Jonathan Stride vio como el cuchillo caía al suelo.
Era sencillo que el cuchillo se cayera. Su mano había errado al depositarlo sobre la encimera y éste había resbalado, con la hoja apuntando hacia abajo. Pero durante el último mes, nada había sido sencillo para Stride. Sus ojos siguieron la trayectoria descendente del cuchillo, y, al igual que éste, también él empezó a caer.
Ya no se encontraba en la cabaña adonde había ido para recuperarse de sus heridas, sino en Superior Bay, precipitándose a través de cuarenta metros de vacío hasta la dura superficie del agua que había a sus pies[1]. Sintió la velocidad creciente de su cuerpo al convertirse en un misil; soportó la impotencia y el miedo durante esos tres segundos eternos; sufrió el atroz dolor del impacto, que quebró sus huesos, el agua privándole de oxígeno, las luces de su alrededor que se extinguían hasta la negrura y el frío. Recordó todo cuanto había intentado olvidar.
Los ojos de Stride se abrieron de golpe. Se quedó de pie en la pequeña cocina de la cabaña con las palmas apoyadas en la encimera de granito. Tanteó en busca del pulso en el cuello; su corazón latía desbocado. Se preguntó cuánto tiempo había estado ausente en esta ocasión. El cuchillo se aguantaba derecho, con la punta clavada en el suelo de madera, pero no vibraba como un diapasón. Stride se había quedado de pie allí, congelado en el tiempo, cautivo del flashback, durante un minuto, tal vez más.
Se agarró al respaldo de una silla para evitar que le fallaran las rodillas, y luego se sentó y apoyó la barbilla en los puños cerrados. Gradualmente, cuanto más tiempo permanecía sentado, más se alejaban los recuerdos. Su respiración se calmó. Examinó la cabaña y dejó que su mirada vagara por el mobiliario para recordarse que estaba muy lejos del puente. Un sofá de tweed marrón. Un trofeo de caza, la cabeza de un ciervo, con la cornamenta y la mirada fija, colgado en la pared. La foto de 1920 de los mugrientos trabajadores de las minas de hierro. La puerta de roble del dormitorio principal, donde Serena dormía, sin saber que Stride permanecía despierto por décima noche consecutiva.
Se pasó la mano por el despeinado pelo entrecano. Se levantó, recogió el cuchillo del suelo y abrió la nevera para coger una botella de agua medio llena.
Sopesó varias pastillas de Advil en la palma de la mano y las ingirió con un largo trago de agua. Cuando cerró la nevera, vislumbró su rostro reflejado en el horno negro y no le gustó lo que vio. La piel de su angulosa cara estaba pálida. Sus ojos oscuros mostraban cansancio.
Caminó cojeando sobre la pierna izquierda —que se había roto al caer desde el puente— hacia la habitación más grande de la casa. Después de seis semanas con la pierna enyesada ya podía andar, pero el persistente dolor constituía un recordatorio diario de que no estaba totalmente curado. Cuatro veces por semana se desplazaba en coche hasta la cercana ciudad de Grand Rapids para hacer ejercicios de rehabilitación. También realizaba ejercicios de respiración para restablecer la capacidad de sus pulmones, que habían sufrido un colapso cuando impactó contra el agua. Su estado mejoraba, aunque muy lentamente. Lo que no había admitido ante Serena era que a medida que sus heridas físicas sanaban, su salud mental se iba deteriorando.
Dos meses atrás, mientras subía a su Ford Expedition, se le cayeron las llaves. No sabía cómo, la visión y el sonido de éstas al golpear el suelo habían provocado una tormenta de recuerdos de su caída. El ataque de pánico le debilitó, como el fuego que consume el oxígeno de una habitación. Se convenció de que se trataba de un episodio aislado, pero le volvió a ocurrir varios días después. Y, después, otra vez.
Jonathan Stride decidió marcharse de la ciudad un mes antes de reincorporarse a su trabajo como teniente en el departamento de policía de Duluth, y Serena y él se escaparon a una apartada cabaña para pescar, dar largas caminatas y hacer el amor. Sin embargo, no habían hecho casi ninguna de estas cosas. En lugar de ello Stride se había encerrado aún más en sí mismo, alejándose de su trabajo, de su vida e incluso de Serena. Ahora se suponía que dentro de una semana debía volver al departamento y no estaba seguro de encontrarse en forma para hacerlo.
Stride vio parpadear la luz roja en su Blackberry: había recibido un nuevo correo electrónico. Extrajo el teléfono de la funda y vio un mensaje de su compañera de Duluth, Maggie Bei. En el asunto leyó: «Número cuatro».
Stride se puso tenso, pues sabía a qué se refería Maggie. Al abrir el mensaje, vio una breve nota: «Trae pronto tu culo de vuelta aquí, jefe. Tenemos otro cuerpo cerca del río Lester».
Durante el mes anterior, tres mujeres habían desaparecido de sus hogares en las tierras de labranza del norte de Duluth. A pesar de realizar una búsqueda intensiva no habían encontrado ni rastro de ellas, pero las pruebas indicaban que habían sido agredidas sexualmente y con violencia. Ahora el asaltante había atacado de nuevo y dejado tras de sí un cuerpo.
Stride se sintió frustrado porque Maggie debiera de ocuparse de una de las más perturbadoras series de crímenes que asolaban la ciudad de los últimos años, mientras él luchaba por recuperarse de sus heridas allí en los bosques, a más de una hora de camino. Confiaba en el instinto de Maggie como investigadora, pero ambos preferían trabajar en equipo. Sin él, ella se sentía a la deriva. Sin ella, él se sentía igual.
Quizá podría volver pronto. Mañana.
O quizá no, en absoluto.
No contestó a Maggie; no tuvo oportunidad. Antes de que pudiera teclear un mensaje, unos faros iluminaron brevemente la habitación. Al echar un vistazo por la ventana delantera vio como el sheriff del condado de Itasca aparcaba el vehículo en la tierra húmeda, cerca de su Expedition. Mientras observaba, las luces se apagaron y una mujer de uniforme salió del vehículo y se dirigió hacia la puerta delantera.
La conocía. Con el uniforme podría haber pasado por un agente que patrulla las calles, pero Denise Sheridan era la ayudante del sheriff del condado de Itasca. Era lo más cercano a un homólogo que Stride tenía en la extensa y escasamente poblada campiña del noroeste de Duluth. Abrió la puerta. Era una noche fría, y el viento diseminó hojas de roble por el parqué mientras esperaba.
—Hola, Stride —saludó Denise al tiempo que entraba en la cabaña sin esperar a que la invitara.
—Hola, Denise.
Denise olía a sudor y a humo. Tenía las rodillas de los pantalones mojadas y sus botas dejaron un rastro de barro sobre el suelo. Echó un rápido vistazo a la pequeña cabaña mientras Stride cerraba la puerta.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó al tiempo que masticaba una uña que se había mordido—. He tardado veinte minutos en encontrarte con todas estas carreteras secundarias.
—Recuperándome —respondió él.
—Sí, me enteré de lo de tu caída. Me alegro de ver que no estás muerto.
Denise no malgastaba su tiempo en ser simpática. Desde que la conocía siempre había sido una policía sensata, ruda y disciplinada. Había cumplido los cuarenta recientemente y su cara mostraba una telaraña de arrugas alrededor de los ojos y los labios que lo probaban. Era alta, sólo unos cinco centímetros menos que Stride, que, descalzo, medía un metro ochenta y seis. Denise no era gruesa, pero sus musculosos brazos y piernas tensaban la tela de su uniforme. Su pelo castaño le caía hasta la mitad del cuello y lo llevaba con la raya en medio y recogido detrás de las orejas. No usaba maquillaje y se le marcaban unos semicírculos oscuros debajo de ambos ojos.
—Son las tres de la madrugada —observó Stride.
Denise se encogió de hombros como si no fuera necesaria ninguna explicación o disculpa.
—Maggie me contó dónde te escondías.
—¿Te ha mandado aquí para secuestrarme y enviarme de vuelta a Duluth? —inquirió él—. El tipo ha atacado otra granja esta noche. Esta vez ha dejado un cuerpo.
—Lo he oído. Pero no, no vengo por eso.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Es otro caso. Necesito tu ayuda.
—Te recuerdo que estoy de permiso.
—Lo sé, pero yo también te recuerdo que una vez, hace tiempo, fuimos compañeros. No te voy a preguntar si eso no es importante.
Era cierto. Denise había empezado su carrera como policía quince años atrás en Duluth. Stride y ella trabajaron juntos durante cuatro años después de que él fuera designado para dirigir el departamento de detectives. Entonces Denise se casó con su novio del instituto y regresó a Grand Rapids. La siguiente policía que Stride contrató para trabajar con él fue Maggie Bei.
—No me mantengas en vilo —dijo Stride—, ¿de qué va el caso?
—Mira, vístete, ¿vale? No tenemos tiempo.
—Si quieres mi ayuda, empieza por contarme qué coño está pasando —replicó Stride.
Denise cruzó los brazos con impaciencia, ladeó la cabeza y frunció el ceño.
—Ha desaparecido un niño. Un bebé. Lo han secuestrado de su habitación esta misma noche, según dice su padre. Necesito que te encargues de la investigación.
Cuando Stride se deslizó en el interior de su habitación, vio que Serena Dial estaba casi vestida. Se había puesto una camisa de franela color burdeos sobre el sujetador y se había cepillado varias veces su larga melena negra. Ahora se sentó en el borde de la cama y empezó a enfundar sus largas piernas en unos tejanos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Denise Sheridan quiere involucrarme en uno de sus casos. Un niño desaparecido.
—¿Por qué no puede encargarse la policía local?
—No lo sé, no hemos llegado tan lejos.
Serena se puso de pie, se abrochó la cremallera de los tejanos y se dejó la camisa de franela por fuera.
—¿Otra vez desvelado? —le preguntó.
—Sí.
Se puso las botas de piel y unos pendientes colgantes de rubíes.
Aunque estuvieran en plena noche y en medio de los bosques del norte de Minnesota, Serena no descuidaba su aspecto. Había vivido la mayor parte de su vida en Las Vegas y dos años en Duluth no habían acabado con su toque de glamur.
Stride se embutió en un jersey de cuello alto gris marengo y lo metió por dentro de los tejanos. Se frotó la barbilla y decidió pasarse rápidamente la máquina de afeitar. Cuando terminó, sacó una chaqueta sport de lana del armario y se la puso.
Serena se acercó a él y le besó en la mejilla. Con sus tacones, era tan alta como él.
—Es un error —murmuró.
—¿El qué?
—Que empieces a trabajar. Necesitas más tiempo.
—No le he dicho que aceptaba. Sólo que la escucharía.
—Seguro —replicó Serena.
Su voz era fría.
Stride abrió la puerta y esperó a que ella entrara en la sala de estar. Allí, Serena y Denise se estrecharon la mano. Pudo ver como esta última calibraba a Serena con suspicacia. La mayoría de los policías del norte la conocían debido a su relación con Stride, pero con la policía local eso no le franqueaba ninguna puerta. Para ellos, Serena era una detective de la gran ciudad pisando el territorio de una pequeña localidad.
—Maggie me ha dicho que eras policía en Las Vegas —empezó Denise.
—Sí, estuve diez años en la policía local —replicó Serena con una sonrisa cínica. Podía leer la hostilidad en la cara de Denise—. Homicidios, sobre todo —añadió.
Denise metió con brusquedad las manos en los bolsillos y su pistola sobresalió de la funda de su cinturón.
—Bien por ti.
—Si yo estoy dentro, Serena está dentro —le aclaró Stride—. La quiero en este caso conmigo.
—A mis chicos no les gustará —replicó Denise en tono ácido.
—Me trae sin cuidado. Haz lo que tengas que hacer. Serena ha trabajado en más secuestros que ninguno de nosotros. Ella está dentro.
Denise frunció el ceño, pero no protestó.
—Bien, como quieras. Entonces, vayamos al grano; el tiempo corre. Hay un cirujano llamado Marcus Glenn que vive en el lago Pokegama. Un médico rico, con una gran casa. Hace un par de horas ha llamado al número de emergencias para denunciar la desaparición de su hija de once meses. Los dos policías que se han personado allí han registrado la casa y no han encontrado ningún rastro de la niña, así que me han llamado.
—¿Los policías han registrado el escenario? —preguntó Stride, con evidente descontento.
—Sí, lo sé, probablemente han fastidiado la labor de los forenses. La verdad es que no tenemos demasiados casos como éste, y los chicos son apenas muchachos de veintitrés años que cubren el turno de noche.
—¿Encontraron algo?
Denise sacudió la cabeza.
—No, no había nada fuera de sitio en la casa, no habían robado nada, ningún signo de violencia en puertas ni ventanas. Todo estaba cerrado e intacto. Es como si la niña se hubiera desvanecido.
—¿Marcus Glenn vive solo? —quiso saber Stride.
—No, está casado —replicó Denise en un sorprendente tono ponzoñoso—; su mujer se encontraba en la ciudad la pasada noche. Sólo tienen esta hija.
—Muy bien. ¿Qué ocurrió entonces?
—Marcus dice que el bebé dormía en su habitación desde las siete. Sobre las diez fue a echarle un vistazo y luego se acostó. Se levantó a la una, más o menos, y la niña había desaparecido. El bebé estaba allí, y después ya no estaba. O eso afirma él.
—¿Los policías buscaron una nota de rescate?
—En efecto, pero no encontraron ninguna. Marcus también revisó su correo electrónico. Nada. Es un hombre conocido en Grand Rapids; la gente sabe que tiene dinero.
—¿Cómo se llama la niña? —intervino Serena.
Denise se ablandó y sonrió por primera vez.
—Callie.
—¿Has reunido toda la información sobre sus características físicas? Fotografía, peso, color de pelo, señales identificativas…
—Sí, y le he pedido al BCA[2] que emita un comunicado de alcance estatal en la red de alerta por crímenes. También van a enviar un equipo por la mañana para que inspeccionen el escenario.
—¿Tienes su foto? —preguntó Serena.
Denise buscó en el bolsillo de la camisa de su uniforme.
—Ésta es Callie.
Serena sostuvo la fotografía y Stride la miró por encima de su hombro. Callie Glenn estaba sentada en una manta acolchada y les miraba con unos alegres ojos azules desde debajo de una suave y esponjosa mata de pelo rubio. Dos pequeños dientes asomaban en su sonrisa. Iba vestida con una camiseta blanca y unos pantalones de chándal rosas, y sostenía torpemente uno de sus pies desnudos con una mano regordeta.
—Qué dulce —comentó Serena—; ¿ya anda?
—Da unos cuantos pasos si se sujeta a algo.
—¿Y trepar?
—Todavía no ha salido nunca sola de su cuna, pero aunque pudiera, la ventana estaba cerrada, así como la puerta. No ha podido marcharse ella sola.
—Sin malos rollos, Denise —le dijo Stride—, pero ¿qué tiene esto que ver con nosotros?
—Quiero que lleves la investigación.
—Sí, pero ¿por qué no quieres hacerte cargo del caso? —insistió Stride.
Denise resopló.
—Marcus ha armado un escándalo. Me ha pedido que llamara al fiscal general, al FBI… coño, probablemente esperaba que llamara al gobernador. Quiere que pase el caso a los federales.
—Eso es lo que los padres quieren siempre —comentó Serena.
—Sí, pero la mayoría de los padres no tienen la influencia que Marcus Glenn tiene en el norte. Si otra persona va a llevar el caso, prefiero que sea alguien a quien conozco y en quien confío. Y ése eres tú, Stride. De todas formas, aunque esto nunca se lo diría a ese cabrón, el hecho es que mi equipo no tiene los recursos o la experiencia necesarios para manejar algo así. Lo importante es la niña, no mi ego.
—Hay algo que no nos estás contando —declaró Serena.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que, obviamente, conoces a Marcus Glenn. En todo esto hay algo personal.
Denise recuperó la fotografía de Callie Glenn y la sostuvo con ternura entre los dedos.
—Vale, también hay un conflicto de intereses. No puedo dirigir esta investigación; interfiere en mi vida personal.
—¿Y cuál es ese conflicto? —preguntó Serena.
—Callie es mi sobrina —respondió Denise—. Marcus Glenn está casado con mi hermana.