El sábado por la mañana, Serena cogió el coche para ir de Grand Rapids a Duluth. El cielo tenía un color gris pizarra, con pesadas nubes onduladas como senderos de humo, y los copos de nieve congelados golpeaban el parabrisas. Pasó por campos inundados donde los esqueletos de árboles sobresalían del agua estancada. Los bosques del norte no mostraban ya un color rojo ladrillo ni naranja llameante, como en septiembre, sino sombras color óxido y marrón. Cada pocos kilómetros, atravesaba ríos negros y ciudades dormitorio en los que sólo había una vieja licorería de ladrillo y un raído motel de cinco habitaciones para conseguir unos pocos dólares de los turistas. La mayor parte del tiempo circulaba sola en la carretera.
Mientras conducía, pensaba en Stride. Esa mañana se había sentado a los pies de la cama para observarlo mientras dormía. Dondequiera que estuviera, se encontraba a un millón de kilómetros de ella. Había ido apartándose, retirándose, escapando durante semanas, hasta que se habían convertido de nuevo en completos extraños. Se habían alejado uno del otro con la misma facilidad con que se acercaron. Lo que la ponía de mal humor era haber permitido que todo eso ocurriera sin luchar. En lugar de afrontar el dolor que sentía, había contemplado como él se marchaba. Si eso era lo que él quería, si así era como iban a ser las cosas, entonces ella se protegería y fingiría que había sabido todo el tiempo que esto sucedería.
Puede que así fuera. Puede que los dos se hubieran engañado a sí mismos. Siempre había habido fallas, finas grietas que parecían no ser nada hasta que el peso de la presión y del tiempo se había abierto paso entre ellas violentamente. Ella sabía cómo había sucedido, y no había nadie a quien echarle la culpa. Las cosas están bien hasta que, de repente, inesperadamente, ya no lo están, y los dos miembros de una pareja lo saben pero ninguno de los dos quiere admitirlo.
Su teléfono sonó. Era él. El hombre que amaba.
—No me has despertado esta mañana —le dijo.
Cuando oyó su voz, Serena se secó los ojos y silenció la angustia que sentía.
—Lo siento. No has dormido mucho últimamente y pensé que necesitabas descansar.
—Es verdad. Gracias. —Y añadió—: Suenas rara. ¿Va todo bien?
—Sí —respondió ella.
Era más fácil mentir. Era más seguro fingir. «Las cosas van bien, Jonny, pero los dos sabemos que no es así». Se dio cuenta de que él vacilaba, como si fuera a presionarla para que dijera la verdad, pero sabía que no lo haría.
—¿Qué es lo último que se sabe de la búsqueda? —preguntó él.
Era un colega hablando con una colega. Serena oyó un ruido en su cabeza y pensó que era una falla, una grieta, una fractura que se escindía y se ensanchaba.
—Hemos comprobado la lista de huéspedes de los moteles de los alrededores de Grand Rapids —le informó con voz plana—. Todavía estamos haciendo el seguimiento, pero no hay señales de alarma. La patrulla de la autopista ha empapelado las gasolineras con la foto de Callie. Tenemos pistas, pero nada importante.
—¿Qué hay de las cámaras de las carreteras, dentro y fuera de la ciudad?
—Hemos encontrado un par de cámaras ATM enfocadas hacia la 169 y la autopista 2. Entre la niebla y la calidad del vídeo, no hay mucho que ver. Las he mandado a la BCA para ver si ellos pueden mejorar la imagen digitalmente.
—Creo que tendremos que dragar el lago Pokegama —dijo Stride.
Serena desplazó su Mustang hasta el arcén de la autopista. Apagó el motor y escuchó el silencio.
—Eso mataría a Valerie Glenn.
—Ojalá no encontremos nada, pero si esperamos demasiado tiempo, el lago se helará y perderemos la oportunidad.
—Dale unos días más.
—Sí, vale, pero no tengo buenas vibraciones. —Y añadió—: Si lo que buscan es dinero, ya habríamos tenido noticias de los secuestradores.
—Lo sé.
—Voy a hablar de nuevo con Marcus Glenn —le informó Stride—. No quiero que los periodistas lo aireen, pero creo que deberíamos pedirle que se sometiera al polígrafo. De momento, nos ha mentido sobre Micki Vega. Quién sabe qué más esconde.
—Contratará un abogado y dejará de hablar —vaticinó Serena.
—Eso querría decir algo.
—No lo sé. Glenn tampoco me gusta, pero no estoy segura de que sea violento o un depravado.
—Mira qué puedes averiguar en el hospital —le pidió Stride.
—Lo haré.
Cuando no hubo nada más que decir, la distancia que los separaba se agrandó y un silencio torpe e incómodo se instaló entre ellos. Serena miró más allá de la carretera hacia un desvencijado establo con su tejado, lleno de agujeros desiguales donde las vigas se habían roto, expuesto a los elementos. Pájaros negros salían volando del interior. La hierba crecía alta y ondulante alrededor de las paredes inclinadas.
—¿Jonny? —murmuró ella.
—¿Sí?
—No estamos muy bien, ¿verdad?
No podía creer que lo hubiera dicho en voz alta. Era lo único que necesitaban para dejar de fingir. Ahora se encontraban en un terreno peligroso.
Stride esperó durante largo tiempo y entonces dijo:
—Soy yo.
—No, no eres sólo tú —le respondió ella.
Dos horas después, Serena caminaba por Superior Street, en el centro de Duluth, con Ellen Warner, una enfermera del hospital St. Mary. En Lake Avenue, cruzaron la calle y encontraron un banco protegido del viento. Hacía demasiado frío para estar al aire libre, pero Ellen insistió en que fueran a algún sitio donde no hubiera riesgo de que las escucharan. Pocas personas en el St. Mary’s parecían ansiosas por hablar sobre Marcus Glenn.
Ellen abrió una bolsa blanca de papel y sacó un perrito caliente del Coney Island, un restaurante situado más arriba en la misma calle. Le quitó el papel de aluminio y le dio un gran mordisco. Una gota de mostaza se le quedó en los labios.
—Le agradezco que haya accedido a verme —le dijo Serena.
—Bien, no se lo diga a nadie, ¿de acuerdo? —le pidió Ellen al tiempo que se limpiaba la boca—. El doctor Glenn es peligroso. Si una enfermera se le atraviesa, está lista.
Ellen vestía un uniforme de enfermera lavanda con una chaqueta tejana encima. Calzaba unas zapatillas deportivas de un blanco resplandeciente. Tenía poco más de cincuenta años, el cabello plateado y una constitución rechoncha y compacta.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando con él? —preguntó Serena.
—Debe de hacer casi diez años —respondió—. Y tengo que decirle que es bueno. Mejor dicho, buenísimo. Su ego no cabe en un campo de fútbol, pero es un mago en la mesa de operaciones. También se porta bien con los pacientes. No es fácil imaginarlo, porque es un grano en el culo tamaño Titanic para los demás. Pero con los pacientes cambia, y ellos le adoran. No entiendo a la gente que puede compartimentar su vida de esta manera, pero con el doctor Glenn tienes que pasar por alto su personalidad y respetar su talento.
—¿Conoce a su mujer, Valerie?
—Sólo de saludarla. Viene de vez en cuando.
Ellen se terminó el perrito, arrugó el envoltorio y lo metió de nuevo en la bolsa. Luego sacó del bolsillo trasero de su bata un paquete de cigarrillos y encendió uno.
—Es el estrés —explicó al darse cuenta de la expresión de sorpresa de Serena—. Sé que es estúpido, pero no es razón suficiente para dejarlo.
—¿Cómo es la relación entre el doctor Glenn y su mujer? —preguntó Serena.
—Tirante —contestó Ellen.
—¿Y eso? ¿Se pelean?
—No, nada de peleas, al menos en el hospital. Se les ve distantes. Ella intenta meterse en su cabeza, pero él no quiere a nadie más allí.
—¿Conoce a su hija Callie?
—Sí. La señora Glenn la trae a veces. Es muy mona.
—¿Cómo es el doctor Glenn como padre?
Ellen exhaló una nube de humo y miró a Serena con frialdad.
—¿Quiere decir que si sería capaz de hacerle algo a Callie? No, no lo creo. Si hay algo que defina a Marcus Glenn por encima de todo es que es médico. Nunca lastimaría a otro ser humano.
—No es eso lo que le he preguntado.
—Bueno, eso es lo que dice todo el mundo. ¿Diría de él que es un padre amantísimo y entregado? No. No se sienta en el suelo para ponerse a jugar ni a hacer hablar al bebé con una estúpida sonrisa en su cara. Él no es así. Pero ¿un monstruo? No lo creo. Aunque probablemente encontrará gente en el hospital que no esté de acuerdo conmigo.
—¿Hay alguien que le odie lo suficiente para querer hacerle daño? ¿O a su familia?
Ellen arqueó una ceja.
—Es una pregunta difícil. Hay un montón de gente a la que no le gusta porque es un perfeccionista. No tiene paciencia con los errores. Pero ¿querría alguien hacerle daño llevándose a su hija? Es difícil de imaginar.
—Ha dicho que hay enfermeras que han sido despedidas por su culpa.
—Sí, eso es verdad.
—¿Hay alguna que pudiera guardarle rencor?
Ellen se encogió de hombros.
—La mayoría de ellas fueron trasladadas a algún otro centro hospitalario. Un par quería dejar la profesión. Es un trabajo que quema mucho.
—¿Qué hay de su vida personal? —preguntó Serena—. He oído rumores de que Glenn había tenido aventuras con mujeres del personal del hospital.
Ellen ladeó la cabeza, apagó su cigarrillo en el brazo de cemento del banco y tiró la colilla al pavimento.
—Sí, Marcus tiene debilidad por las jóvenes bonitas. En su defensa, hay que decir que cuando las enfermeras entran a trabajar y ven a un cirujano alto, rico y guapo se lo rifan. Pero no es que él vaya a dejar a Valerie por ninguna de ellas.
—Quizás alguna pensó que lo haría.
—Oye, si te lías con un hombre casado, ya sabes lo que te espera. No me mires a mí en busca de compasión si sales malparada.
—He oído que hubo una aventura más seria —insistió Serena.
Ellen miró su reloj.
—Tengo que volver. Ya he hablado demasiado.
—Venga, Ellen. ¿Quién era? ¿La conoce?
—Sí, claro. Todo el mundo conoce a Regan.
—¿Regan?
—Regan Conrad. Es enfermera. Nunca les he visto juntos, pero he oído hablar de su aventura. Fue intenso y apasionado durante un tiempo, aunque no lo imaginarías si la vieras.
—¿Por qué?
—Bueno, Regan no es Valerie. Demonios, es casi anoréxica, montones de tatuajes, pecho plano, un piercing en el labio. La única explicación es que sea una bomba en la cama.
—¿Todavía se ven?
—No, oí que Marcus espabiló y la echó a principios de año. Creo que se dio cuenta de que está loca.
—¿Loca? —preguntó Serena.
—Bueno, es imprevisible —explicó Ellen—. Regan es una buena enfermera, pero puede llegar a sacarte de quicio. Y juega sucio, además. Hace algunos años discutió con un joven técnico de laboratorio. Poco después encontraron cientos de imágenes pornográficas en el ordenador del chico y le despidieron. ¿Y con quién se acostaba Regan por aquel entonces? Con un informático pirado.
—Parece que alguien sigue resentida.
—Oh, sí, pero si está pensando que tiene algo que ver con la desaparición de Callie, puede ir olvidándose. Ella no lo hizo.
—¿Cómo lo sabe?
—Trabajó en el turno de noche el jueves por la noche. Por eso lo sé. Recuerdo que la vi en la cafetería, porque discutió a gritos con el cocinero acerca de un cabello que ella aseguraba haber encontrado en su plato de pasta.
A Serena no le importaba que Regan tuviera una coartada.
—¿Dónde puedo encontrarla? —preguntó—. ¿Trabaja en el área de ortopedia con usted y Marcus Glenn?
Ellen sacudió la cabeza.
—Regan es enfermera de obstetricia en la sala de maternidad. Trabaja con madres y bebés.