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Se lo preguntó otra vez: ¿habían hecho lo correcto?

Ahora que todo había terminado, creía que sus dudas desaparecerían. Miró la cama de la pequeña y se dijo: «La única manera de convertir algo malo en bueno es ocuparte tú mismo de ello». Habían hecho lo que había que hacer. Era lo único que se podía hacer. Estaban en el lado de los buenos.

Todo cuanto deseaba era olvidar. Desconectar la memoria. Perdonar el error. Parecía una petición insignificante después de los horrores del año pasado. Pero no. No podía escapar. Mientras trataba de dormir, lloraba en la oscuridad. Cuando finalmente cerraba los ojos, volvía a los bosques.

Escogió el lugar de la sepultura entre los acogedores brazos de las coníferas.

El frío viento bramaba en sus orejas. Avanzó con dificultad por la maleza baja llena de pequeñas ramas caídas, que crujían bajo sus pies junto con las piñas secas, hasta que encontró un hueco en el bosque en el que cavar. Desde donde se hallaba, observó a través de la maraña de troncos espinosos y más allá del camino de tierra las siluetas de las lápidas en la pendiente. Los árboles temblaban y susurraban como si le tuvieran miedo.

Se detuvo y esperó para asegurarse de que estaba solo. La noche envolvía el cementerio como una manta sobre la cabeza de un niño. No había estrellas y sobre las copas de los árboles y las enfurecidas nubes no se vislumbraba el cielo. Nada moraba en ese lugar excepto los animales y las almas de los difuntos. Ni siquiera creía que Dios estuviera allí con él esa noche. Dios había pasado el último año de viaje en alguna parte.

Los animales permanecieron escondidos en la oscuridad, pero sentía sus ojos posados sobre él. La linterna iluminaba sus excrementos negros sobre el suelo del bosque. Temía que los merodeadores pudieran oler la carne enterrada en la tierra y escarbar. El pensamiento lo horrorizó. Por esa razón necesitaba cavar hondo.

Su pala traspasó el suave lecho de agujas de pino hasta la esponjosa tierra. Hizo palanca con el mango al tiempo que inspiraba pesadamente y sacó una palada de tierra negra como el café. Y luego otra y otra, provocando un nítido ruido metálico al rozar las rocas con cada movimiento. Trabajó rápido; quería terminar pronto la truculenta tarea. La boca que estaba abriendo en el suelo era cada vez más ancha y profunda. Algunas partículas de tierra rebotaban en la pirámide de hierba arrancada y volvían a caer en el agujero, que estaba casi listo para tragarse el paquete envuelto en una sábana que reposaba a sus pies. Engullirlo y consumirlo.

Continuó cavando la tumba. Al acabar, tiró la pala y se sentó con la espalda apoyada en un viejo tronco. Había sudado, y sintió frío. Su nariz goteaba, en parte por el aire de la noche y en parte por el profundo dolor que lo atenazaba. Había llegado a un punto de no retorno y se preguntó si realmente sería capaz de hacerlo. Acostar a la criatura en el terreno, cubrirla de tierra y dejarla atrás.

Al menos, la había traído allí, donde los fantasmas familiares podrían acogerla. Seguro que las almas de los muertos le darían la bienvenida en su seno. Quizá, finalmente, Dios volvería y haría lo que él no había podido hacer durante tanto tiempo. Vigilar. Proteger.

No podía demorarlo más. Aun a esa hora tardía y en una carretera solitaria, corría el riesgo de que alguien pasara en coche y se hiciera preguntas sobre su vehículo, aparcado en el arcén. Anotar el número de matrícula. Llamar a la policía. Un adolescente de las granjas cercanas podía ver su linterna y decidir explorar. No había ninguna razón para que nadie husmeara por allí después de que se marchara, si lograba irse sin ser visto.

Alzó a la pobre criatura envuelta en la sábana limpia. Era muy ligera. Se arrodilló, extendió sus brazos sobre el borde mojado del agujero y se inclinó para depositarla con cuidado en la superficie de la tumba. Luego se puso en pie y se enjugó la cara, recuperó la pala, tomó una palada de tierra y la devolvió a la fosa. Cuando la tierra cayó sobre el tejido de lino blanco, su boca se contrajo en un gesto de consternación. Aumentó el ritmo de las paladas para cubrir el cuerpo hasta que sólo quedó a la vista un fragmento de sábana blanca del tamaño de un sello, apenas visible en la oscuridad. Con la siguiente descarga de tierra, también lo cubrió. Su respiración se volvió menos trabajosa. Aplanó la tierra y luego empezó a cubrirla con puñados de pinaza amarillenta que diseminó por encima.

Cuando apagó la linterna, la superficie del bosque volvía a tener una apariencia inmaculada, como si nadie hubiera estado allí. No se distinguía ninguna evidencia que indicara que allí había una sepultura. Era como si la criatura nunca hubiera existido. Debería haberlo dejado así, pero sabía que tenía que poner alguna señal. Un recordatorio. Rebuscó en su bolsillo y encontró un juguete de papel arrugado y decidió desprenderse de él. Con la solemnidad de un padre que pone flores junto a una lápida, lo depositó allí, sobre las ramitas y la tierra.

Estaba hecho.

Recogió la pala y regresó a través de los bosques hasta su coche. Vio como la niebla se extendía por los valles y colgaba sobre la carretera como una nube. Con las luces apagadas, desapareció en ella.