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Stride encontró el cementerio de Sago en un camino de tierra a poca distancia de la autopista 2, a unos treinta kilómetros al sudeste de Grand Rapids. No había pueblo propiamente dicho, sólo algún que otro buzón abollado que marcaba el camino hacia una vieja granja oculta entre los árboles y los campos. Aparcó en el arcén y salió del vehículo. Unas cien lápidas se encaramaban por una suave pendiente que subía desde la carretera, algunas en campo abierto, otras bajo la sombra de altísimos pinos. Los gruesos troncos de los árboles de unos veinte metros de altura gruñían cuando el viento soplaba. Había un mástil blanco junto al letrero del cementerio, y los soportes metálicos de la cuerda de la bandera tocaban rítmicamente contra el poste creando un repiqueteo solitario.

Stride no vio otra alma viviente por ninguna parte. Tampoco él se sentía particularmente vivo en ese momento. No podía recordar una época en la que se hubiera sentido tan separado de su propio ser. Quería preocuparse de algo, pero nada parecía importarle. Cada ataque de pánico le dejaba más y más aislado, hasta que se sentía como si estuviera en el borde de un cañón en el desierto y su vida estuviera a un kilómetro de distancia, en el borde opuesto.

Con las manos metidas en los bolsillos, Stride paseó entre las tumbas. Leyó los nombres de las lápidas y de los letreros metálicos clavados en la hierba: Tolan, Niemi, Sorenson, Davis. A mitad de la subida, encontró dos monumentos grises gemelos en honor de Edward y Lavinia Glenn, los padres de Marcus Glenn, que habían muerto con un intervalo de dos años hacía más de una década. Tuvo dificultades para imaginar a Marcus Glenn, tan exquisito con las cosas selectas de la vida, creciendo en esas remotas y toscas tierras de labranza.

—Usted es el policía, ¿verdad?

Stride miró hacia arriba y vio a una chica de unos diecinueve años junto al límite del cementerio, donde se terminaba la hierba aletargada para dar paso a los árboles. Sostenía un rastrillo y permanecía de pie junto a un montón de hojas secas.

—¿Eres Migdalia Vega? —preguntó él.

—Llámame Micki —respondió ella mientras rastrillaba el suelo y añadía más hojas al montón—. ¿Han encontrado ya a Callie?

—No.

—Espero que la encuentren pronto. Es una niña preciosa.

Stride se aproximó a ella. Micki Vega parecía una niña que no hubiera dejado atrás la redondez de los bebés. Sus anchas caderas estaban embutidas en unos pantalones de pana beis. Tenía la cara llena, con un pequeño lunar sobre el labio superior, y una piel dorada. Llevaba el pelo negro recogido en una cola de caballo. Vestía una sudadera que no escondía los michelines que sobresalían por encima del cinturón de sus pantalones.

—¿Eres la encargada del cementerio? —preguntó él.

Micki se encogió de hombros.

—Corto la hierba, rastrillo las hojas, tiro las flores cuando se marchitan. Ese tipo de cosas.

—¿Vives por aquí?

Ella hizo un gesto con el hombro derecho y al seguir la trayectoria él vio un grupo de caravanas y unas cuantas pick-ups viejas escondidas tras los árboles.

—Mi madre y yo vivimos aquí.

—También trabajas para los Glenn, ¿es correcto?

—Sí, me llaman cuando necesitan a alguien que cuide de Callie unas cuantas horas. Son gente ocupada. Hago un montón de trabajos, porque mamá tiene cáncer de pulmón y tiene que quedarse en casa.

—Lo siento.

—Sí, bueno, es lo que hay. Mi padre se largó hace un par de años. Mamá tiene su cáncer por culpa del tabaco. Alguien tiene que ganar pasta.

—¿Cómo conociste a Marcus Glenn? —preguntó Stride.

Micki señaló cuesta abajo.

—Ya ha visto las lápidas. El doctor Glenn visita a su familia cada mes. Le conocí hace un par de años y él sabía que yo hacía canguros y cosas así. La verdad es que yo necesitaba el dinero, así que cuando nació Callie, él dijo que podía ayudarme. Fue muy amable. Si llega a ser por su mujer, no hubiera entrado en la casa.

—¿Y eso?

—Pues sí, la oí hablar. No quería que yo estuviera cerca de su bebé.

—¿Por qué no?

—Soy hispana y vivo en una caravana. ¿Cree que una mujer como ella se va a fiar de una chica como yo? Pero vio lo buena que era con Callie. Después de eso, ya no tuvo ningún problema. Todavía arruga su bonita nariz cuando me ve, pero sabe que a Callie le gusto. Eso es todo lo que le importa a la señora Glenn. Esa niña lo es todo para ella.

—¿Qué me dices del doctor Glenn? ¿Siente lo mismo?

Los ojos de Micki se entornaron con suspicacia.

—Sé lo que quiere que diga. Quiere que le diga que el doctor Glenn le hizo algo a Callie. Bien, eso es una gilipollez. La gente de la tele no ha entendido nada. El doctor Glenn hace más para ayudar a la gente de por aquí que ninguna otra persona en el mundo. Si le conociera como yo, sabría que él nunca sería capaz de herir a otra persona, y mucho menos a su bebé.

Stride se dio cuenta de que Migdalia Vega era la primera persona que había conocido que se molestaba en defender a Marcus Glenn.

—Te gusta, ¿no?

—Claro que me gusta. Lo que ha ocurrido con su hija es terrible, pero él no tiene nada que ver.

—Entonces, ¿tienes alguna idea de qué le ha ocurrido a Callie?

Micki meneó la cabeza.

—Alguien se la llevó. Probablemente alguien que intenta sacarle pasta al doctor Glenn. Cuando tienes dinero, todo el mundo quiere meter mano.

—¿No tienes idea de quién pudo ser?

—Si lo supiera, ¿no cree que ya se lo hubiera dicho? Podría ser cualquiera.

—Estamos intentando averiguar cómo pudo alguien entrar en la casa —le explicó Stride, y añadió—: Tú tienes una llave, ¿no?

—Por supuesto. —Micki cruzó los brazos sobre su pecho, enfadada—. ¿Qué?, ¿piensa que yo tengo algo que ver con esto? ¿Es eso lo que dice la señora Glenn? Porque yo nunca haría nada que pudiera herir a Callie. Nunca.

—No he dicho que lo hicieras. Sólo me estaba preguntando si alguien podría haber robado tu llave.

—De ninguna manera. —Micki buscó en el apretado bolsillo de sus pantalones y sacó un abultado llavero—. Aquí están las llaves de las casas en las que trabajo como canguro. Siempre las llevo conmigo. Nunca las dejo en ningún sitio excepto cuando me voy a dormir por la noche.

—Tengo que evaluar todas las posibilidades, Micki. No estoy diciendo que hicieras intencionadamente algo malo, pero es fácil cometer un error. Quizá comentaste con alguien lo bonita que es la casa de los Glenn o que Marcus Glenn gana mucho dinero. Puede que una chica le diga eso a su novio. Estas cosas pasan.

—Ya le he dicho que no —insistió Micki—. ¿Cree que tengo tiempo para ir de bares y beber margaritas y contar historias? ¿Cree que puedo plantar mi coño en la cama de alguien cuando trabajo cada día de la semana? Ya he aprendido la lección sobre los novios. Están contentos de meterse entre tus piernas, pero no quieren quedarse para ver cómo te lavas los dientes por la mañana. Así que yo hago esto por mí y por mi madre, y no hay más que hablar.

—De acuerdo —le dijo Stride—. Lo entiendo. Si recuerdas haber hablado con alguien, aunque fuera una conversación totalmente inocente, quiero que me llames. Es muy importante. Se trata de traer a Callie de vuelta a casa sana y salva.

—Lo sé, pero no puedo decirle qué pasó. No oí nada, ¿vale?

Micki bajó la vista hacia el suelo. Sabía lo que había dicho. Stride también. La verdad quedó colgada entre ellos como la colada en un tendedero.

—¿Cuándo fue la última vez que cuidaste de Callie? —preguntó Stride.

—La semana pasada, creo.

—¿Crees?

—Sí, el sábado, creo. El doctor Glenn y su mujer estaban en Duluth para alguna cosa de caridad.

—¿Ésa fue la última vez? —insistió Stride.

Su tono era duro.

—Creo que sí.

Micki la emprendió de nuevo con las hojas mojadas. Algunas terminaron en sus zapatillas deportivas.

—¿El doctor Glenn te llama para cuidar a Callie cuando su mujer no está?

—A veces.

—La señora Glenn se fue a Minneapolis ayer, ¿verdad? —preguntó Stride.

—Sí, eso he oído.

—Entonces, ¿te llamó él ayer?

Micki negó con la cabeza.

—No.

—¿No estabas allí?

—No.

—Entonces, ¿dónde estabas ayer por la noche?

—Aquí —respondió ella—. Estaba en casa.

—¿Sola?

—Mamá y yo. Puede preguntarle.

Stride esperó. Micki seguía sin mirarle.

—¿Qué tipo de coche conduces, Micki? —preguntó.

—Una furgoneta blanca, una Ford.

—Uno de los vecinos vio tu camioneta en la casa de los Glenn ayer —mintió Stride.

—Se habrán equivocado de día. No estuve allí.

«No oí nada, ¿vale?».

—Creo que sí estuviste allí —replicó Stride—. Estabas en la casa ayer por la noche, cuando Callie desapareció. Creo que será mejor que me digas qué diablos pasó.