Kasey Kennedy conducía el coche a través de una lluvia de hojas muertas.
Con cada ráfaga de viento, proyectiles de papel emergían en enjambre de la niebla y golpeaban contra su parabrisas, «ra-ta-ta-ta». Kasey se estremeció al oírlos, agarró el volante con fuerza y trató de ver algo a través de la niebla, pero sus faros apenas alcanzaban a alumbrar cinco o seis metros de pavimento mojado. Cuando puso las largas fue peor, como si iluminara un espejo y las luces se reflejasen directamente en sus ojos. El mundo no era más que una tela de gasa enrollada alrededor de su coche. No había luces en la calle. Ni señales. No había líneas amarillas sobre la carretera. Nada que la guiara. Estaba ciega y perdida.
—¿Dónde demonios estamos? —se preguntó Kasey, preocupada, en voz alta.
Sabía que no estaba donde debería estar. La autopista 43 zigzagueaba de derecha a izquierda a medida que atravesaba las tierras de labranza del norte de Duluth, en Minnesota, y en algún lugar ella había tomado el camino equivocado. Para intentar corregir su error, giró algunas veces más, pero todo lo que consiguió fue perder completamente el sentido de la orientación. No podía estar lejos de casa, pero un kilómetro era como cien en medio de aquella niebla.
Echó un vistazo al retrovisor, donde vislumbró su cara nerviosa. Sus rizos, de un rojo eléctrico, caían con languidez sobre su frente, humedecidos por el sudor y la lluvia. Sus ojos azules y profundos brillaban por las lágrimas. Sus pómulos pecosos estaban enrojecidos, como los de una niña cuando se siente culpable y tiene miedo. Trató de esbozar una sonrisa, pero no era capaz de fingir. Había cometido una equivocación terrible. Había desaparecido de la faz de la Tierra y no tenía ni idea de cómo regresar. Su móvil estaba en casa. No disponía de un navegador GPS. Lo único que la tranquilizaba era el arma que descansaba sobre el asiento del copiloto.
Hoy en día, las mujeres que vivían en las tierras de labranza del norte dormían, comían y se duchaban con un arma cerca.
Kasey llevaba siempre su pistola consigo, pero nunca había tenido que desenfundarla en el trabajo. Trabajaba para el departamento de policía de Duluth, pero no era el tipo de agente que trataba con traficantes de droga o delincuentes armados. Jonathan Stride y Maggie Bei, los detectives encargados de afrontar los delitos mayores de la ciudad, probablemente ni siquiera sabían quién era ella. Kasey perseguía a muchachos por romper ventanas, aplacaba a los exaltados en los bares de Lakeside e investigaba los informes que le llegaban sobre coches aparcados en los bosques, en los que, por regla general, sorprendía a adolescentes montándoselo. En eso consistía su ronda.
Se suponía que los policías no debían tener miedo, pero Kasey estaba aterrorizada. Hacía días que no dormía bien, y se mantenía en pie a base de adrenalina y cafeína. Sus nervios destrozados habían permanecido al límite a lo largo de las dos horas que había pasado conduciendo y ahora su ansiedad se había disparado sin control, sumiéndola en una espiral de pánico y confusión.
Echó un nuevo vistazo al espejo. «¿Qué voy a hacer?».
La llovizna exterior arreció. Algunas hojas caídas comenzaron a pegarse al cristal, donde parecían manos despojadas de su cuerpo que extendían los dedos para intentar colarse dentro del coche. Los hilos de niebla que se arremolinaban jugaban malas pasadas a su mente. Vio un ciervo saltar a través del estrecho camino y siluetas de chiquillos congelados ante ella. Las alucinaciones se volvieron tan reales que cuando vio un coche parado un poco más adelante, giró con brusquedad el volante para apartarse del camino y aceleró para darle una punta de velocidad a su viejo Cutlass.
Fue otro error.
Una equivocación que lo cambiaría todo.
El asfalto de la carretera se desvaneció bajo las ruedas y se convirtió en tierra, mientras las ramas de los árboles surgían de la ladera y arañaban las puertas. El coche dio varios bandazos sobre la superficie llena de surcos y todo el chasis tembló. Kasey ya no se encontraba en la carretera, sino en una senda que la conducía a lo más profundo del bosque.
Detuvo el vehículo mientras la lluvia resbalaba por el parabrisas. Colocó sus finos dedos sobre la mitad inferior de su cara y descubrió que su respiración era entrecortada y ruidosa. Cerró los ojos y rezó por que la niebla desapareciera, pero cuando los volvió a abrir, todavía estaba abandonada a su suerte en una nube. Sabía que no podía quedarse ahí. Tenía que averiguar dónde estaba y encontrar el camino de regreso a casa.
Kasey apagó el motor y los faros, y abrió la puerta del conductor. El aire glacial de noviembre sopló en el interior del vehículo con una intensa fragancia de pino. Luego salió y la puerta se cerró tras ella con un chasquido sordo.
Sus botas aterrizaron en el fango mientras árboles de hoja perenne se bamboleaban como borrachos sobre ella. Se abrió camino en medio de la noche, y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se encontró en el borde de los restos despojados de un campo de maíz que nadie había arado durante años. Tallos cortos, nudosos, sobresalían de la tierra. Parecía un desolado paisaje lunar.
La gente le había hablado de lo mucho que amaba el otoño en Minnesota, pero Kasey lo odiaba. Sabía que la larga muerte del invierno estaba a punto de llegar. Los árboles se despojaban de sus hojas para convertirse en esqueletos helados. Éste sería el cuarto invierno de Kasey en Minnesota y estaba contenta porque se habría marchado de allí antes de que terminara. No veía el momento de escapar junto con su marido y su hijo al desierto de Nevada, para disfrutar del calor y entornar los ojos ante el brillante sol.
Pero eso quedaba lejos. El aquí y el ahora eran muy diferentes.
Kasey se dio cuenta de lo que había hecho. En su ataque de pánico, había abandonado la carretera para ir a parar al camino sin pavimentar que llevaba a una granja de Duluth. Podía distinguir su tejado picudo y las oscuras ventanas y, cuando arrugó la nariz, olió restos del humo de una chimenea. Al lado de la casa, vio la base de una torre de acero y cuando la niebla menguó y se retiró, vislumbró las altas aspas de un molino de viento que giraban con parsimoniosa gracia. Volvió rápidamente sobre sus pasos. No podía permitirse alejarse demasiado de su coche.
Kasey se encaramó a su Cutlass y maldijo cuando el llavero se escurrió entre sus dedos. Tuvo que apoyar la cabeza en el volante y arquearse para coger las llaves del suelo del coche.
Entonces, algo dio un golpe. Contundente. Justo a su lado.
Kasey se apartó con brusquedad y gritó. Como un espantapájaros de color chillón, la cara de una mujer apareció de repente en su campo de visión. Apenas las separaban quince centímetros. Kasey distinguió unos frenéticos ojos verdes, un cabello negro apelmazado, algunos mechones desordenados sobre su cara y dos manos que presionaban suplicantes el cristal de la ventana. El esbelto cuello de la mujer estaba rodeado por lo que parecía una gargantilla roja, aunque, en realidad, se trataba de una honda y violenta abrasión de la que goteaban perlas de sangre:
—¡Ayúdeme, Dios mío, ayúdeme!
Kasey se quedó helada mientras la mujer golpeaba con sus puños el cristal. Vestía un camisón de franela con una manga desgarrada; su pecho derecho asomaba bajo jirones ondeantes de tela.
—¡Déjeme entrar! ¡Se lo suplico!
La mujer no esperó. Abrió con premura la puerta de atrás del Cutlass y se abalanzó sobre el asiento trasero. Kasey olió su miedo y un nauseabundo hedor a orina y heces, pues se había hecho sus necesidades encima. La mujer hincó sus uñas en el hombro de Kasey y la sacudió como una muñeca.
—¡Arranque! ¡Vamos! ¿No lo entiende? Viene a por nosotras.
Kasey cogió la pistola del asiento y se dio la vuelta para enfrentarse a ella.
—¿Qué ocurre? ¿Quién es usted?
La mujer se encogió en el asiento de atrás y se cubrió la cara con las manos.
—¡Oh, Dios mío! ¿Está con él? ¿Forma parte de esto? Por favor, por el amor de Dios, yo también soy madre. No me mate, deje que me vaya.
La mujer abrió de una patada la puerta trasera para huir y Kasey se dio la vuelta de un salto para agarrar su brazo por encima del asiento y detenerla.
—Soy policía —gritó—, quédese aquí.
La mujer dudó. La realidad penetró en su conciencia poco a poco, como si no se atreviera a creerla. Entonces reparó en que Kasey vestía uniforme y vio su placa.
—¿Es usted policía?
—Sí, dígame qué le ha pasado.
—¡Oh, gracias, Dios mío! —gritó la mujer, aliviada—. Tiene que sacarnos de aquí. No hay tiempo; nos va a matar a todos. ¡Corra!
Kasey alcanzó el contacto, pero se dio cuenta de que las llaves todavía permanecían perdidas en el suelo del coche. Se inclinó y tanteó a ciegas con manos temblorosas por la esterilla. Cuando sus dedos se cerraron sobre el llavero, oyó un chillido de pánico detrás de ella.
—¡Es demasiado tarde! Dios mío, ¡él está aquí!
Kasey levantó la cabeza con rapidez. Su mano se dirigió presurosa a encender los faros y cuando los dos haces de luz iluminaron la noche, vio la negra silueta de un hombre a tres metros por delante del coche. No tenía cara, como un monstruo sin cabeza, y Kasey se dio cuenta de que un pasamontañas la ocultaba.
—¡Mátelo!
Kasey alzó la pistola, pero el hombre se agachó y se apartó rodando. Ella agarró con rapidez las llaves, le dio al contacto y el motor del Cutlass bramó al volver a la vida. Puso la marcha atrás y el coche salió disparado con un viraje brusco. Antes de que Kasey pudiera controlarlo, el Cutlass se dirigió hacia la alta hierba y chocó con el tronco de uno de los tres árboles que bordeaban el camino de entrada, lo que provocó una lluvia de agujas de pino y ramitas sobre las ventanas. El impacto hizo también que soltara el arma, y ésta desapareció entre el asiento y la puerta del lado derecho.
—Mierda, se me ha caído la pistola.
—¡Oh, Dios mío! —gritó la mujer.
Kasey saltó sobre el asiento para cogerla, pero no fue lo suficientemente rápida, pues cuando alzó la vista, él estaba ya al otro lado de la ventanilla del coche. Los ojos negros del hombre refulgían y, por un instante, los dos se miraron a través del cristal; a ella le pareció que el tipo sonreía. Él alcanzó la manecilla de la puerta.
Detrás de ella, la mujer fue presa del pánico. Su grito semejaba el aullido de una bestia y reaccionó como lo hubiera hecho un animal: intentando huir. Forcejeó con la puerta de atrás y salió disparada hacia la noche, corriendo descalza hacia los profundos bosques más allá de la granja. La niebla se la tragó. El hombre del otro lado de la ventanilla se alejó del coche y la siguió; en un instante, también se volvió invisible. Kasey estaba sola.
Lo único que deseaba era marcharse. Escapar, encontrarse a salvo. Fingir que nada había pasado. Quería volver a la autopista, borrar de su cerebro los últimos cinco minutos y atravesar las carreteras vacías hasta encontrar el camino a su casa. Pero no podía dejar que aquella mujer y su perseguidor huyeran por los bosques. Tenía que ir tras ellos.
Kasey localizó su pistola encajada en la estructura de la puerta y cerró ambas portezuelas detrás de ella al salir del Cutlass. Una vez fuera del coche, la indecisión la paralizó. Presionó su mano derecha sobre su frente y respiró hondo varias veces con la boca abierta para dominar su terror. Su cuerpo estaba empapado de sudor. Oyó y escuchó un grito no muy lejano e intentó determinar de dónde provenía.
Su mente le dijo otra vez: «Escapa. Corre».
Kasey no tenía más remedio que hacer caso omiso a sus instintos. Corrió dejando atrás el coche, con el corazón en la boca y el estómago revuelto por el miedo y la acidez. A ambos lados, los pinos se levantaban imponentes como soldados corpulentos. Se abrió camino entre las ramas, intentando ver qué había delante de ella, pero la niebla la cegaba. De pronto se encontró en un claro de hierba mojada y apresuró el paso y, entonces, la hierba terminó en una gruesa capa de hojas de abedul. Se paró y escuchó de nuevo, con los cinco sentidos alerta por si oía algún sonido por encima de su propia respiración. En algún lugar delante de ella oyó ruido de ramas al romperse y unos pesados pasos. Kasey fue tras ellos.
Se vio obligada a atravesar afiladas zarzas que desgarraron sus mangas. En aquel lugar los árboles estaban muy juntos y enmarañados, como pasajeros en una estación de tren abarrotada. Sostuvo su pistola en lo alto, apuntando al cielo. Sus pies la hacían trastabillar mientras luchaba por seguir avanzando y tropezaba con las raíces sobresalientes de los árboles y las irregularidades del terreno. Su mojado cabello rojo le caía sobre los ojos. En algún lugar de su ser se dio cuenta de que estaba llorando, pero dejó a un lado sus emociones. No había llegado tan lejos para nada. Su corazón se endureció, se volvió frío y se llenó de furia.
Mientras corría, oyó un ruido de agua que rugía debajo de ella. Se percató de qué se trataba, pero no antes de que la tierra a sus pies se convirtiera en aire. Su ímpetu la llevó al borde de una cuesta escarpada, donde dio tumbos a través del fango y los árboles. El contenido de sus bolsillos se derramó; su placa se desprendió de la camisa; una bota se le salió y su pie derecho quedó desnudo. Cayó tres, nueve, doce metros y, al final, aterrizó pesadamente en la empapada tierra de la base de la colina. Intentó aclararse la cabeza. No tenía nada roto. Se levantó despacio y se dio cuenta, con alivio, de que todavía tenía la pistola agarrada en la mano.
El agua caía en cascada por las angostas aberturas. Reconoció el sitio: se hallaba en la orilla del río Lester, en la parte donde éste fluye hacia el sur en dirección al lago Superior. Conocía la zona por su trabajo y sabía que un puente asfaltado cruzaba el río apenas cincuenta metros más allá, y que un solo giro del volante la devolvería a la autopista 43. A pesar de todos los horrores de esa noche, sólo se encontraba a unos diez minutos de su casa.
Otro grito se alzó sobre el ruido del río, proveniente de la orilla opuesta. Kasey avanzó dando traspiés por la empantanada hierba del terraplén hasta alcanzar la ribera, donde el agua cubrió sus tobillos. Podía distinguir el líquido negro; la niebla se estaba disipando. Apenas habría seis metros de una orilla a otra, pero se olvidó de que el hecho de que el agua cayera en pequeñas cascadas sólo significaba que ésta correría allí más deprisa y con más ímpetu. Sin pensar, se introdujo en el río con un estremecimiento, y el impacto azotó su cuerpo y la derribó. La fuerte corriente la arrastro río abajo hasta que sus pies encontraron apoyo en las resbaladizas rocas del lecho. Luchó para alcanzar la orilla opuesta, donde clavó los dedos en la erosionada tierra arcillosa situada encima de su cabeza. Con un silencioso quejido, se aupó fuera del río y se dejó caer sobre la blanda hierba.
Todavía sostenía la pistola. Kasey estaba empapada y congelada; los escalofríos recorrían su cuerpo.
Se refugió bajo los brazos de un enorme abeto y se abrió paso a través de las ramas caídas que chasqueaban bajo sus pies. Justo delante de ella vio un edificio bajo y cuadrado de bloques de hormigón blancos, una lechería abandonada por la que pasaba cada semana mientras hacía su ronda. Al otro lado del edificio de piedra, oyó un grito estrangulado. Kasey apuntó hacia allí sosteniendo la pistola con ambas manos y siguió la senda junto al muro trasero de la central lechera. La mampostería se veía agrietada, con la pintura blanca desconchada. Las ventanas estaban hechas una ruina y cubiertas con malla de alambre. Kasey rebasó un herrumbroso depósito de propano.
Con cuidado, emergió desde ese rincón al campo abierto de hierba que había detrás del edificio.
Allí estaban. Los dos. Empapados hasta los huesos. El hombre apretaba un alambre de metal alrededor del cuello de la mujer, profundizando la línea sangrienta que había marcado antes. Ella oponía una débil resistencia, moviendo sus miembros de forma convulsa. Cuando el hombre vio a Kasey, empujó el cuerpo de la mujer frente él a modo de escudo. Todo lo que se podía ver de él era uno de sus ojos oscuros brillando con intensidad.
Kasey extendió la mano con la pistola. Sus fríos y cansados brazos temblaban.
—Deja que se vaya.
Estaban frente a frente, sus rostros separados tan sólo por seis metros de niebla y oscuridad. Kasey sabía que apenas tendría tiempo de efectuar un disparo. Se concentró en lo que podía ver del cuerpo del hombre: la mitad de su cabeza, su hombro, su pierna derecha. Era más alto que la mujer que sujetaba, pero se había puesto de rodillas, agazapado detrás de ella.
—Déjala ir ahora —repitió Kasey—, y huye si quieres.
—Tira la pistola y la dejaré ir.
—Voy a disparar.
—¿Y arriesgarte a matarla? No es una opción.
Kasey dio un paso hacia ellos. El hombre reculó arrastrando a la mujer con él.
—Ya te lo he dicho. Corre.
El alambre estranguló a la mujer y la dejó sin aire. Sus ojos moribundos estaban a punto de salirse de las órbitas.
Kasey miró el cañón de su pistola. Asentó los pies en el suelo empapado. Exhaló lentamente y sintió como una calma serena se filtraba por su piel helada. Su dedo se deslizó sobre el gatillo.
Bajo el pasamontañas, el hombre la provocó.
—No lo harás —aseguró.
Kasey disparó.