En la antigua Galitzia oriental, en la actual Polonia, muy lejos de la única línea de ferrocarril que une Przemysl y Brody, se encuentra el pueblecito de Lopatyny, acerca del cual, en las páginas que siguen, voy a contar una curiosa historia.
Tenga el lector la amabilidad de perdonar al narrador que anteponga una introducción histórico-política a los hechos que va a contar. Los antinaturales altibajos que viene mostrando últimamente la historia le obligan a insertar esta digresión.
Para los más jóvenes de sus lectores sea tal vez necesaria la aclaración de que una parte del territorio oriental que hoy pertenece a la República de Polonia fue, hasta el final de la Gran Guerra, esa que llaman Guerra Mundial, uno de los muchos territorios pertenecientes a la corona de la antigua monarquía austro-húngara.
En el pueblo de Lopatyny, pues, vivía el conde Franz Xaver Morstin, descendiente de una familia polaca de rancio abolengo; una familia que (dicho sea de paso) procedía de Italia y había llegado a Polonia en el siglo XVI. El conde Morstin, de joven, había servido en el cuerpo de dragones. No se consideraba ni polaco ni italiano, ni tampoco un aristócrata polaco ni un aristócrata de origen italiano. No, él, como tantos otros caballeros de su clase en los antiguos países de la corona austro-húngara, era uno de los más nobles y puros tipos del austríaco sin más, es decir: un hombre por encima de las nacionalidades y, por consiguiente, un auténtico noble. De haberle preguntado, por ejemplo —pero ¿a quién se le habría ocurrido una pregunta tan absurda?—, a qué «nación» o a qué pueblo sentía que pertenecía, el conde se habría quedado mirando al artífice de tal pregunta sin apenas comprender, perplejo y, probablemente, aburrido y un tanto indignado. ¿En qué hubiera podido basarse para determinar su pertenencia a esta o a aquella nación? Hablaba igual de bien prácticamente todas las lenguas europeas, se sentía en casa en la mayoría de los países europeos, sus amigos y parientes vivían dispersos por el ancho y variopinto mundo. Una reproducción en pequeño de este variopinto mundo era, en efecto, la monarquía real e imperial, y por eso era la única patria del conde. Uno de sus cuñados era jefe de distrito en Sarajevo; otro, consejero en la administración municipal de Praga; uno de sus hermanos servía como teniente de artillería en Bosnia; uno de sus primos era consejero de la embajada en París; otro, terrateniente en Banat, en Hungría; un tercero ocupaba un cargo diplomático en Italia; un cuarto vivía desde hacía años en Pekín, por pura pasión por el Lejano Oriente. De vez en cuando, Franz Xaver visitaba a sus parientes, con mayor frecuencia, claro está, a los que vivían dentro de las fronteras de la monarquía. Eran, como solía decir, sus «viajes de inspección» privados. No sólo incluían a sus parientes, sino también a sus amigos; algunos antiguos compañeros de la Academia de Santa Teresa que vivían en Viena. Allí se desplazaba el conde Morstin dos veces al año, verano e invierno (para pasar dos semanas o más). Cuando viajaba así, de un lado para otro a través de su caleidoscópica patria, le agradaban sobre todo aquellos rasgos específicos que en su estilo particular, siempre igual y, sin embargo, siempre distinto, se repetían en todas las estaciones, en todos los quioscos, en todos los edificios oficiales, escuelas e iglesias de todos los países de la corona del imperio. En todas partes, los gendarmes llevaban el mismo sombrero con pluma o el mismo casco de color arcilla con su típico pomo dorado y la reluciente águila bicéfala de los Habsburgo; en todas partes, las puertas de madera de los estancos reales e imperiales estaban pintadas con listas diagonales amarillas y negras; en todas partes, los funcionarios de aduanas llevaban las mismas dragonas verdes (de un verde casi restallante) en los brillantes sables; en todas las guarniciones se veían los mismos blusones azules de los uniformes y los pantalones de gala negros de los oficiales de infantería en los desfiles de carruajes; los mismos pantalones rojos de la caballería; las mismas levitas de color calé de la artillería; en todos los rincones de aquel grande y variopinto imperio, todas las noches al mismo tiempo, cuando los relojes de las torres de las iglesias daban las nueve, se tocaba la misma retreta, formada por preguntas alegres y respuestas melancólicas. En todas partes había los mismos cafés con bóvedas llenas de humo; oscuros reservados en los que, como extraños pájaros, anidaban los jugadores de ajedrez; bufés llenos de botellas de colores y vasos titilantes regentados por cajeras de cabellos dorados y generosos pechos. En todas partes, en todos los cafés del imperio, se veía deslizarse parsimoniosamente al camarero con patillas encargado de cobrar. Con las rodillas ya un poco temblorosas, las puntas de los pies hacia arriba y la servilleta al brazo, era el retrato lejano y humilde de los viejos servidores de Su Majestad, ese ilustre caballero con patillas al que pertenecían todos los países de la corona, todos los gendarmes, todos los funcionarios de aduanas, todos los estancos, todas las barreras, todos los trenes, todos los pueblos. Y en cada país se cantaban otras canciones; y en cada país los campesinos llevaban otras ropas; y en cada país se hablaba otra lengua y aun varias lenguas distintas. Y lo que tanto entusiasmaba al conde era la combinación de negro y amarillo, solemne y alegre, que tan familiarmente lucía entre los diversos colores; el igualmente solemne y alegre «Dios salve…» que se escuchaba en todas las canciones populares, ese alemán sumamente particular del austríaco, nasal, relajado, dulce y con reminiscencias de la lengua de la Edad Media que una y otra vez se escuchaba entre los distintos idiomas y dialectos de los pueblos. Como todos los austríacos de aquella época, Morstin amaba lo permanente dentro de la constante transformación, lo usual dentro del cambio y lo conocido dentro de lo inusual. De este modo, lo extraño se le hacía familiar sin perder su color; y de este modo, la patria poseía la eterna magia del extranjero.
En su pueblo, en Lopatyny, el conde era más que cualquier institución oficial que conocieran y temieran los campesinos y los judíos, más que el juez de la pequeña capital de distrito vecina, más que el propio jefe de distrito local, más que cualquiera de los altos oficiales que todos los años daban órdenes a las tropas durante las maniobras, que se instalaban a sus anchas en casas y cabañas y que, en general, representaban ese poderío militar especial de las maniobras que impone más que el poderío militar en la guerra de verdad. A las gentes de Lopatyny les parecía que un «conde» no era sólo un título nobiliario, sino también un altísimo cargo oficial. La realidad tampoco contradecía su idea. Pues el conde Morstin, gracias a la autoridad que indiscutiblemente poseía, podía reducir impuestos, librar del servicio militar a los hijos enfermizos de algunos judíos, promover recursos de gracia, suavizar las penas impuestas a inocentes o a condenados con excesiva severidad, conseguir descuentos para los pobres en los billetes de tren, imponer un castigo justo a los gendarmes, policías y funcionarios que se excedieran en sus competencias, convertir a opositores a la enseñanza en espera de destino en profesores interinos de secundaria, a suboficiales retirados en estanqueros, y a repartidores de giros postales en telegrafistas, a hijos estudiosos de campesinos pobres o a judíos en «becarios». ¡Cómo le complacía solucionar todas estas cosas! De hecho, era una institución no prevista por el Estado que, sin duda, estaba más ocupada que la mayoría de cargos oficiales a los que se tenía que acudir y con los que se tenía que mediar. Para dar abasto a sus obligaciones tenía empleados a dos secretarios y tres escribientes. Además, fiel a la tradición de su familia, ejercía una «caridad señorial», como se decía en el pueblo. Desde hacía más de cien años, todos los viernes se reunían ante el balcón de la casa Morstin los vagabundos y mendigos de la zona para recoger las monedas de cobre envueltas en papel que repartían los sirvientes. El conde solía salir al balcón y saludaba a los pobres. Y era como si diera las gracias a los mendigos que se las daban a él; como si el que daba y los que recibían intercambiasen su respectivo agradecimiento.
Dicho sea de paso: toda aquella caridad no era fruto de la bondad de su corazón sino de una de esas leyes tácitas de ciertas familias nobles. Es posible que, siglos atrás, sus antepasados brindasen su caridad, ayuda y apoyo por puro amor al pueblo. No obstante, poco a poco, con el paso de las generaciones, aquella bondad había quedado en cierto modo congelada, rígida, en forma de obligación y tradición. Por lo demás, la imperiosa necesidad de ayudar del conde Morstin era su única actividad y su fuente de distracción. Otorgaba un fin y un sentido y una constante confirmación de su poder, siempre benefactor, a la bastante ociosa vida de un gran señor a quien, a diferencia de sus vecinos y compañeros de posición, ni siquiera le interesaba la caza. Si a uno le había proporcionado un estanco, al segundo una licencia, al tercero un cargo y al cuarto una audiencia, sentía que había limpiado su conciencia, pero también su orgullo. Si, en cambio, fracasaba en la gestión en favor de uno u otro de sus protegidos, su conciencia estaba intranquila y su orgullo herido. Y no daba su brazo a torcer, y apelaba a todas las instancias hasta sacar adelante su deseo, es decir, el de sus protegidos. Por eso lo quería y veneraba el pueblo. Porque el pueblo no tiene verdadera noción de los motivos que llevan a un hombre poderoso a ayudar a los pequeños y a los débiles. El pueblo sólo quiere ver a un «buen señor», y a menudo es más noble en su confianza infantil en el poderoso que aquel a quien crédulamente considera siempre que es el noble. Pues creer que el poderoso es justo y noble es el deseo más profundo y más noble del pueblo. Por eso se venga con tanta crueldad cuando los señores le defraudan, como un niño que, por ejemplo, hiciera trizas su locomotora de juguete si alguna vez le falla. De ahí que, como a los niños, deba dársele al pueblo juguetes resistentes y poderosos justos.
El conde Morstin, por supuesto, no hacía este tipo de reflexiones cuando ejercía su protección, bondad y justicia. Ahora bien, esas reflexiones, que tal vez impulsaran a alguno que otro de sus antepasados a ejercer la bondad, la compasión y la justicia, seguían actuando en la sangre o, como se dice ahora, en el «subconsciente» del nieto.
Y del mismo modo en que se sentía obligado a ayudar a los más débiles, mostraba veneración, respeto y obediencia hacia aquellos que ocupaban una posición superior a la suya. La persona de Su Majestad real e imperial, a la que había servido, nunca dejó de ser para él una imagen enteramente fuera de lo común. Hubiera resultado imposible para el conde, por ejemplo, ver al Emperador como un hombre sin más.
La fe en la jerarquía transmitida por tradición estaba tan firme y fuertemente arraigada en el alma de Franz Xaver que no amaba al Emperador por sus cualidades humanas, sino por las imperiales. Rompía toda relación con amigos, conocidos y parientes si, en su presencia, dejaban caer algún comentario que a su parecer faltase al respeto al Emperador. Tal vez ya entonces, mucho antes de la caída de la monarquía, intuyera que los comentarios a la ligera pueden resultar mucho más mortíferos que los atentados de los criminales y los discursos solemnes de ambiciosos y revolucionarios individuos que pretenden arreglar el mundo. En tal caso, efectivamente, la historia habría dado la razón a los presentimientos del conde Morstin. Pues la vieja monarquía austro-húngara, desde luego, no murió por culpa del patetismo hueco de los revolucionarios, sino por culpa del escepticismo irónico de quienes deberían haber constituido su fiel apoyo.
Un día, unos años antes de la Gran Guerra, esa que llaman Guerra Mundial, le fue comunicado «en confianza» al conde Morstin que las siguientes maniobras imperiales se realizarían en Lopatyny y sus alrededores. Durante unos días, una semana o más, el Emperador se alojaría en su casa. Morstin entró en un auténtico estado de excitación, fue a ver al jefe de distrito, negoció con las autoridades políticas civiles y las municipales de la pequeña capital vecina, mandó traer uniformes y sables nuevos para los policías y serenos de toda la zona, habló con los sacerdotes de las tres confesiones, con el pope ortodoxo griego, con el cura católico romano y con el rabino de los judíos, escribió un discurso para el alcalde ruteno de la pequeña capital vecina, que este no supo leer pero que tuvo que aprender de memoria con ayuda del maestro, compro vestiditos blancos para las niñas del pueblo, dio aviso a los comandantes de los regimientos de los alrededores, y todo ello «en confianza»… hasta tal punto que, ya en los albores de la primavera, mucho antes de las maniobras, todo el mundo en muchos kilómetros a la redonda sabía que el Emperador en persona acudiría a las maniobras. Por aquel entonces, el conde ya no era tan joven, había encanecido pronto, era enjuto y, además, seguía soltero, era un verdadero solterón, un tanto peculiar a los ojos de los otros nobles, más robustos, un hombre un poco «raro» y «como de otro mundo». Nadie de la zona había visto jamás a una mujer cerca de él. Y él tampoco había hecho jamás el intento de casarse. Jamás se le había visto beber, jamás jugar, jamás amar. No tenía otra pasión ostensible que la de rebatir la «cuestión de las nacionalidades». Y es que, por aquel entonces, lo que llamaban la «cuestión de las nacionalidades» empezaba a ser un tema candente en la monarquía. Todo el mundo se proclamaba —lo quisiera o le obligasen a aparentar que quería— hijo de alguna de las muchas naciones que había en el territorio de la vieja monarquía. Como es bien sabido, en el siglo XIX se había descubierto que todo individuo tiene que pertenecer a una nación o a una raza determinadas si realmente pretende ser reconocido como ciudadano burgués. «De la humanidad a la bestialidad por el camino de la nacionalidad» había dicho el dramaturgo austríaco Grillparzer. Justo por entonces empezó eso de la «nacionalidad», la fase previa a esa bestialidad que estamos viviendo ahora. Espíritu nacional: por aquel entonces se veía claramente que correspondía y era fruto del más bajo de los afectos de todos aquellos que representan la clase más vulgar de una nación moderna. Solían ser fotógrafos pluriempleados como voluntarios en el cuerpo de bomberos, artistas de los que llaman «de medio pelo», que por falta de talento no habían encontrado su lugar en la academia de Bellas Artes y, por lo tanto, se habían hecho pintores de carteles o empapeladores, o profesores de formación profesional que hubieran querido serlo de bachillerato, auxiliares de farmacia que hubieran querido ser doctores, protésicos dentales que no pudieron ser dentistas, bajos funcionarios de Correos y de los ferrocarriles, guardabosques y, en general, todos aquellos que, dentro de las múltiples naciones austríacas, aspiraban en vano a alcanzar un prestigio ilimitado dentro de la sociedad burguesa. Paulatinamente, fueron cediendo también las llamadas clases superiores. Y todos aquellos que nunca habían sido otra cosa que austríacos, en Tarnopol, en Sarajevo, en Viena, en Brünn, en Praga, en Czernowitz, en Oderburg o en Troppau, austríacos sin más de toda la vida, obedeciendo a las «exigencias de su tiempo», empezaron entonces a declararse miembros de las «naciones» polaca, checa, ucraniana, alemana, rumana, eslovena, croata, etcétera.
En aquella época más o menos, se instituyó también el «derecho universal, secreto y directo al voto». El conde Morstin lo odiaba, al igual que el moderno concepto de «nación». Al tabernero judío Salomón Piniowsky, la única persona en el mundo a la que consideraba medianamente sensata, solía decirle:
—¡Escucha lo que te digo, Salomón! Ese asqueroso Darwin que dice que el hombre procede del mono va a resultar que tiene razón. A los hombres ya no les basta con estar divididos en pueblos, ¡no!, quieren pertenecer a distintas naciones. Nacional… ¿me oyes, Salomón? Ni a los monos se les ocurriría semejante idea. Con todo, la teoría de Darwin me sigue pareciendo incompleta. A lo mejor son los monos los que proceden de los nacionalistas, pues los monos suponen un progreso. Tú que conoces la Biblia, Salomón, sabrás que en ella está escrito que el sexto día Dios creó al hombre, no al hombre nacional. ¿No es así, Salomón?
—¡Tiene usted toda la razón, señor conde!
—Pero —prosiguió el conde—, hay algo más: este verano esperamos al Emperador. Te daré dinero. Adornarás tu local e iluminarás la ventana. Limpiarás el retrato del Emperador y lo pondrás en la ventana. Te regalaré una bandera negra y amarilla con el águila bicéfala para que ondee en el tejado. ¿Entendido?
Sí, el judío Salomón Piniowsky lo había entendido, como lo hicieron, por otra parte, todos aquellos con los que el conde había hablado de la llegada del Emperador.
En verano se realizaron las maniobras imperiales, y Su Apostólica Majestad Real e Imperial se alojó en el castillo del conde Morstin. Se le podía ver todas las mañanas cuando salía a caballo para pasar revista a los ejercicios, y los campesinos y los comerciantes judíos de la zona se congregaban para ver al anciano que les gobernaba. Y en cuanto aparecía con su séquito exclamaban «Hoch!» y «Hurra!» y «Niech zyje!», cada cual en su lengua.
Unos días después de la partida del Emperador, se presentó en casa del conde Morstin el hijo de un campesino de la región. Este joven, que tenía la ambición de ser escultor, había hecho un busto del Emperador en piedra arenisca. El conde Morstin estaba entusiasmado. Prometió al joven escultor conseguirle una plaza en la academia de Bellas Artes.
El busto del Emperador fue colocado por orden suya en la entrada de su castillito.
Allí permaneció durante años, hasta el estallido de la Gran Guerra, esa que llaman Guerra Mundial.
Antes de partir hacia el frente como voluntario, viejo, enjuto, calvo y con los ojos hundidos —el hombre en el que se había convertido con el paso de los años—, el conde Morstin mandó que retirasen el busto del Emperador, lo envolviesen en paja y lo escondiesen en el sótano.
Allí reposó entonces hasta el final de la guerra y de la monarquía, hasta el regreso del conde Morstin y la creación de la nueva república polaca.
El conde Franz Xaver Morstin había vuelto a su hogar. Pero ¿acaso se podía hablar de vuelta al hogar? Sin duda seguían siendo los mismos campos, los mismos bosques, las mismas cabañas, el mismo tipo de campesinos —hay que decir «el mismo tipo», ya que muchos de los que había conocido el conde habían muerto en la guerra.
Era invierno, ya se notaban en el aire las Navidades cercanas. Como siempre en esas fechas, como mucho antes de la guerra, el Lopatinka se había helado; sobre los castaños desnudos se veía a los cuervos posados, inmóviles, y el eterno y suave viento del invierno oriental mecía los campos sobre los que daban las ventanas del ala oeste de la casa. En el pueblo (como consecuencia de la guerra) había viudas y huérfanos: material suficiente para la caridad del conde una vez regresado al hogar. Sin embargo, en lugar de saludar a su patria Lopatyny como a una patria reencontrada, el conde Morstin comenzó a darse a enigmáticas y desacostumbradas reflexiones sobre el problema de la patria. «Entonces», pensaba para sí, «ahora que este pueblo ya no pertenece a Austria sino a Polonia, ¿sigue siendo mi patria? ¿Qué es la patria en realidad? ¿Acaso el uniforme de los gendarmes y guardas de aduanas que hemos conocido en la infancia no es nuestra patria en la misma medida que el pino y el abeto, el pantano y la pradera, la nube y el arroyo? Pero, si cambian los gendarmes y los funcionarios de aduanas y, en cambio, el pino y el abeto y el arroyo y el pantano permanecen igual: ¿sigue eso siendo la patria? ¿Acaso no me sentía yo en casa en este lugar» seguía preguntándose el conde, «porque pertenecía a un señor a quien también pertenecían otros muchos incontables lugares diferentes que yo igualmente amaba? ¡Sin ninguna duda! El capricho antinatural de la historia ha destruido también la dicha interior que me proporcionaba lo que calificaba como mi patria. Ahora todo el mundo, en todas partes, habla de la nueva patria. A sus ojos soy lo que llamarían un apátrida. Siempre lo he sido. ¡Ay! Érase una vez una patria, una patria verdadera, a saber: una patria para los “apátridas”, la única patria posible. Ésa era la vieja monarquía. Ahora soy un apátrida que ha perdido la verdadera patria de los eternos caminantes».
Con la falsa esperanza de poder olvidar aquella situación, el conde decidió salir de viaje lo antes posible. Sin embargo, para su sorpresa, se enteró de que para llegar a los países que había escogido como destinos de su viaje necesitaba un pasaporte y unos cuantos visados —que así los llamaban—. Ya era lo bastante mayor para pensar que los pasaportes y los visados y todas esas formalidades que se habían convertido en las férreas leyes del trato entre los hombres después de la guerra eran sueños fantasiosos e infantiles. Sin embargo, resignado al destino de tener que pasar el resto de sus días en un sueño enloquecido, y, a pesar de todo, con la esperanza de encontrar allá afuera, en otros países, una parte de aquella vieja realidad en la que había vivido antes de la guerra, se plegó a las exigencias del mundo fantasmal, se hizo el pasaporte, consiguió los visados y se marchó primero a Suiza, al país en el que creía que podría encontrar la vieja paz por la sencilla razón de que no había participado en la guerra.
Pues bien, aunque conocía la ciudad de Zúrich desde hacía muchos años, podía hacer perfectamente doce que no la veía. Creyó que no tendría nada especial que ofrecerle, ni bueno ni malo. Su impresión coincidió con la no del todo desacertada opinión que la gente algo peor acostumbrada —por no decir más aventurera— tiene de las apacibles ciudades de la apacible Suiza. ¿Qué iba a pasar en ellas? Eso sí: para un hombre que venía de la guerra y del este de la antigua monarquía austríaca, el carácter pacífico de una ciudad que únicamente había conocido a quienes llegaban allí huyendo de la guerra tenía ya de por sí algo de aventura. Durante aquellos días, Franz Xaver Morstin se entregó, pues, a esa paz que tanto tiempo había echado en falta. Se dedicó a comer, beber y dormir.
Un día, inesperadamente, se produjo aquel feo incidente en un bar nocturno de Zúrich a consecuencia del cual el conde Morstin se vio obligado a abandonar el país de inmediato.
En aquel tiempo, los periódicos de todos los países habían hablado con frecuencia de un rico banquero del que no sólo se suponía que se había hecho con la mayor parte de las joyas de la corona de los Habsburgo a cambio de un préstamo a la familia imperial de Austria, sino incluso con la antigua corona del Emperador. No cabía duda de que tales noticias procedían de los labios y las plumas de esos frívolos espías que reciben el nombre de periodistas; y por más que tal vez pudiera ser cierta la noticia de que una determinada parte de los bienes de la familia imperial había ido a parar a las manos de un banquero sin escrúpulos, era seguro, según creía saber Franz Xaver Morstin, que la antigua corona del Emperador no lo había hecho.
Ahora bien, una noche acabó en uno de los pocos bares nocturnos sólo accesibles para quienes los conocen en la decentísima ciudad de Zúrich, donde, como todo el mundo sabe, la prostitución está prohibida, la falta de moralidad penada por la ley, y el pecado resulta tan aburrido como costoso. ¡Que a nadie se le ocurra pensar que el conde iba buscando eso!, no. Aquel sosiego absoluto había empezado a aburrirle y a depararle noches en blanco, así que había decidido pasar dichas noches donde fuera.
Comenzó a beber. Se sentaba en uno de los pocos rincones tranquilos que había en aquel local. Cierto es que le molestaban los farolillos rojos a la americana que se habían puesto de moda, el blanco higiénico del camarero, que le recordaba a un cirujano, y el cabello rubio teñido de las chicas, que automáticamente despertaba en él la asociación con las farmacias… pero ¿a qué no se había acostumbrado ya el pobre, viejo austríaco? No obstante, dio un respingo que le sacó de aquel remanso de paz que con tanto esfuerzo se había logrado labrar en aquel entorno cuando oyó una voz estridente que decía:
—Y aquí, señoras y señores, tienen ustedes… ¡la corona de los Habsburgo!
Franz Xaver se levantó. Vio que en medio de aquel bar alargado había un grupo bastante grande y animado. Un primer vistazo le reveló que, en aquella mesa, estaban representados todos los tipos que odiaba, aunque hasta entonces no se hubiera topado de cerca con ninguno: rubias teñidas con faldas cortas y rodillas desvergonzadas (y además feas), jovencitos delgados y flexibles, de tez cetrina, sonrientes y con dentaduras perfectas, como los bustos publicitarios de algunos dentistas, complacientes, ingrávidos, cobardes, elegantes y como al acecho, una especie de barberos maliciosos; caballeros de edad con barrigas y calvas tan cuidadosa como vanamente disimuladas, bonachones, lascivos, joviales y de piernas torcidas; en resumen: una selección de aquel tipo de personas que temporalmente administraba la herencia del mundo de ayer para, unos cuantos años más tarde, traspasarla con intereses a otros herederos todavía más modernos y fatídicos.
Entonces, de aquella mesa se levantó uno de los caballeros ya mayores con una corona en la mano que primero balanceó y después se puso sobre la calva, luego rodeó la mesa, se plantó en medio del bar, bailoteó y meneó la cabeza junto con la corona que sobre ella llevaba al tiempo que cantaba siguiendo la melodía de una canción de moda en aquella época:
—¡La sagrada corona se lleva así!
Al principio, Franz Xaver no entendió en absoluto el sentido de aquel repulsivo espectáculo. Sólo se dio cuenta de que el grupo estaba formado por ancianos sin dignidad (entontecidos con las muñecas de faldita corta), criadas que celebraban su día libre, señoritas que trabajaban en el bar y que compartían con los camareros las ganancias que daban el champán y sus propios cuerpos, por pisaverdes sin oficio ni beneficio que comerciaban con mujeres y divisas, llevaban grandes hombreras y pantalones muy anchos que parecían faldas de mujer, asquerosos especuladores que conseguían casas, negocios, nacionalidades, pasaportes, concesiones, matrimonios ventajosos, partidas de bautismo, certificados confesionales, títulos nobiliarios, adopciones, burdeles y cigarrillos de contrabando. Era la sociedad que, en todas las capitales del —en general, vencido— mundo europeo, irreversiblemente decidida a vivir de la carroña, criticaba el pasado, saqueaba el presente y proclamaba un glorioso futuro con boca saciada y, sin embargo, insaciable. Ésos eran los dueños del mundo después de la guerra. El conde Morstin se sintió como si ya fuera su propio cadáver. Y aquellos tipos bailaban sobre su tumba. Para preparar la victoria de aquellas personas habían muerto, entre grandes sufrimientos, cientos de miles… ¡y cientos de defensores de la moral, sin duda honrados, habían preparado la caída de la antigua monarquía, habían anhelado su desmoronamiento y la liberación de las naciones! Y ahora, en cambio, helo aquí: sobre la tumba del viejo mundo y en torno a las cunas de los estados y naciones recién nacidos, fruto de la secesión, bailaban los fantasmas del nocturno American Bar.
Morstin se acercó para verlos mejor. La naturaleza sombría de aquellos fantasmas carnales, bien alimentados, despertaba su curiosidad. Y sobre la calva del hombre de las piernas torcidas que bailoteaba reconoció la copia —porque, sin duda, era la copia— de la corona de San Esteban. El camarero, esmerándose en comunicar a los clientes todo lo digno de mención, se acercó a Franz Xaver y dijo:
—Es el banquero Balakin, un ruso. Afirma poseer todas las coronas de los monarcas destronados. Cada noche trae una distinta. Ayer fue la corona del zar. Eloy es la corona de San Esteban.
El conde Morstin sintió que se le paraba el corazón, un segundo nada más. Sin embargo, en ese único segundo —más tarde tuvo la sensación de que había durado al menos una hora—, su persona sufrió una transformación total. Fue como si en su interior brotara y creciera un Morstin desconocido, aterrador, extraño, como si se expandiera y se adueñara del cuerpo del viejo, del Morstin de toda la vida y, más aún, de todo el espacio del American Bar. Franz Xaver Morstin no había conocido la ira en toda su vida. Poseía un carácter débil, y la seguridad que le garantizaban su clase social, su riqueza, el brillo de su nombre y su posición hasta entonces lo habían mantenido como a resguardo de toda la crudeza de este mundo, de todo encuentro con su bajeza. No cabe duda de que, de otro modo, habría conocido antes la ira. Fue como si él mismo, en aquel segundo de transformación, sintiera que el mundo se había transformado mucho antes que él. Fue como si se diera cuenta en ese momento que la transformación de su persona no era sino la consecuencia inevitable de una transformación general. Mucho más que esa ira desconocida para él, que ahora emergía y crecía en su interior desbordando los límites de su personalidad, tenía que haber crecido la vileza; la vileza de este mundo, la infamia que durante tanto tiempo se había agazapado y escondido bajo las ropas de la «lealtad» lisonjera y la sumisión esclava. Fue como si hasta ese segundo —él, que sin ponerlo nunca a prueba había dado por supuesto que todo hombre posee el don de la decencia— no se hubiera dado cuenta del error de su vida, del error de todo corazón noble, a saber: la confianza en la gente, la confianza incondicional. Y el repentino reconocimiento de su error lo llenó de vergüenza noble que es una fiel hermana de la ira noble. Ante la visión de la bajeza, el corazón noble se avergüenza doblemente: en primer lugar porque su mera existencia ya le avergüenza, y después porque de inmediato comprende que su corazón ha sido presa del engaño. Se siente engañado, y su orgullo se rebela contra quienes hayan podido engañar a su corazón.
Ya no estaba en condiciones de medir, ponderar y pensar. Le parecía difícil que ninguna forma de brutalidad pudiera ser lo suficientemente brutal como para castigar y vengar la bajeza de aquel hombre que bailaba con las coronas sobre su calva de especulador, cada noche con una distinta. De un gramófono salía el bramido de una canción: «Hans, el que hace algo raro con la rodilla». Las chicas del bar chillaban; los jóvenes aplaudían; el camarero, enteramente vestido de aquel blanco quirúrgico, hacía tintinear vasos, cucharillas y botellas, escanciaba y mezclaba, preparaba y servía los misteriosos bebedizos del nuevo mundo que, como por arte de magia, salían de las cocteleras de metal; trajinaba, hacía ruido con los cacharros y, de vez en cuando, echaba una benévola mirada —al mismo tiempo que calculaba las consumiciones— al espectáculo del banquero. Las lamparitas rojas temblaban a cada paso del elefante del calvorota. La luz, el gramófono, los ruidos que hacía el camarero, el zureo y griterío de las mujeres provocaron en el conde Morstin un arrebato de furia asombroso. Sucedió lo increíble: por primera vez en su vida se comportó de un modo ridículo e infantil. Pertrechado con la botella de champán medio vacía y con un sifón azul se acercó al desconocido; mientras con la mano izquierda regaba con el sifón a los de la mesa, como si se tratase de apagar un horrible incendio, con la derecha propinó un golpe con la botella en la cabeza del danzante. El banquero se desplomó. La corona se le cayó de la cabeza. Y mientras el conde se agachaba para levantarla, como si se tratase de salvar una corona de verdad y todo lo que representaba, se le echaron encima el camarero, las chicas y los pisaverdes. Finalmente, sacaron al conde a la calle, aturdido por el fuerte perfume de las muchachas y los golpes de los jóvenes. Allí, delante del American Bar, el eficiente camarero le presentó la cuenta, sobre una bandeja de plata, a cielo descubierto, por así decirlo, en presencia de todas las estrellas, indiferentes y lejanas. Pues era una alegre noche de invierno.
Al día siguiente, el conde regresó a Lopatyny.
«¿Por qué no —se dijo en el camino— regresar a Lopatyny? Puesto que mi mundo parece vencido para siempre, ya no tengo patria. ¡Y es mejor que vaya a buscar los escombros de mi vieja patria!».
Pensó en el busto del emperador Francisco José que descansaba en su sótano, y en el cadáver de aquel su Emperador que desde hacía mucho tiempo yacía en la Cripta de los Capuchinos.
«Siempre fui un caso raro —siguió pensando— en mi pueblo y en los alrededores. Pues seguiré siendo un caso raro».
Envió un telegrama a su administrador comunicándole el día de su llegada.
Y, cuando llegó, le estaban esperando como siempre, como en tiempos, como si nunca hubieran tenido lugar la guerra, la disolución de la monarquía, la nueva república polaca.
Pues uno de los grandes errores de los nuevos —o como gustan llamarse: modernos— hombres de estado es creer que el pueblo (la «nación») se interesa tanto por la política mundial como ellos mismos.
El pueblo no vive de la política mundial ni de nada que se le parezca, y en eso se diferencia positivamente de los políticos. El pueblo vive de la tierra que labra, de los bienes con los que comercia, de la artesanía que tan bien conoce. (Lo cual no quita que vote en las elecciones generales, muera en las guerras y pague sus impuestos). En cualquier caso, así era en el pueblo del conde Morstin, en el pueblo de Lopatyny. Y ni la Guerra Mundial entera ni la entera transformación del mapa de Europa habían cambiado la mentalidad del pueblo de Lopatyny. ¿Cómo? ¿Por qué? El sano juicio de los taberneros judíos y los campesinos rutenos y polacos se resistía a los incomprensibles caprichos de la historia. Sus caprichos son abstractos; las inclinaciones y aversiones del pueblo, en cambio, son concretas. El pueblo de Lopatyny, por ejemplo, conocía desde hacía años al conde Morstin, al representante del Emperador y de la Casa de los Habsburgo. Vinieron nuevos gendarmes, pero un funcionario de aduanas es un funcionario de aduanas, y el conde Morstin es el conde Morstin. Bajo el reinado de los Habsburgo, los habitantes de Lopatyny habían sido felices e infelices, según la voluntad de Dios. Siempre, con independencia de todos los cambios de la historia, de la república y la monarquía, de la llamada independencia nacional o de la llamada opresión nacional, se dan en la vida de los hombres buenas y malas cosechas, fruta sana o podrida, ganado fértil o enfermizo, pasto abundante o escaso, lluvia a tiempo o a destiempo, sol que fecunda o que no causa más que sequía y desgracia; para el comerciante judío, el mundo estaba formado por clientes buenos y malos; para el tabernero, de grandes bebedores y bebedores flojos; para el artesano, a su vez, era importante si la gente necesitaba o no un tejado nuevo, botas nuevas, pantalones nuevos, hornos nuevos, chimeneas nuevas o barriles nuevos. Así era al menos, como hemos dicho, en Lopatyny. Y en lo que respecta a nuestra opinión en especial, viene a decir que el ancho mundo en su totalidad no se diferencia tanto del pequeño pueblecito de Lopatyny como los jefes de estado y los políticos quieren creer. Después de haber leído el periódico, escuchado discursos, votado a los diputados y de haber comentado ellos mismos con los amigos lo que pasa en el mundo, los campesinos, artesanos y comerciantes —y en las grandes ciudades también los trabajadores— regresan a sus casas y talleres. Y en casa les esperan la pena o la dicha: hijos enfermos o sanos, mujeres pendencieras o tranquilas, clientes cumplidores o morosos, acreedores atosigantes o pacientes, una buena o una mala comida, una cama limpia o sucia. Sí, estamos convencidos de que la gente sencilla no se preocupa en absoluto de la historia, por más que los domingos hablen de ella largo y tendido. Ahora bien, como ya hemos dicho, puede que esto no sea más que nuestra visión personal. Aquí sólo tenemos que hablar de Lopatyny. Y allí las cosas eran tal y como acabamos de referir.
Cuando hubo regresado el conde Morstin, de inmediato fue a ver a Salomón Piniowsky, aquel judío tan listo en quien, como en ninguna otra persona de Lopatyny, convivían en perfecta armonía, como si fueran hermanas, la simpleza y la inteligencia. Y el conde le preguntó al judío:
—Salomón, ¿qué piensas del mundo?
—Señor conde —dijo Piniowsky—, ya no pienso nada de nada. El mundo se ha ido a pique, ya no hay Emperador, se votan presidentes, y es como si me busco un abogado competente cuando tengo un pleito. Así, el pueblo entero elige un abogado que le defienda. Pero, me pregunto yo, señor conde, ¿ante qué tribunal? Ante un tribunal compuesto nuevamente por otros abogados. Y aunque el pueblo en sí no tiene ningún pleito y tampoco necesita defenderse, todos sabemos que la mera existencia del abogado ya nos echa encima los pleitos. Así que ahora no dejará de haber pleitos constantemente. Todavía conservo la bandera negra y amarilla que me regaló usted, señor conde. ¿Qué hago con ella? Está en la buhardilla. Todavía conservo el cuadro del viejo Emperador. ¿Qué he de hacer? Leo periódicos, me preocupo un poco por el negocio y un poco por el mundo, señor conde. Sé las tonterías que hacen. Pero nuestros campesinos no tienen ni idea. Creen sencillamente que el viejo Emperador ha impuesto uniformes nuevos y ha liberado Polonia. Y que ahora ya no reside en Viena sino en Varsovia.
—Déjeles —dijo el conde Morstin.
Y se volvió a casa y mandó subir el busto del emperador Francisco José del sótano y lo colocó a la entrada de su casa.
Y, del día siguiente en adelante —como si no hubiera habido ninguna guerra, como si no existiera una nueva república polaca, como si el viejo Emperador no llevase ya mucho tiempo enterrado en la Cripta de los Capuchinos, como si aquel pueblo de Lopatyny siguiera formando parte del territorio de la vieja monarquía—, todo campesino que pasaba por delante se quitaba el sombrero ante el busto del viejo Emperador, y todo judío que pasaba por delante con su correspondiente paquetito musitaba la oración que el judío devoto ha de pronunciar a la vista de un emperador. Y, con el tiempo, también aquel busto de escaso valor, esculpido en barata piedra arenisca por la torpe mano del hijo de un campesino, el busto del difunto Emperador con la antigua guerrera, con sus estrellas, insignias y Toisón de oro, inmortalizado en piedra tal y como los ojos infantiles del muchacho lo habían visto y amado, fue ganando un valor artístico muy especial, incluso a los ojos del conde Morstin. Era como si con el paso del tiempo, el sublime modelo quisiera mejorar y ennoblecer la obra que lo representaba. El viento y la marea del tiempo, cual si poseyeran conciencia artística, iban trabajando la sencilla piedra. Era como si también la veneración y la memoria rendidas a aquel busto, cada saludo de los campesinos, cada oración de un judío devoto ennobleciesen la tosca obra de una joven mano campesina hasta llevarla a la perfección artística.
Y así, el busto permaneció durante años ante la casa del conde Morstin, el único monumento que hubo jamás en el pueblo de Lopatyny, y del que todos sus habitantes —y con razón— se sentían orgullosos.
Para el propio conde, que nunca volvió a abandonar el pueblo, en cambio, aquel monumento significaba más: cuando salía de casa, le daba la sensación de que nada había cambiado. A medida que pasaba el tiempo —envejeció prematuramente—, se sorprendía a sí mismo, de tarde en tarde, pensando necedades. Durante horas se empecinaba en la idea de que todo aquello —a pesar de haber participado en la más virulenta de todas las guerras— no había sido más que un sueño enloquecido, y de que todos los cambios que se habían producido a continuación eran sueños más enloquecidos todavía. Cierto es que, casi cada semana, veía que su intercesión en favor de sus protegidos ante instancias oficiales y tribunales ya no servía para nada, es más, los nuevos funcionarios se reían de él. Se sentía más consternado que ofendido. En la pequeña capital cercana, así como en los alrededores y en las tierras de los vecinos, ya se sabía en general que «el viejo Morstin estaba medio loco». Iba de boca en boca que en casa se ponía el viejo uniforme de capitán de caballería del cuerpo de dragones, con todas sus viejas insignias y condecoraciones. Un día, un terrateniente de la zona —un tal conde Walewski— le preguntó abiertamente si era cierto.
—Todavía no —respondió Morstin—, pero acaba de darme una buena idea. Me pondré el uniforme, y además no para estar en casa. Lo llevaré por la calle.
Y así fue.
A partir de entonces, siempre se vio al conde Morstin con el uniforme de capitán de caballería del cuerpo de dragones austríaco… y los habitantes del pueblo no se asombraron en absoluto por ello. Cuando el viejo capitán de caballería salía de casa, realizaba el saludo de rigor ante su jefe supremo, ante el busto del emperador Francisco José. Luego tomaba el camino habitual entre los dos bosquecillos de abetos, a lo largo de la carretera de arena que conducía a la pequeña capital vecina. Los campesinos que se cruzaban con él se quitaban el sombrero y decían: «¡Alabado sea Jesucristo!» y añadían «señor conde», como si creyeran que el señor conde fuera una especie de pariente cercano del Salvador y dos títulos fueran mejor que uno. ¡Ay, hacía mucho que ya no podía ayudarles como les ayudó en otros tiempos! Cierto es que los campesinos seguían sin tener ningún poder. ¡Él, en cambio, había dejado de ser poderoso! Y como todos los que en otro tiempo han sido poderosos, ahora tenía aún menos importancia que quienes nunca habían tenido poder alguno; casi se diría que, a los ojos de los funcionarios, ya formaba parte de la casta de los ridículos. Sin embargo, el pueblo de Lopatyny y sus alrededores creía en él, seguía creyendo en él, del mismo modo que creía en el emperador Francisco José, cuyo busto solía saludar. A los campesinos y judíos de Lopatyny y sus alrededores el conde no les parecía ridículo en absoluto, sino respetable. Veneraban su figura delgada, enjuta, su rostro ceniciento y marchito, sus ojos, que parecían mirar hacia una lejanía infinita; no era de extrañar: miraban hacia el pasado perdido.
Sucedió entonces que, un día, el voivoda de Lvov, antes Lemberg, emprendió un viaje de inspección y, por el motivo que fuese, tuvo que hacer alto en Lopatyny. Le indicaron la casa del conde Morstin, a la cual se dirigió acto seguido. Para su asombro, a la entrada de la casa, en medio de un bosquecillo, descubrió el busto del emperador Francisco José. Lo contempló largo rato y, finalmente, decidió entrar en la casa y preguntar al propio conde por el significado de aquel monumento. Pero más se asombró todavía —de hecho, se asustó— al ver al conde Morstin, que salió al encuentro del voivoda con el uniforme de capitán de caballería del cuerpo de dragones. El propio voivoda también era oriundo de la «pequeña Polonia», es decir, procedía de la antigua Galitzia. Él mismo había servido en el ejército austríaco. El conde Morstin le pareció un fantasma salido de un capítulo de la historia que él consideraba cerrado desde hacía mucho tiempo.
Se contuvo y, de entrada, no preguntó nada. Más adelante, en cambio, sentados ambos a la mesa, comenzó a informarse cautelosamente acerca del monumento al Emperador.
—Sí —dijo el conde, como si el mundo nuevo no existiera—, su Ilustrísima Majestad pasó ocho días aquí. Un muchacho campesino muy dotado hizo el busto. Siempre ha estado aquí. Y aquí seguirá mientras yo viva.
El voivoda calló la decisión que ya había tomado y dijo, sonriendo, como de pasada:
—¿Y sigue usted llevando el antiguo uniforme?
—Sí —respondió Morstin—, soy demasiado viejo para mandar hacerme uno nuevo. De civil, sabe usted, no acabo de sentirme a gusto con este cambio de situación. Temo que puedan confundirme con algún otro. ¡A su salud! —prosiguió el conde, alzó su copa y bebió a la salud de su invitado.
El voivoda permaneció sentado a la mesa un rato más, abandonó después al conde y el pueblo de Lopatyny, continuó su viaje de inspección, regresó a su ciudad de residencia y dio la orden de retirar el busto del Emperador de la entrada de la casa del conde Morstin.
Dicha orden llegó, finalmente, al alcalde (llamado «Wojt») del pueblo de Lopatyny y, por lo tanto, de ahí pasó directamente a conocimiento del conde Morstin.
Así pues, el conde Morstin se encontró por primera vez en conflicto directo con el nuevo poder, de cuya existencia apenas había tomado conciencia hasta entonces. Comprendió que era demasiado débil para rebelarse contra él. Recordó la escena nocturna del American Bar de Zúrich. ¡Ay! Ya no tenía sentido cerrar los ojos ante el nuevo mundo de las nuevas repúblicas, los nuevos banqueros y portadores de coronas, las nuevas damas y caballeros, los nuevos amos del mundo. Había que enterrar al viejo mundo. Pero había que enterrarlo con dignidad.
Y el conde Morstin convocó en su casa a diez de los habitantes de mayor edad del pueblo de Lopatyny; entre ellos se encontraba el inteligente, a la vez que simple, judío Salomón Piniowsky. A él se sumaban: el pope ortodoxo griego, el sacerdote católico romano y el rabino…
Y cuando estuvieron todos reunidos, el conde pronunció el siguiente discurso:
—Mis queridos convecinos, todos vosotros conocisteis aún la vieja monarquía, vuestra vieja patria. Hace años que ha muerto, y he tomado conciencia de que no tiene sentido no tomar conciencia de que ha muerto. Tal vez resucite alguna vez; nosotros, los viejos, ya no lo veremos. Se nos ha ordenado hacer desaparecer lo antes posible el busto de su Ilustrísima Majestad, el emperador Francisco José I.
»¡No queremos hacerlo desaparecer, amigos míos!
»Si se supone que los viejos tiempos han muerto, entonces procederemos con ellos del mismo modo en que se procede con los muertos: los enterraremos.
»Por consiguiente, queridos míos, os ruego que, dentro de tres días, me ayudéis a enterrar en el cementerio al difunto Emperador, es decir, su busto, con toda la solemnidad y el respeto que corresponden a un emperador difunto.
El carpintero ucraniano Nikita Kolohin construyó un magnífico ataúd de madera de roble. Tres emperadores muertos hubieran cabido en él.
El herrero polaco Jaroslaw Wojciechowski forjó una imponente águila bicéfala de latón que fijaron sobre la tapa del ataúd.
El escribiente judío Nuchim Kapturak, con su pluma de ganso, copió en un pequeño rollo de pergamino la bendición que los judíos devotos han de pronunciar a la vista de una cabeza coronada, la metió en un cartucho de hojalata y la depositó dentro del ataúd.
A primera hora de la mañana —era un caluroso día de verano, incontables alondras invisibles trinaban bajo el cielo, e incontables grillos también invisibles cantaban en respuesta desde las praderas—, los habitantes de Lopatyny se reunieron en torno al monumento de Francisco José I. El conde Morstin y el alcalde colocaron el busto en el magnífico y enorme ataúd. En ese momento, en la colina, las campanas de la iglesia empezaron a sonar. Los sacerdotes de las tres religiones se pusieron a la cabeza de la procesión. Cuatro viejos y fornidos campesinos cargaron el ataúd sobre sus hombros. Detrás de él, con el sable desenvainado y el casco gris verdoso de los dragones, caminaba el conde Franz Xaver Morstin —en aquel pueblo, el más próximo al difunto Emperador— completamente solo, en esa soledad que impone el duelo, y detrás de él, con su kipá negra sobre la cabeza plateada, el judío Salomón Piniowsky, con el sombrero redondo de terciopelo en la mano izquierda y la gran bandera negra y amarilla con el águila bicéfala, bien alta, en la derecha. Y detrás de él, el pueblo entero, hombres y mujeres.
Las campanas de la iglesia doblaban, las alondras trinaban, los grillos cantaban sin cesar.
La fosa estaba preparada. Bajaron el ataúd, extendieron la bandera sobre él… y Franz Xaver Morstin saludó con el sable al Emperador por última vez.
Entonces, un sollozo brotó de la multitud, como si no hubieran enterrado al viejo emperador Francisco José, a la vieja monarquía y a la vieja patria hasta entonces. Los sacerdotes de las tres religiones oraron.
Así pues, el viejo Emperador fue enterrado por segunda vez en el pueblo de Lopatyny, en la antigua Galitzia.
Unas semanas más tarde, la noticia de aquel suceso llegó a los periódicos. Éstos escribieron unas cuantas frases jocosas sobre el caso, en la sección de «Efemérides».
El conde Morstin, en cambio, abandonó el país. Ahora vive en la Riviera, un hombre viejo y marchito que por las tardes juega al ajedrez y a las cartas con ancianos generales rusos. Dedica unas cuantas horas al día a escribir sus memorias. Probablemente no poseerán ningún valor literario, pues el conde Morstin no tiene práctica en la escritura ni tampoco ambición literaria. Pero siendo como es un hombre de una gracia y una condición especiales, a veces logra algunas frases memorables, como, por ejemplo, las siguientes, que con su permiso cito aquí: «He visto —escribe el conde— cómo los listos pueden volverse tontos; los sabios, necios; los verdaderos profetas, mentirosos; y los amantes de la verdad, falsos. No hay virtud humana perdurable en este mundo, excepto una: la verdadera devoción. La fe no puede decepcionarnos, puesto que no nos promete nada en la tierra. La verdadera fe no nos decepciona porque no busca ningún beneficio en la tierra. Aplicado a la vida de los pueblos, esto significa lo siguiente: los pueblos buscan en vano eso que llaman las virtudes nacionales, más dudosas aún que las individuales. Por eso odio las naciones y los estados nacionales. Mi vieja patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y muchas habitaciones, para muchos tipos de personas. Esa casa la han repartido, dividido, la han hecho pedazos. Allí ya no se me ha perdido nada. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en múltiples compartimentos».
Con ese orgullo y esa tristeza escribe el viejo conde. Sereno y en paz espera la muerte. Sin duda, también la anhela. Porque ha dejado escrito en su testamento que deben enterrarle en el pueblo de Lopatyny… pero no en la cripta familiar, sino junto a la tumba en la que yace el emperador Francisco José, el busto del Emperador.