

—Sea prudente.

Kasey asintió y se miró las manos.

—¿Papi?

Los tres levantaron la vista. Debbie Grange estaba de pie en la entrada de la sala de estar. La niña de seis años vestía un pijama a topos y llevaba un osito de peluche bajo el brazo. Troy Grange saltó como movido por un resorte.

—¿Qué quieres, cariño?

—Quiero que mami me arrope —murmuró Debbie.

Maggie notó como su corazón se rompía. Vio a Kasey mirar hacia otro lado y morderse el labio. Troy arropó con sus brazos de oso a su pequeña hija.

—Yo te arroparé, peque —dijo.

—Quiero que mami me arrope —repitió la niña.

—Oh, cielo, lo sé, pero mami no está aquí. ¿Te acuerdas? Ha tenido que marcharse.

Gruesas lágrimas resbalaron por la cara de la niña.

—¿Dónde está?

—Te lo he dicho, cielo, ha tenido que salir de viaje, ¿vale? Yo te arroparé. Me quedaré contigo.

—No. Quiero a mami.

Troy acunó a su hija cuando ella se puso a llorar en su hombro. Le cantó una canción entre murmullos y Maggie se dio cuenta de que apenas podía mirar. Le hizo una seña a Kasey y ambas se pusieron en pie. Los ojos de Maggie se cruzaron con los de Troy y señaló la puerta delantera. Él asintió.

—Gracias por todo —dijo en voz baja—. También a usted, Kasey. Por favor, mantenedme informado.

Se marcharon sin decir nada más. Fuera, en el porche delantero, Kasey se apoyó pesadamente en la reja; parecía enferma.

—Dios —exclamó.

—Sí, ésta es la peor parte del trabajo —le dijo Maggie.

—¿Alguna vez llegas a acostumbrarte a esto?

—No, y espero no hacerlo nunca.

Las dos mujeres subieron al Avalanche amarillo de Maggie. Ésta solía conducir rápido, incluso de noche, y puso la furgoneta a ciento veinte en la autopista. A su lado, Kasey agarraba el tirador de la puerta. Los faros iluminaban la oscura franja de carretera a través de las solitarias tierras de cultivo.

—¿Aún quieres trabajar en la investigación? —preguntó Maggie.

Kasey apoyó su mejilla en la fría ventanilla y contempló como los campos desfilaban por delante de sus ojos.

—No lo sé. Ni siquiera sé si quiero seguir siendo policía.

Maggie volvió la cabeza y contempló a Kasey.

—Viviste una dura experiencia aquella noche —la tranquilizó—. Algunas personas nunca lo superan. Ni siquiera los policías más duros.

Al decirlo, Maggie pensó en Stride. Él era un policía duro, pero ella sabía que se tragaba todo su estrés y su dolor para esconderlos en su interior, de donde sólo una mínima cantidad escapaba alguna vez. Recordó la soledad en que se había sumido los meses posteriores a la muerte de su mujer, cuando las heridas eran más profundas. Ella había intentado acercarse a él para ayudarle, pero Stride la había echado, justo como estaba haciendo ahora con Serena. Se preguntó si él sabía cómo pedir ayuda.

—No puedo dejar de pensar en los ojos de esa mujer —oyó decir a Kasey.

—No puedes cambiar lo que ocurrió. Pero ya ha terminado.

—Sí, pero me siento muy culpable.

—Tienes que dejarlo atrás.

—Ése es el problema. No quiero verme envuelta en esto. Quiero olvidarlo todo. —Se volvió y miró a Maggie—. ¿Crees que cometería un error si lo dejara? ¿Pensarías que estoy huyendo?

—No es mi decisión, Kasey —señaló Maggie.

—No sé qué hacer —repuso Kasey—. No puedo quitarme a ese tipo de la cabeza, ¿sabes? Me siento como si tratara de cazarme. Como si todavía estuviera ahí fuera.

Bajo el cielo nocturno apenas era visible, sólo una silueta avanzando rápidamente a través de los campos de labranza del norte.

Llevaba las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de lana. Su respiración se convertía en una nube cálida frente a su cara. Cruzó chapoteando los charcos helados de los surcos donde los tractores habían arado la tierra; sus botas hacían un ruido semejante al de un cristal al romperse. Agujas de hielo volvían quebradiza la hierba marrón. Su olfato captó el olor animal del ganado del establo, al otro lado de la autopista.

El campo terminaba en un nido de árboles. Se deslizó entre las enmarañadas ramas y dejó rastros de pisadas húmedas en el camino de entrada al aproximarse a la casa. Era una modesta granja de dos pisos que mostraba signos de dejadez. La madera de las paredes exteriores necesitaba una mano de pintura. En el camino que llevaba a la puerta de entrada, dos losas de cemento se habían combado y agrietado. Flores muertas sobresalían de las macetas de barro situadas a cada lado del garaje, separado de la casa.

Examinó la vivienda con detenimiento, aunque sabía que ella se había marchado. Todas las ventanas estaban a oscuras.

Siguió avanzando hacia la parte de atrás de la casa. En la pared trasera, vio tres medias lunas de metal enterradas a intervalos regulares a lo largo de los cimientos. Eran anchas y profundas, de unos cincuenta centímetros de hondo, y protegían las ventanas que conducían al sótano. Avanzó hacia el hueco de una de ellas y dio una patada al cristal con la bota. Éste se rompió en fragmentos que se desparramaron por el suelo situado debajo. Dio varias patadas más para retirar los fragmentos que quedaban, se puso en cuclillas y deslizó sus piernas y su torso a través del agujero. Luego se dejó caer y aterrizó sobre el suelo de cemento.

Sacó una linterna del bolsillo e iluminó el espacio con un fino haz de luz. El aire era frío y rancio. Se agachó para evitar las cañerías del techo y avanzó por encima de los fragmentos de cristal hasta las escaleras que conducían al piso principal de la casa. Los viejos escalones rechinaron como ratones, así que los subió lentamente. Al llegar a la puerta, esperó y escuchó y, entonces, la empujó y entró en la cocina a oscuras. Los platos sucios se amontonaban en el fregadero. Media cafetera se enfriaba en la encimera. No habían limpiado la tabla de cortar y vio restos de zanahorias aplastadas y de plátanos esparcidos frente a una desvencijada silla alta. Olisqueó el aire y distinguió un aroma a pescado frito.

Fue del pequeño comedor hacia la sala de estar, abarrotada de muebles de saldo que salpicaban el pequeño cuadrado de la raída alfombra beis.

Encarado hacia el televisor, había un sofá de tweed marrón. La mesilla baja estaba saturada de revistas y de libros. Alcanzó a ver tres fotografías enmarcadas sobre el televisor e iluminó cada una de ellas con el haz de su linterna. Una mostraba un matrimonio mayor en una autopista del desierto; las otras dos eran de un hombre joven y una mujer. El tipo de las fotos era fornido, con el pelo rubio y un mostacho que se desbordaba de su labio superior.

La mujer tenía el pelo de un rojo inverosímil.

«Hola, Kasey».

Recordó vívidamente el momento en que ella le miró en el campo que había detrás de la lechería. Su cuerpo como el de un gato mojado. Sus ojos grandes y desesperados. Sus brazos temblando y sus manos, que parecían pequeñas al agarrar la enorme pistola. Nunca imaginó que ella fuera a disparar. La herida de su hombro todavía le quemaba en el lugar en el que la bala le había hecho un rasguño.

—Has sido una niña mala —dijo en voz alta.

«Y las niñas malas se merecen un castigo».

Exploró la planta baja y subió los escalones hasta la de arriba. La primera habitación a la que se accedía desde el distribuidor era un estudio con una mesa de ordenador y archivadores. Una pálida luz iluminaba la estancia debido al bucle de imágenes que se repetía en el monitor del ordenador. Era un salvapantallas de la película de Zapruder que mostraba el asesinato de Kennedy.

Mientras miraba, vio cómo el presidente recibía una bala fatal en la cabeza una y otra vez. «Vaya, ¿no te parece esto un poco enfermizo? —Sonrió ante su propia broma—. Dios los cría…».

Registró los archivadores y los cajones del escritorio, donde encontró extractos de banco y de tarjetas de crédito, y facturas de móviles. La gente nunca tiraba nada. Pasó de una copia del periódico de Duluth del enero anterior a un número de febrero de Sports Illustrated. El dedicado a los bañadores. Siguió rebuscando y extrajo carpetas con información sobre impuestos, que pasó página a página. Casi en el fondo del cajón encontró una fotografía de Kasey en albornoz, sosteniendo en brazos a su hijo recién nacido con su piel roja y arrugada. «Pareces cansada, querida».

Pero sus ojos eran los mismos. Azules. Feroces. Deslizó la fotografía en su bolsillo.

La siguiente habitación era el baño. Kasey usaba jabón en pastilla con olor a lavanda. Encontró pelos rojos en la bañera, que recogió y enroscó alrededor de su dedo enguantado. La imaginó saliendo de la bañera de porcelana, cubriendo su cuerpo con la toalla y viendo su reflejo. La diminuta habitación estaría húmeda y fragante con su esencia. En el botiquín, encontró frascos de vitaminas que contenían aceite de pescado y hierba de San Juan, y recetas a su nombre de Xanax y Ambien.

«¿No duermes bien, Kasey? Pobrecita».

Cerró el armarito y miró su propia cara reflejada en el espejo. Llevaba siempre el pelo negro cortado al rape, y un pendiente de oro abrazaba el lóbulo de su oreja izquierda. Su mejilla izquierda estaba marcada por el acné que había sufrido cuando era un adolescente. Al mirarse, vio sus ojos negros, ojos muertos que resucitaban, como una muñeca que cobrara vida con un interruptor. Sonrió burlonamente, cogió un lápiz de labios abierto y garabateó un mensaje para ella en el espejo. Unas sencillas palabras para contarle quién era.

«Quiero que sepas que he estado aquí. Quiero que sepas que esto no ha terminado».

Encontró el dormitorio al final del corredor. Las sábanas estaban arrugadas y la enorme cama sin hacer. La puerta del armario permanecía entreabierta. La abrió por completo y exploró el contenido: acarició sus blusas, dejó correr los dedos a lo largo de las mangas de satén. En una percha, encontró un vestido de noche de encaje, que descolgó y sostuvo en su brazo. Apenas debía cubrirla hasta poco más allá de sus muslos. Las copas del escote eran muy finas. Cogió el vestido y lo extendió sobre la cama, como si ella estuviera tumbada allí.

Al mirar hacia abajo, sintió aquella rabia familiar bullendo como la lava. Para él, el deseo era rabia. Pero esta vez era diferente, porque Kasey era diferente. No era como todas las demás. Consideró la posibilidad de esperarla en la oscuridad y llevársela ahora, pero se ordenó a sí mismo ser paciente. Quería que ella lo supiera. Que le sintiera llegar. Que se diera cuenta de que no había nada que pudiera hacer para mantenerle alejado.

Mientras se dirigía a la entrada, oyó tres pitidos electrónicos. Metió la mano en el bolsillo de su camisa y extrajo un pequeño receptor. El piloto rojo en el frontal de la caja negra estaba parpadeando.

Lanzó una maldición en silencio.

Había alguien en la escuela. Alguien había hecho saltar los sensores instalados en el perímetro de las ruinas. Nadie podía descubrir el lugar de reunión. No ahora. No todavía.

No antes de que hubiera acabado con Kasey.

Se lanzó hacia el vestíbulo. Según sus cálculos, necesitaba dos minutos para correr a través del campo a oscuras hasta su furgoneta y otros diez minutos para conducir a toda velocidad por las autopistas vacías hacia Buckthorn.

«¿Quién está allí? ¿Quién ha entrado?».

¿Era la policía?

No tenía tiempo para pensar. Corrió hacia el descansillo donde empezaban las escaleras y se detuvo, helado.

Unos faros barrieron las habitaciones de abajo. Una llave arañó la cerradura de la puerta delantera. Alguien entraba en la casa. Estaba atrapado.