2.6. Variaciones, continuidad y condimentos

2.6.1. Diferencias territoriales

Las diferencias territoriales son quizá las menos notables. No hay importantes oscilaciones entre los pueblos y comarcas de los 43 documentos, en el sentido de que todos tienden a prolongar las mismas tipologías y recetas y a adoptar las mismas novedades. Algunas localidades muestran mayor concentración en determinados periodos[392], pero en general la distribución es equilibrada, salvo en los muy breves, los tres de dulces[393] y los que carecen de ellos[394]. Entre todos, el cortijero es el más singular, por carecer de dulces y extranjerismos, aunque sí participa de muchos ingredientes, condimentos y modelos. Como contrapunto, los gaditanos, jerezanos y el onubense delatan la influencia de sus respectivas colonias extranjeras relacionadas con el comercio, el vino y la minería. Otros funcionan como adelantados: es el caso de los de Cádiz en el XVIII y gran parte del XIX y de los burgueses de las campiñas, Jerez y Sevilla de finales del XIX y principios del XX. Además, son más permeables a extranjerismos, mientras que los manuscritos serranos abundan en caza, hierbas y productos recolectados y una mayor variedades de frutas, propia del minifundio. En el XX la adopción de modas foráneas vendrá, con mucha menos influencia sobre terceros, de la clase media urbana profesional. Pero esas diferencias de ritmos no provienen tanto del territorio en que se producen como de la clase social que es capaz de acogerlos e impulsarlos. Y está claro que Cádiz y las demás ciudades citadas destacaban, igual otras capitales españolas, en esa capacidad respecto a muchos otros territorios de Andalucía y España. Sin embargo, también los grandes pueblos andaluces demuestran tener desde los primeros manuscritos conocimiento de las novedades que iban triunfando en el país y un nivel de abastecimiento suficiente para cocinarlas, aunque para el pescado y otros alimentos perecederos pueda haber dudas en los primeros periodos. Las cocinas nobles y burguesas de Andalucía no han sido, en fin, de campiña, marisma, costa o montaña, sino hijas de su tiempo y su país, dependientes e impulsoras de sus mercados y lectoras de los libros y revistas que transformaban viejas recetas, importaban novedades y ampliaban el repertorio. Y eso se puede hacer extensivo al resto de España, pues realmente las diferencias en fechas de los factores principales que durante los últimos doscientos años han cambiado la cocina son mínimas. El ferrocarril llega entre 1848 y 1855 a Barcelona, Madrid y Valencia; entre 1856-65 a Sevilla, Cádiz, Córdoba y Málaga; y entre 1876 y 1885 a Huelva y Jaén. Ya se comentó que en las etapas previas existían intercambios regulares a través de Despeñaperros y por vía marítima con Valencia, Barcelona y Galicia. También compartieron la expansión de las tiendas de comestibles, los ultramarinos, la apertura de mataderos y la legislación que afectaba a la producción y distribución alimentarios. Por otra parte, al nivel social que se movían estos manuscritos, participaban del mismo tipo de establecimientos hosteleros, cambios en el servicio de mesa, servicio doméstico, difusión de recetarios y revistas, nomenclatura de recetas y tenían parecidos utensilios, combustibles, hornos, cocinas, formas de conservación, electrodomésticos y en general las transformaciones tecnológicas que tuvieron lugar entre 1875 y 1975.

En definitiva, la nobleza y la burguesía primero y las clases medias después tendieron a moldear sus modales en la búsqueda de afinidades con los de su clase o con aquellos a los que pretendían emular. Es cierto que compartían algunas elaboraciones con sus vecinos campesinos, marineros o artesanos, sobre todo dulces y mucho menos guisos de carnes y pescados; sobre esa confluencia se ha apoyado el ideario de las cocinas regionales primero y nacionales después, pero esas adopciones formaban también parte del estilo en que evolucionaron las cocinas burguesas y, en cualquier caso, esas recetas son botones de muestra en un extenso repertorio que compartían con los de su clase. Todos partían de la cocina antigua y de un puñado de recetarios que fueron muy imitados, y evolucionaron hacia las cocinas burguesas del XIX y los muchos enunciados con que se la nombró en el XX: cocina española, regionales, internacional, del ama de casa, de la olla exprés, alta cocina, de autor, de la sierra, marinera y un largo etcétera que comprende incluso a pueblos y aldeas. Pero lo que interesa no son esos enunciados, sino el modo en que se han producido los cambios y cómo han sido aceptados.

2.6.2. Tasas de variación

Para ofrecer una visión de conjunto de los principales cambios registrados, se analizarán las tasas de variación del peso relativo de cada tipología, modelos y grupos de alimentos sobre el total de recetas estudiados [395]. Si se atiende a los grupos[396], se observa que entre el primero y último periodo existe una tendencia a la baja de la caza, carne y pescados[397], mientras que los mayores incrementos son de sopas y purés[398], embutidos, cereales y legumbres, verduras y ensaladas, y dulces[399]. Descendiendo al nivel de las tipologías y modelos, la máxima variación al alza está representada por las recetas de patatas, huevos, legumbres, los extranjerismos, las salsas, embutidos, cereales, fritos de pescado, marisco, hortalizas y los encebollados. Sin embargo, hay diferencias importantes entre ellos: el mayor incremento es, con diferencia, el de la patata que multiplica por siete su presencia en los títulos de las recetas, coincidiendo con los datos sobre su consumo[400]; ese aumento se produce a partir del último cuarto del siglo XIX y remonta de nuevo en los manuscritos de Posguerra. Le siguen los huevos, que multiplican por cinco, por lo mucho que aumentaron a principios del siglo XX, descendiendo después. Casi cuadriplican los guisos de legumbres y los extranjerismos; los primeros durante el siglo XX: partían de pocas recetas y aumentaron al adoptar los nuevos nombres que les daban los recetarios. El alza en los extranjerismos también se debe al mimetismo respecto a los publicados y a las modas imperantes en la hostelería; su momento álgido es entre finales del XIX y principios del XX, que empiezan a decaer. Las salsas se duplicaron sobre todo durante el XIX, mientras que en el XX bajaron. Un incremento del 1’4 por ciento registraron los fritos de pescado por la diversidad de recetas que se anotaron durante la primera mitad del XX, estancándose después. Le sigue el marisco que tiene un primer incremento durante la segunda mitad del XIX, debido a especies distintas de las que marcaron la prolongada tendencia al alza del XX[401]. Por último, aumentan algo más de la mitad las hortalizas, con una primera subida a finales del XIX y una segunda en el tercer cuarto del XX. Si se limita el análisis a los periodos entre 1925 y 1975 la variación al alza, de mayor a menor, es de las cremas y purés, patatas, patés y foie gras, tortillas, con cebolla, hortalizas, adobos, legumbres, aves coincidiendo con los pollos de granja, pasteles de verduras y pescado, pistos, menestras, tartas, ensaladas, con tomate y flanes[402]. Las tasas de variación al alza de los manuscritos coinciden por tanto con la evolución general del gusto y las cocinas, aunque pueda haber algún desfase en los ritmos de adaptación.

En cuanto a las caídas para el total de periodos estudiados, la máxima corresponde a «otro modo», que es como se llamaba, por ejemplo, a recetas consecutivas de guisos y estofados de carne. La multiplicación del repertorio de recetas a finales del XIX acaba con esa costumbre: cada receta adquirió su propio nombre. Le siguen en descenso las empanadas, guisados, caza, cuajados, hojaldres, tortas, buñuelos, estofados, carnes en trozos guisadas, pescados en trozos guisados, bacalao y pescados triturados[403]. La tónica de caída para los dos últimos periodos del siglo XX es similar a las del total, aunque además destaca el descenso de recetas de emperejilados y en salsa verde, bistec, pepitorias, dulces de frutos secos, dulces horneados, pescados rellenos y embutidos[404]. En definitiva, las variaciones comentadas coinciden con las tendencias de las cocinas españolas y en parte europeas, en el sentido de un gusto creciente por las recetas de hortalizas y las texturas suaves y esponjosas, en detrimento de las proteínas animales y en particular de sus guisos y empanadas. También delatan un descenso social, pues la mayoría de recetarios de entre 1925 y 1975 son de clase media, lo que por otra parte fue también la tendencia de los recetarios publicados. Durante esos doscientos años, los manuscritos adoptaron recetaras foráneas y populares, despreciaron modas que décadas antes habían abrazado y alteraron sus prioridades.

2.6.3. Los condimentos, la materia más sensible

Respecto a los condimentos, la lectura de los capítulos anteriores dejaba algunas preguntas en suspensión: ¿Cómo ha cambiado su uso y con ellos, la cocina? ¿Qué tipologías y modelos triunfaron, cuáles languidecieron y qué conciencia del cambio tenían los protagonistas, los cocineros y los comensales? ¿Crearon de manera consciente, como hacían los chefs, o los fueron incorporando casi sin darse cuenta? ¿Si quisieron cambiar, intentaron que se notara o por el contrario lo disimularon? ¿Y si no tenían voluntad de cambio sino solo ánimo de probar lo que les habían recomendado o había despertado su curiosidad, cómo movieron las piezas para que existiera el equilibrio necesario entre lo que permanecía y lo que cambiaba en la cocina? ¿Hubiera sido aceptada cualquier receta nueva por distinta que fuera a la cocina habitual? Probablemente no. Todas las culturas alimentarias tienen lo que se podría llamar inviolables del gusto: fronteras que no se pueden cruzar sin salir del universo culinario que se habita. Hay combinaciones que son rechazados por unos y abrazados por otros. O si se quiere decir de otro modo: hay recetas que resultan inaceptables en un lugar y momento dado. Hoy en día no gustaría una pata de carnero cocinada con muchas especias y medio kilo de azúcar o las butifarras con culantro, alcaravea, jengibre, matalahúva, comino, pimienta, clavo y nuez moscada, que debían entusiasmar a los que disfrutaban los manuscritos del XVIII, del mismo modo que ellos habrían rechazado un tartar de atún o un solomillo vuelta y vuelta. Solo que ese rechazo no es estable ni infranqueable. Muy al contrario, sus límites son rebasados de manera permanente y casi imperceptible, a medida que cambian los condimentos, los ingredientes secundarios, las guarniciones, las texturas, la temperatura de presentación, el orden en el servicio, la ocasión y los significados. Los muchos significados que hacen posible la aceptación de lo nuevo o que atrincheran al gusto en torno a lo que se conoce y permite establecer relaciones entre lo que se come y lo que se es o se quiere ser. Sobre todo esto tratarán las páginas que siguen.

Sin embargo, las posibles combinaciones que están detrás del cambio son muchas y, sobre todo, forman parte de un sistema difícil de comprender si no es analizando precisamente esa conexión que existe entre sus partes. Por ejemplo, el cambio en los condimentos parece fundamental en la evolución de las cocinas y de hecho tienen cierta autonomía: una disminución progresiva en los agrios o en las mezclas de picante y salado va produciendo una modificación en el gusto que terminará abriendo vías a la aceptación de nuevas fórmulas. No obstante, la evolución se produce en la interacción de ingredientes, condimentos y procedimientos culinarios y en la aceptación de los modelos resultantes: si un modelo, por ejemplo algo tan sencillo como el pescado frito, triunfa y rebasa fronteras es porque ha encontrado una combinación óptima de sus elementos en la cultura promotora y asimilable en las de acogida, que no son todas. Y también porque se han sabido promover los significados que contribuyen a su éxito, superando los localismos; en el caso del pescado frito los significados podrían ser: fresco, rápido, versátil, estimulante.

A lo largo de los capítulos precedentes, se ha procurado analizar el modo en que se producían y modificaban esas combinaciones de ingredientes, condimentos y procedimientos que daban lugar a las tipologías, a los modelos y finalmente a las recetas. Sin embargo, los condimentos son quizá la materia más sensible y merecen una atención muy especial que no será posible completar en estas páginas. Pero al menos intentaré comentar las tendencias más claras de los doscientos años en que fueron escritos estos manuscritos. Serán abordados atendiendo a sus mezclas. Y es que si la información aislada sobre condimentos, sin relacionarlos con el resto de elementos y procesos culinarios, es poco útil, porque poco dicen la pimienta y el clavo sobre cocina, si no se sabe a qué alimento o guiso sirven; tampoco analizar los condimentos de uno en uno aclara mucho: aunque se sepa que la pimienta aumenta en los guisos de carne, si no se sabe con qué otros condimentos se asocia, no se tiene idea de la evolución real de ese modelo. Es importante saber cómo se mezclan y aun así, la información resulta, al menos para los recetarios domésticos, muy imprecisa, porque no se suelen anotar las cantidades y, por tanto, no se conoce la proporción entre ellos ni respecto a los ingredientes. Pero en cualquier caso, parece fundamental tratar el papel de los condimentos y nada mejor que hacerlo a través de sus mezclas.

Los dulces son, sin duda, el grupo que mantiene más continuidad en el uso de condimentos. Azúcar, miel, naranja, limón, canela, sésamo, vino y aguardiente son constantes de principio a fin. También los frutos secos y el chocolate, que pueden funcionar como ingrediente o como condimento, pero en menor medida. Otros cambian: durante el XIX se van perdiendo el culantro, el clavo y el jengibre y se incorporan, sobre todo a partir del último cuarto, vainilla, coñac, Jerez, y ya en el XX, café, whisky y licores varios. El resto de recetas no tienen un comportamiento tan homogéneo en el tiempo. Ni siquiera las carnes, que son muy conservadoras, ni las legumbres y hortalizas, y mucho menos los pescados que son, con diferencia, los que más opciones de condimentación abren.

Para las carnes hay una cierta continuidad desde los primeros recetarios de finales del XVIII hasta mediados del XIX. Durante esa primera época, mantuvieron las dos mezclas más frecuentes en los recetarios andalusíes: pimienta y canela o pimienta, azúcar y canela[405], que también fueron comunes en los españoles del XVII y XVIII, solo que haciéndose acompañar de condimentos distintos a los anteriores[406]. En general, el uso de la canela va disminuyendo en el XIX: los recetarios publicados en Andalucía[407] ya no la nombran para las carnes y los manuscritos la prolongan algo más, en particular para los dorados y pasteles y empanadas de caza. Hasta el tercer cuarto del XIX todos mezclan dulce y salado[408]. A finales de siglo no hay, sin embargo una sola receta que endulce la carne, aunque sí permanecen la canela y el clavo. Esa transición, tan brusca en apariencia, no lo debió ser sin embargo en la realidad, porque previamente se había producido una paulatina disminución en la cantidad de azúcar que se añadía a la carne[409]. Como tampoco disminuyó igual para las carnes de matadero y el resto: la caza fue la primera en dejar de endulzar, salvo en las empanadas, y las aves, las que más lo conservaron. Es cierto, sin embargo, que la diferencia en la proporción de azúcar entre distintos recetarios y periodos se ve afectada también por el porcentajes de recetas de dulces que tenga cada recetario y por el gusto de los cocineros y sus potenciales comensales, de ahí que pueda haber diferencias importantes entre recetarios de un mismo periodo y en su transformación temporal[410]. La combinación agridulce[411] para las carnes se mantiene también hasta finales de siglo, más por tanto que la mezcla de dulce y salado y, una vez más, con considerable retraso respecto a tendencias que se iniciaron en Francia en el XVIII[412].

Si se va a ver, todos estos cambios en la condimentación se producen cuando son registrados por los recetarios publicados y al tiempo que aumentan las recetas de ternera y cerdo, en detrimento del carnero, vaca y cabrito, y que los estofados y guisados van dejando paso, poco a poco, a los rellenos, mechados, bistecs y asados[413]. El solomillo y sobre todo el lomo se convierten en piezas claves en las ricas mesas burguesas de finales del XIX y principios del XX. Por otra parte, va ganando posiciones la trilogía ajo, cebolla y perejil, que ya existía en los primeros manuscritos, aunque no con tanta regularidad. De hecho, era más frecuente mezclar cebolla y perejil, o ajo y perejil[414]. La trilogía avanza a partir del último cuarto del XIX y durante todo el XX, haciéndose acompañar sobre todo de laurel, pimienta, harina y caldo o vino blanco. Otros añadidos varían en razón del territorio y la clase social: los recetarios del Oriente andaluz, Granada y Jaén, donde están por otra parte la mayoría de clase media, emplean más frutos secos (almendras, piñones y nueces) y también más pimentón y tomate, mientras que los de la alta burguesía y la clase media del Occidente prolongan más el azafrán e incorporan los que habían triunfado en los publicados: trufas, hongos, criadillas, mostaza, gruyere, manzana, chalotas, zanahorias y otras hortalizas.

Un caso distinto es el del tomate, que se integra como condimento de manera gradual, si bien se registra como tal en todos los manuscritos salvo el primero[415] y los de dulces: hasta mediados del XIX tiene, sin embargo, un papel secundario. Es durante la segunda mitad y arrancando en Cádiz, cuando su uso se va extendiendo a muchas recetas y registra una fuerte tendencia al alza, también como ingrediente, en todos los recetarios. El tomate se convierte a finales del XIX en ingrediente de primer orden para carnes, pescados, hortalizas, arroz y pastas, y es condimento casi permanente, en particular para refritos o a través de sus salsas. Algo parecido ocurre en su uso para el pescado, que respecto a otros condimentos sigue, sin embargo, un proceso distinto: de las antiguas recetas andalusíes solo quedaba a finales del XVIII, cuando se escribieron los primeros manuscritos, la característica mezcla que después se vino a llamar esparragado o a la andaluza: aceite, ajo, comino y vinagre, y las salsas de aceite, vinagre y ajo, a falta ya en los manuscritos de comino y almorí. Habían quedado en el camino el espinardo, el cilantro y sus muchas combinaciones, y condimentos secundarios o elaborados, como el almorí[416], la mostaza y los zumos de cebolla o menta. Permanecían las mezclas de dulce y salado, los agrios, el empleo de rellenos[417] semejantes a los de las carnes, y las mezclas de cilantro, que habían derivado hacia las salsas verdes, con tendencia a abandonar aquél en favor de espinacas, lechuga y perejil. La mezcla de carne y pescado fue también comentada respecto a las salsas de anchoa en las carnes. Formaba parte de la cocina antigua y había estado relaciona en Europa con el servicio a la francesa que distribuía todos los alimentos sobre la mesa: al cambiar esta en favor del servicio a la rusa que traía el plato servido, la combinación de carne y pescado dejó de funcionar.

Había, por otra parte, combinaciones muy reiteradas: para el bacalao, que era el más frecuente, mezclas de perejil, cebolla y vinagre o naranja china; perejil, pimienta y agrio de limón; o ajo, especias y vinagre. Las mismas servían también a la pescada, que se condimentaba además con cebolla, perejil, yerbabuena, pimienta, alcaparras, espárragos y naranja; o ajo, pimienta, laurel y vinagre. El más cotizado, el mero, tiraba de ajo, azafrán, laurel, especia fina y vinagre; o de cebolla, laurel, especia fina y tomate. En definitiva, prevalecían el perejil con agrios y el ajo con vinagre, apoyados por otras especias y hierbas, entre las que el laurel tenía posición destacada. Esa tendencia permanece hasta finales del XIX, aunque la transformación que habían anunciado en las últimas décadas los recetarios publicados había llegado ya a estas cocinas andaluzas: la mezcla insistente de jamón y pescado, el uso de hortalizas, la multiplicación de las salsas y la sustitución del vinagre por vino, sobre todo, tinto.

El vinagre apenas era nombrado entonces en los recetarios publicados en Andalucía[418]. En los manuscritos, se había alternado con el vino, pero a finales del XIX quedó relegado para los de clase media, las comarcas mal comunicadas, algunos escabeches y poco más. Esa diferencia para el uso de vinagre entre recetarios ricos y no tan ricos, que ninguno era pobre, es clara incluso entre pueblos muy cercanos. Mientras que los recetarios de Sevilla, Carmona y Jerez salaban con jamón y aromatizaban con vino, como hacían los publicados de la época, especificando además si debía ser tinto, blanco, Jerez o coñac[419], el recetario cortijero de Arcos de la Frontera, a pocos kilómetros, se empleaba en el mismo periodo, finales del XIX, con vinagre para la carne y la caza.

Pero es en el uso de las hierbas aromáticas donde más diferencias territoriales existen: los de Ronda, Alcalá la Real y Baena son, con diferencia, los más aficionados. Se trata de mejorana, tomillo, salvia, laurel, albahaca… En el caso de las labiadas, romero, tomillo, salvia, orégano, habría que destacar que su uso apenas se suele diferenciar culturalmente. No es algo privativo de Andalucía: en los países ribereños del Mediterráneo, allí donde el suelo es pobre en nitrógeno, fósforo o incluso agua, se originan esas combinaciones de anillos aromáticos que son las labiadas. Sus aceites esenciales proporcionan sabores que culturalmente se intercambian con facilidad. La transmisión de una zona a otra ha sido fácil: al olerlas o saborearlas, se suele evocar a otra labiada. Resultan familiares incluso si provienen de otros territorios. Del mismo modo, son fácilmente intercambiables en la cocina: si no hay romero, se echa tomillo; si no, orégano. De ahí que el uso de todas ellas en las cocinas populares haya sido casi tan común como el del ajo y la cebolla. De ahí también que el uso de condimentos oscile entre una considerable repetición y una no menos importante libertad: en la cantidad, pues no se miden, y en su sustitución, si no lo hay. Son por tanto, condimentos sumamente eficaces. No es de extrañar que los usaran incluso los recetarios más proclives a los extranjerismos y las modas: siempre había una receta de caza o de carne que tiraba al monte, por más que la gastronomía los hubiera desterrado a las cocinas pobres. Más aún, entre los de menos pretensiones. La realidad de los recetarios domésticos desvela una evolución más matizada que la de las cocinas profesionales. Incluso cuando se trata de familias de la alta burguesía y nobleza, no siempre pretenden emular el éxito de los cocineros de prestigio y mucho menos de los restaurantes, que como se comentó no eran en Andalucía un modelo a imitar y ni tan siquiera un local donde estuviera bien visto ir. Estas cocinas tienen opción a alimentos exclusivos —mero, langosta, ostras, solomillo, jamón, foie, trufas, champagne—, y efectivamente los acompañaban de condimentos que no eran prototipos de la cocina española antigua, pero el grueso de sus recetas sí bebe de esa fuente y se alimenta de condimentos locales o comercializados regularmente en la región.

En cuanto al uso de las grasas, para las carnes, mantienen el tocino y la manteca hasta el primer cuarto del siglo XX, que empieza a ser más frecuente el aceite. Una evolución parecida se produce para la caza, que hasta entonces alternaba manteca y aceite, mientras que para el pescado, este fue siempre común, aunque también se utilizara manteca Flandes. En realidad, en el nivel socioeconómico de estos manuscritos la selección en las grasas ha venido marcada por el tipo de recetas no por la producción local y menos por la necesidad. Variaba según fueran continuación de la cocina española antigua, de cocinas populares, extranjerismos, como en el caso de las francesas o a la inglesa que empleaban mantequilla. Pero ya se comentó que esta formó parte de las cocinas de Andalucía desde la Edad Media y que en los manuscritos se emplea desde el XVIII hasta finales del XX. Esa elección precisa de la grasa desde el tocino a la mantequilla, pasando por la manteca y el aceite, atañe también a los dulces. Sin embargo, la favorita de los ricos recetarios del XIX fue la manteca de cerdo, mientras que a partir del segundo cuarto del siglo XX el aceite de oliva gana posiciones. Por supuesto, no se especificaba de qué aceite de oliva se trataba, solo a veces y en Jaén se indicaba que debía ser del «superior». Durante la segunda mitad del siglo XX se produce, por otra parte, una ampliación del espectro de grasas, en favor de la margarina y el aceite de girasol, entre los recetarios de clase media y media baja, y la nata, la leche evaporada y la mantequilla, entre los de clases medias urbanas.

De esa época es también la disminución del majado, pues con las batidoras se empieza a prescindir de los frutos secos y el ajo y otros condimentos básicos se fríen más que majan. También el Avecrem y, en general las pastillas de caldo y condimentos, relegan antiguas mezclas. El tomate multiplica sus usos y el azafrán se mantiene[420], no solo para pescados y pepitorias, sino también para caza, carnes, hortalizas y, por supuesto arroces, mientras que el pimentón, que tan de moda se puso a finales del XIX incluso en los ricos, solo encuentra compañía en el ajo y el vinagre, y mayormente en los recetarios empobrecidos. Sin embargo, aumenta el uso de hortalizas como condimento, sobre todo pimiento verde y morrón, y zanahoria. Solo se han perfilado algunas líneas. Un análisis sistemático del comportamiento de los condimentos en estos manuscritos merecería libro aparte.

2.6.4. Adopciones, modas y continuidad

Llama la atención que algunas recetas permanezcan de principio a fin: pistos, pepitorias, adobos, empanadas… Es solo apariencia. Al respecto se volverá después. Lo cierto es que todas parten de la cocina española antigua, la misma que sistematizó Pardo Bazán y a la que Thebussem se refería cuando decía que en las casas españolas se seguían haciendo las recetas de Montiño, tantas veces reeditado, y Altamiras. También en los manuscritos se percibe esa continuidad: algunas recetas son casi copias de los anteriores o del recetario de los Jesuitas[421]. En otros casos, al analizar el contenido de las recetas se descubre que detrás de títulos idénticos hay recetas muy distintas: no se prolongan fósiles; los modelos se van transformando hasta resultar irreconocibles. En ese proceso han modificado sus condimentos, algún ingrediente, la combustión… y resultan ser algo distinto. Esos mecanismos permiten el cambio culinario facilitando una óptima adaptación al gusto y a los significados precedentes, de manera que la novedad pueda ser elegida sin apenas ser percibida, salvo que se desee precisamente cambiar, en cuyo caso se destaca lo novedoso.

Esa ambivalencia puede ser detectada con facilidad en los manuscritos. De una parte, durante el XIX arrastran adopciones foráneas que venían del XVIII: fricasé, budín, pulpetón, volován, menestra, recetas a la inglesa… La incorporación fue gradual, los títulos fueron traducidos y los modelos se abrieron a muchas recetas: budín de pan, de tapioca… Pero el XIX también añadió sus nuevos modelos que siguieron comportamientos semejantes: croquetas, bistec, papillote, suflés, ragú… En ese proceso de adaptación, asimilaron primero el nombre. El contenido de la receta siguió un camino más largo, transformándose a partir de modelos precedentes y diversificando sus posibilidades. Dos casos muy claros son los comentados budines, que perduraron hasta casi el final del XX en muchas variedades, y las croquetas, que han pasado a formar parte indispensable de las cocinas domésticas y de los bares. Las primeras en los manuscritos son dulces y tienen muy poco que ver con las actuales: unas son de arroz y cuajadas en vez de fritas, y otras de almendras y horneadas[422]. Es decir, que había voluntad de adaptar la novedad, que eran las croquetas, pero se interpretaban a partir de modelos preexistentes. Durante el segundo cuarto del XIX son ya saladas y de carne con cebolla rehogada, queso rallado y perejil, enharinadas tres veces y rebozadas en manteca[423]. Todavía tienen poco que ver con las versiones que se popularizaron después. En el siguiente periodo, se abren a la opción de carne o ave y se hacen con una mezcla de harina y leche a la que nombra todavía como gacha. No es hasta el último cuarto de siglo que se llaman croquetas a la bechamela, cuando son de jamón, y de carne, cuando son de caldo, como se hará en lo sucesivo[424]. Pues bien, a diferencia de estos modelos que se adaptaron gradualmente a las cocinas de acogida y terminaron por considerarse propias, a finales del XIX aparecen muchas recetas de nombre extranjero, creaciones de grandes chefs que habían puesto de moda hoteles y restaurantes, y que las cocinas domésticas de élite emularon. De hecho, su número no es despreciable: suponen algo más del 50% de los extranjerismos en los manuscritos. Sin embargo, a diferencia de las anteriores, se fueron como vinieron: a partir de 1930 apenas quedan. Otro tanto ocurrió con la influencia de principios del siglo XX y los muchos nombres y topónimos que dieron a sus recetas: fueron recogidos pero también abandonados. De una parte, parece claro que, a medida que se multiplican las recetas disminuye la capacidad de asimilación. Para que una receta llegue a formar parte de la cocina de una familia debe pasar muchos filtros: la acumulación de recetas puede producir saturación.

Del XIX al XX se prolongaron sobre todo los dulces, incluidos sus extranjerismos, y las guarniciones, que movilizaron a recetas nuevas y antiguas, permitiendo su diversificación y novedades importantes en la presentación. La confluencia de cambios en el servicio, la presentación y el vocabulario, generó una nueva estética y también una nueva sensibilidad: en los manuscritos, las referencias a colores en los títulos de las recetas se disparan a finales del XIX. Antes había manjar blanco, carnero en salsa verde, salsa negra y otros clásicos de los recetarios españoles, pero eran excepciones en un mundo de recetas sin color o, al menos, sin nombrarlo, porque el azafrán, el cilantro, el perejil, el azúcar quemada y algunas hortalizas desplegaban sus tonos en el plato. Un primer paso en ese sentido fue la multiplicación de las salsas durante la segunda mitad del XIX: se llamaban salsa blanca, amarilla, oscura y por supuesto verde, que llevó siempre la palma. Sin embargo, el rojo, tan presente en la cocina desde que se generalizaron primero el tomate y después el pimentón no titula a receta alguna en los manuscritos. Y es también a partir de mediados del XIX que se registra el cambio estacional: Crema de verano, Carne en salsa de invierno[425]. No hay que olvidar que esa profusión de denominaciones y llamadas a la diversidad coincidía con un incremento en la afluencia de alimentos, propiciado por la mejora en las redes de transporte y en la conservación.

Sin embargo, no existe continuidad entre el XIX y el XX para las recetas de carne, aunque sean manuscritos de la misma clase social. Desde inicios del siglo XX se anotan menos recetas de carne y descienden las grandes piezas, salvo los lomos y patas de cerdo y cordero; al tiempo que se nombran nuevos cortes: redondo, espalda, contra… También cambian las carnes fritas, que durante el XIX eran cochifritos, bistecs o sencillamente carne frita y, con el XX, aumentan el repertorio. De todas formas, aunque sea justo entre siglos que se producen esos cambios, ya se comentó que la cocina de carne es la más conservadora. El pescado acogió sin embargo nuevos condimentos y procedimientos, aumentado su número de recetas a partir del tercer cuarto del XIX y multiplicando las opciones para el bacalao, la merluza o los calamares, incluidas nuevas versiones de escabeches, adobos y ajopollos. Por su parte, las hortalizas tomaron durante el cambio de siglo un protagonismo que no habían tenido antes y que ya no soltarían, modificando sus recetas al ritmo de los tiempos.

En las tendencias comentadas tuvieron una influencia clara los recetarios publicados, desde la continuidad que les confería Martínez Montiño, Altamiras y el recetario sevillano de los Jesuitas, a las muchas novedades de la segunda mitad del XIX. El primer efecto fue cuantitativo: no hay mejor acicate para animar a escribir recetas que la novedad. El mismo efecto se produjo durante la posguerra y bajo la influencia de los recetarios de la Sección Femenina, solo que entonces aumentaron las carnes trituradas, los rellenos y los dulces de sartén que eran los que más se prestaban al regionalismo y a la nueva línea de títulos. Pero previamente se había dejado sentir la influencia de los recetarios de Muro, Picadillo, Doménech, Burgos, la Parabere y, por supuesto, de las revistas de cada época. Sin embargo, los manuscritos no fueron siempre a rastras de los publicados. El caso más llamativo es el de los dulces: los domésticos dejaron de anotar los que quedaron para uso profesional y estos tendieron al enciclopedismo con objeto de satisfacer las necesidades de los pasteleros. Pero también las aves abandonaron antes las mezclas de dulce y salado, a través de la pimienta, canela, clavo y azúcar, que los publicados. Del mismo modo, dejaron atrás los extranjerismos, las recetas de chefs y en general las «a la»: a la genovesa, a la provenzal… Como era de esperar, imperó el sentido práctico, lo que por otra parte coincidía con la tendencia de los tiempos: los publicados del siglo XX iban destinados en su mayoría a lectoras de clase media. En definitiva, durante estos doscientos años, cambiaron los recetarios y cambió el gusto, al tiempo que lo hacían los transportes, la agricultura, la horticultura, la ganadería, los mataderos, la caza, la pesca, la transformación, la conservación, la distribución, los sistemas de venta, el servicio de mesa, la difusión culinaria, el gusto y con ellos las formas de combinar ingredientes, condimentos y procedimientos. Las cocinas que muestran estos manuscritos no son por tanto privativas de Andalucía como tampoco lo son las de otros territorios peninsulares: es mucho lo que comparten. ¡Y claro que hay diferencias! Pero es que la cocina se construye sobre la diferencia y se difunde gracias a lo compartido.