Maggie Bei aparcó su Avalanche amarillo en los alrededores del escenario del crimen, cerca del río Lester. Podía ver la central lechera de ladrillos grises abandonada iluminada por los focos que había instalado su equipo y miró como sus técnicos pisaban la hierba alrededor del edificio y deambulaban por los bosques al otro lado de los rápidos. El personal de la oficina del forense se entregaba a una labor más truculenta. Dos de ellos, vestidos con batas blancas, se ocupaban del cadáver tendido en el campo.
La cuarta víctima.
Maggie se armó de valor para unirse a ellos. Durante años, había desarrollado una especie de inmunidad contra los horripilantes descubrimientos inherentes a su trabajo, pero los asaltos del mes anterior, uno tras otro, habían puesto a prueba su objetividad. Sabía que ella podría haber sido cualquiera de esas mujeres. Era demasiado fácil imaginarse a sí misma en el suelo, sin vida y humillada.
Unas uñas golpearon la ventanilla del acompañante de su camioneta, interrumpiendo sus pensamientos. Maggie vio la cara redonda, de querubín, de Max Guppo, quien la saludó con la mano y tiró del asa de la puerta para abrirla. Ella alzó a su vez una mano para detenerle.
—¡Detente! ¿Qué has comido?
Guppo se lo pensó.
—Chili con carne.
—Mierda, ¿qué intentas hacerme? No te atrevas a entrar aquí.
—Ahora tomo Beano —protestó Guppo—. Los anuncios siempre dicen: «Si tomas Beano antes, olvídate de los gases».
—Beano nunca ha sido capaz de encontrar tu tracto digestivo —le dijo Maggie—. Quédate donde estás; voy a salir.
Maggie saltó de su furgoneta y maldijo cuando sus botas de tacones cuadrados aterrizaron en el suelo húmedo y salpicaron de barro sus tejanos. Cerró de un portazo, se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas y estornudó. Luego sorbió por la nariz, cogió de un tirón un pañuelo de papel de su bolsillo y se sonó ruidosamente.
—¿Has pillado un resfriado? —preguntó Guppo mientras se dirigía hacia la parte frontal de la Avalanche.
—Sí, justo lo que necesitaba. Estoy colocada de vitamina C.
Guppo señaló el diminuto pendiente de diamante en la nariz de Maggie.
—¿No te duele cuando estornudas?
—Una vez lo lancé hasta el centro de la habitación.
—Entonces, ¿por qué no te lo quitas?
—Porque me gusta.
Maggie olisqueó el aire cuando Guppo se acercó.
—¿Creías que no iba a oler eso?
—Lo siento.
—Chili con carne —recordó Maggie—. Increíble.
Los dos tomaron el puente de la avenida Strand sobre el río. Formaban una extraña pareja. Max Guppo tenía unos cincuenta y cinco años y, hasta donde a Maggie le alcanzaba la memoria, había dirigido las investigaciones en los escenarios del crimen para el departamento de policía. Era sólo diez centímetros más alto que ella, que apenas medía metro cincuenta con sus botas. Guppo andaba muy tieso por la vida, con unos muslos inmensos y un enorme flotador permanentemente anclado alrededor de su cintura. Había llevado los mismos tres trajes (marrón, marrón y azul) todos los días de la última década. Maggie, en contraste, era una diminuta policía china que compraba prendas juveniles en tiendas para quinceañeras. Cuanto más se acercaba a los cuarenta, más se vestía como si tuviera veinticinco.
Mientras se acercaban al camino de tierra que conducía al edificio blanco de la lechería, Maggie apuntó con el pulgar y el índice imitando una pistola a Kasey Kennedy, que permanecía sentada en la parte trasera del coche patrulla, unos veinte metros más allá.
—¿Cómo está la chica? —preguntó a Guppo.
—Conmocionada.
Maggie asintió. Kasey tenía la puerta del coche patrulla abierta y estaba sentada con una manta que le cubría los hombros. Vestía una ancha sudadera azul y unos tejanos rotos, y miraba al vacío con ojos nerviosos y perturbados.
—¡Uau!, mira ese pelo rojo —exclamó Maggie—. ¿Es natural?
—Eso, dame duro —replicó Guppo mientras se alisaba los mechones que le cubrían la calva.
—Es imposible que sea natural —continuó ella—. ¿Ha hecho Kasey una declaración?
—Sí. Cree que la vas a despedir.
—La tranquilizaré —aseguró Maggie—. ¿Habéis reconstruido juntos lo que ocurrió?
Guppo asintió y acompañó a Maggie a lo largo de la orilla del río. El agua caía frenéticamente sobre las rocas de los rápidos y su ímpetu se atenuaba cuando el cauce se volvía más profundo debajo del puente de la autopista. Maggie comprobó la tierra con su bota. Estaba blanda.
—Los tres se encontraron con el río aquí —dijo Guppo al tiempo que señalaba el punto donde la corriente era más rápida. Había unos seis metros hasta la orilla opuesta, que conducía bruscamente, colina arriba, a la granja de la mujer muerta—. La víctima, el sospechoso y después nuestra chica, Kasey.
—¿Bajaron por la colina? —preguntó Maggie.
—Sí. Kasey se cayó. —Buscó en su bolsillo—. Aquí está su placa. La encontramos entre las hierbas del otro lado.
—Y entonces ¿qué?
Guppo guió a Maggie por una pequeña cuesta bajo los árboles de hoja perenne, junto al muro trasero de la lechería y por el pequeño campo de hierba que se extendía detrás de ésta. Seis metros más allá, el equipo del forense cerraba con una cremallera la bolsa de plástico negro que contenía el cuerpo de la mujer.
—Esperad unos minutos, chicos —pidió Maggie, que se volvió hacia Guppo—. ¿Kasey se enfrentó a ellos aquí?
—Correcto. El asesino sostenía a la víctima con un cable que rodeaba su garganta. Kasey efectuó un disparo. Una decisión valiente, si me lo preguntas: había niebla y no tenía un buen ángulo de tiro.
—¿Falló? —preguntó Maggie.
—Sí, pero el asesino captó el mensaje: soltó a la víctima y echó a correr. Kasey dice que disparó otra vez y volvió a fallar, así que él corrió hacia la autopista y desapareció. Todavía tratamos de averiguar dónde aparcó el coche, por si se olvidó algo. Kasey intentó reanimar a la víctima, pero no había nada que hacer. Dos minutos antes y ella hubiera sido la gran heroína.
Maggie se metió las manos en los bolsillos y se dirigió hacia el cadáver de la mujer sobre la hierba húmeda.
—¿Cómo se llamaba?
—Susan Krauss.
—¿Casada?
—Divorciada. Tiene un hijo adolescente que está en Florida con su padre.
—¿A qué se dedicaba?
—Era entrenadora personal en la YMCA.
—¿Habéis encontrado algo que la relacione con las otras víctimas?
—Todavía no.
Maggie se apartó el flequillo de los ojos y contempló el cuerpo de Susan Krauss. Se la veía ultrajada de la forma en que lo parecen las víctimas de asesinato, mientras los técnicos vestidos de blanco la exploraban, despojada de su dignidad por los hombres que rastreaban por la hierba a su alrededor como si ella no se encontrara allí. La piel pálida. El cabello húmedo y despeinado. Las ropas destrozadas que dejaban al descubierto la mayor parte de sus intimidades. El cuello rajado, prácticamente seccionado por el cable que la había matado.
—Muy bien —dijo Maggie con calma, al tiempo que asentía en dirección a los médicos forenses—. Pueden llevársela.
Susan Krauss. La número cuatro.
La primera fue Elisa Reed, a mediados de octubre. Soltera, veintitrés años, era el primer año que ejercía como profesora. Vivía con sus padres en una granja a unos cinco kilómetros al norte de allí. Elisa desapareció un martes por la noche mientras sus padres se hallaban de vacaciones en San Francisco. Éstos la llamaron por la noche pero no contestó, y como el jueves seguían sin localizarla decidieron llamar a la policía. No había rastro de Elisa en su habitación, salvo por unos restos de sangre en las sábanas y un despertador destrozado en el suelo.
Dos semanas después, durante la noche de Halloween, Trisha Grange desapareció y se convirtió en la segunda víctima. Treinta y cinco años, casada desde hacía siete, madre de dos hijos. Su marido Troy llevó a la hija mayor a una fiesta de Halloween y dejó a Trisha en casa con la pequeña. Cuando él regresó a las diez, el bebé dormía pero su esposa había desaparecido. No encontró sangre, pero sí un zapato de Trisha en el campo que rodea su granja y mechones de su pelo rubio en la puerta que conduce al exterior. Vivían once kilómetros al noroeste de Susan Krauss.
La tercera víctima había desaparecido hacía sólo seis días. De otra granja, a apenas un kilómetro de distancia. Barbara Berquist era una viuda de unos cincuenta años que un día no se presentó en su trabajo en la biblioteca de Duluth. Motivo suficiente para despertar sospechas, dado que previamente habían desaparecido dos mujeres, y Maggie y su equipo registraron la granja sin esperar cuarenta y ocho horas a ver si Barbara aparecía en algún otro sitio, sana y salva. Volvieron a encontrar rastros de sangre. Montones. Pero ningún cuerpo.
—¿Qué habéis hallado dentro de la casa? —preguntó Maggie.
—Creemos que el sospechoso accedió por una ventana del sótano que tenía el cierre roto. Parece que Susan Krauss estaba levantada y en su baño cuando el tipo entró; es probable que eso le diera unos minutos de ventaja. Hay sangre y evidencias de lucha cerca de la entrada. Da la sensación de que ella consiguió escapar y salió disparada hacia fuera.
—Bien, sigue con ello. Dentro y fuera de la casa. Esta vez al tipo se le fastidió el plan, así que puede ser que cometiera un error durante la persecución. —Y añadió—: Mejor voy a hablar con la pelirroja.
—Espera —replicó Guppo, que observaba la pared de piedra blanca de la central lechera por encima del hombro de ella.
Se agachó respirando con pesadez y examinó la tierra donde Susan Krauss yacía ahora en su bolsa, y entonces sus ojos se dirigieron a una zona alta de la pared del edificio.
—¿Alguien tiene un taburete con escalones? —preguntó.
Uno de los investigadores sacó uno del maletero de su coche y Guppo lo abrió cerca de la pared. Subió los dos escalones y Maggie hizo una mueca al oír como las junturas metálicas crujían bajo su peso.
—Dirige una luz aquí, ¿vale?
Maggie obedeció e iluminó una zona frente a su cara donde la pintura blanca se veía desconchada. Guppo se sacó una lupa del bolsillo de sus pantalones y miró a través de ella. Cuando se apartó tenía las mejillas ruborizadas y sonreía.
—Salpicaduras —señaló.
—¿De la víctima? —preguntó Maggie.
—Según el ángulo y el sitio en que la hemos encontrado, no lo creo. Diría que, después de todo, Kasey consiguió algo de nuestro asesino.
Kasey Kennedy tenía un aspecto muy juvenil, un detalle que le hizo recordar a Maggie que ella ya no era tan joven. Kasey tenía veintiséis años y había servido en las fuerzas del orden durante tres años. Maggie recordaba haberla visto en el ayuntamiento, pero era sólo porque Kasey y su cabello rojo neón resultaban difíciles de olvidar. Nunca habían hablado. Los rasgos de la joven eran comunes, pero tenía una piel tersa y pecosa y un cuerpo delgado y en buena forma; en conjunto resultaba atractiva. Era una rara combinación de rasgos aniñados e intensos. Ahora, sus ojos azules mostraban una mirada perdida. Su rodilla izquierda se balanceaba arriba y abajo en un gesto nervioso y sus uñas estaban pintadas de color rosa chicle. Parecía una niña inocente que necesitase ser rescatada, pero esa niña había estado muy cerca de atrapar ella sola a un asesino en medio de la niebla. Maggie no podía acusarla de falta de valor.
—Ten —dijo al tiempo que le tendía a Kasey la placa que el equipo de Guppo había encontrado cerca del río.
—¡Oh! La has encontrado. Gracias.
—¿Cómo estás, Kasey? —preguntó Maggie.
La joven agente bajó la cabeza y deslizó sus pulgares en los bolsillos de los tejanos.
—Lo siento, sargento. La he cagado.
—Llámame Maggie. Y no la has cagado.
Maggie le contó que Guppo había encontrado un rastro de sangre en la pared de la lechería.
—En el mejor de los casos, encontraremos una coincidencia en la base de datos de ADN y podremos identificar a ese tipo. Incluso si no está registrado, podremos vincularlo directamente a la escena del crimen cuando le cojamos. Gracias a ti.
—Ya, si no fuera porque el verdadero éxito habría sido conseguir matar a ese cabrón, ¿verdad? —replicó Kasey—. Dejé que se escapara.
Su voz tenía un tono cantarín que podría haber salido de la boca de una adolescente. Era extraño oírla hablar de matar a alguien; debería estar cuchicheando sobre chicos y compartiendo consejos de maquillaje.
—No tiene sentido que uno juzgue sus actos a toro pasado —le dijo Maggie—, y es necesario tener agallas para hacer lo que hiciste. Habrías podido ser tú la que acabara muerta; corriste un riesgo enorme.
—Lo sé.
—¿Por qué no llamaste para pedir refuerzos?
Kasey puso sus ojos en blanco.
—No tenía móvil.
—Eso sí fue una estupidez.
—Sí, estaba cargando la batería en el baño y me olvidé de cogerla antes de salir. Tuve que ir a casa para llamar a emergencias y luego volver aquí de nuevo.
—¿Vives cerca?
Kasey asintió.
—A sólo unos tres kilómetros de aquí, pero esta noche habría podido estar en la luna. No tenía ni idea de dónde me encontraba.
Maggie se apoyó en la puerta abierta del coche patrulla.
—¿Cómo te metiste en medio de este lío?
—Me perdí —le contestó Kasey—. Conduje hasta Hibbing después del trabajo porque había quedado con una amiga y volví tarde a casa. Me encontré en medio de la niebla y giré en un sitio que no debía.
—¿Qué me puedes decir del asesino? Eres la única persona que lo ha visto.
—Me gustaría poder decirte más. No vi su cara, pero era alto.
—¿Cómo de alto?
—Sobre un metro ochenta. No se le veía grueso; estaba en forma. También tenía ojos oscuros; marrón muy oscuro, casi negros.
—¿Caucásico?
—Sí.
—¿Qué me dices del pasamontañas? —Maggie señaló sus ojos con dos dedos—, ¿un agujero que abarcaba los dos ojos o dos agujeros separados?
—Un agujero para los dos ojos. No había agujero para la boca.
—Entonces ¿también pudiste ver el puente de la nariz?
—Creo que sí.
—¿Advertiste algún otro rasgo característico? ¿Lunares, pecas, cicatrices? Ese tipo de cosas. ¿Viste algún cabello que le cayera desde la frente?
—Lo siento, sucedió demasiado deprisa. No vi nada más.
—¿Podrías reconocerle sin el pasamontañas si le vieras otra vez?
Kasey sacudió la cabeza.
—No lo creo.
—¿Qué más? —preguntó Maggie.
—Eso es todo lo que vi.
—¿Cómo era?
—No te entiendo.
—¿Cómo se comportaba? ¿Estaba asustado? Necesitamos meternos en la cabeza de ese tipo.
Kasey apretó sus pálidos labios y su pecho se alzó al respirar hondo.
—No estaba asustado —declaró.
—¿No?
—No, era agresivo. Seguro de sí mismo. Cuando le miré a través de la ventanilla del coche, parecía como si me estuviera sonriendo. Más tarde, en la lechería, se rió. No creía que yo fuera a disparar. Estaba muy seguro de sí mismo.
—¿Te habló? —quiso saber Maggie.
—Sí, lo hizo.
—¿Qué dijo?
—Dijo que si yo tiraba la pistola dejaría que la mujer se marchara. Y me provocó, ya sabes, dijo que yo no dispararía porque podía herirla a ella.
—Describe su voz —pidió Maggie.
—Um. Era una voz de chulo, arrogante.
—¿Tenía algún tipo de acento? ¿Había algo característico en su forma de hablar?
—No, nada.
—¿Reconocerías su voz si la volvieras a oír?
—Tal vez… —contestó Kasey—. Sí, lo más probable es que sí.
—Eso es excelente. —Maggie apretó el hombro de la joven agente y pudo ver como los ojos de Kasey se cerraban—. Oye, ¿por qué no te vas a casa? Duerme un poco.
Maggie se volvió para marcharse, pero Kasey la agarró del antebrazo.
—Sargento, hay algo más. Quiero colaborar en este caso.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero ayudar en la investigación.
—Aprecio tu ofrecimiento, pero no es tu turno —replicó Maggie.
—Lo sé, pero ese tipo asesinó a la mujer justo delante de mis ojos.
Maggie se encogió mientras Kasey la miraba fijamente con sus penetrantes ojos azules llenos de fiereza. El pelo rojo mojado de la agente se había convertido en una maraña de rizos en su cabeza. Era muy joven. Demasiado. Maggie había trabajado con policías como Kasey durante años; agentes llenos de entusiasmo, pero que cometían errores inmaduros. Tenías que apechugar con lo bueno y con lo malo.
—¿Estás casada, Kasey? —preguntó.
—Sí.
—¿Cómo es tu marido?
Kasey sonrió.
—Oh, Bruce es como un oso. Tiene pinta de leñador rubio.
—¿A qué se dedica?
—¿Ahora? No trabaja. Nos mudamos aquí cuando Bruce consiguió un trabajo en Two Harbors, pero le despidieron. Por eso se dedica a la investigación de conspiraciones. Es su hobby.
—¿Qué tipo de conspiraciones? ¿Extraterrestres que abaten lanzaderas espaciales?
—Básicamente, quién disparó a JFK —contestó Kasey—. Bruce es un primo de un primo de un primo de un primo. Se lo toma como una cuestión personal.
—¿Tenéis hijos? —preguntó Maggie.
Kasey asintió y sostuvo un dedo en el aire.
—Jack.
—¿Jack Kennedy?
—Fue idea de Bruce.
—Bien, eso es bueno. Tienes una familia. No permitas que lo que ha pasado aquí esta noche se interponga.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que lo dejes. Tropezaste con algo horrible e hiciste cuanto pudiste por pararlo. Sigue con tu vida y deja que nosotros nos encarguemos del resto.
—De verdad, quiero ayudar —insistió Kasey—. En cualquier cosa, aunque sea algo insignificante. Quiero formar parte de la investigación.
Maggie se levantó y se secó la nariz con el reverso de la mano. Le picaba la garganta y tenía ganas de toser.
—Mira, mañana tengo que ver a Troy Grange. Es el marido de la segunda víctima y también es amigo mío. Necesito hablar con él de lo que ha pasado aquí. ¿Por qué no vienes conmigo?
—¿De verdad? Sí, por supuesto. Gracias.
—No será fácil, Kasey. Antes de esta noche no sabíamos de lo que era capaz ese hijo de puta, pero ahora tenemos un cuerpo. No importa lo que le contemos, Troy Grange sacará la conclusión de que su mujer probablemente está muerta. No hay nada más duro que eso.
—Lo entiendo. Aprecio de verdad que me dejes ir.
Maggie palmeó la rodilla de Kasey.
—Y ahora a casa, a dormir.
—Lo haré.
—Una última pregunta.
—¿Cuál es? —preguntó Kasey.
—¿Cómo consigues ese color de pelo? ¿Qué usas?
—Es natural.
—Increíble —dijo Maggie.