Las carnes han sido, después de los dulces, lo más apreciado por las personas que escribieron estos recetarios. Todos, salvo los tres que solo tienen dulces[154], aportan muchas recetas de carne, tanto de matadero —bovino, vacuno y porcino—, como volatería, caza, casquería y embutidos, sumando casi un tercio del total de recetas. Es lógico, si se tiene en cuenta que son recetarios de casas ricas y que esa venía siendo la tendencia, en España y en Europa, de todas las mesas que se lo podían permitir[155]. Entre mediados del siglo XVIII y del XX, que es cuando se escriben estos manuscritos, cambiaron el tipo y la condimentación de las carnes, su proporción y posición en el orden del servicio, las preferencias, los modelos, los nombres de las recetas. Pero la carne no dejó de satisfacer el gusto de los comensales, en particular de los hombres; fue considerada un alimento necesario y saludable, y signo inequívoco de distinción. Andalucía ofrecía, además, caza y carne abundantes, que, desde mediados del XIX, fue de matadero. Los modos de elaborarlas han sido muchos y esmerados.
Los recetarios estudiados suman 1.218 recetas de carne, si se incluyen caza, casquería, embutidos, empanadas y pasteles de carne, y 568, si se excluyen estas y solo cuenta lo que se han venido a llamar carnes de matadero, aunque estos no existieran cuando se empezaron a escribir los manuscritos. Demasiadas, las de matadero, para estudiarlas de un golpe, si se tiene en cuenta que, además, están distribuidas en doscientos años y muchos kilómetros. La primera decisión fue clasificarlas en cuatro tipologías: Carnes trituradas y amasadas; Fritos de carne; Carnes en trozos, tiras o piezas pequeñas guisados, estofados u horneados; Carnes rellenas, guisados u horneados; y Carnes en grandes piezas asadas o guisadas. Se han elegido estas y no otras, porque cada una de ellas responde a un modo distinto de adaptar la carencia o abundancia de carne a la cocina, dando lugar a combinaciones de condimentos y procedimientos adecuados al gusto de cada época, que han generado modelos, como Adobos, Asados, Bistec, Budines, Calderetas, Cazuelas, Con cebolla, Con tomate, Croquetas, Dorados, En salsa, Estofados, Guisados, Mechados, Pepitorias, Con perejil y en salsa verde, y Restos. El estudio de las carnes se aborda, por tanto, de acuerdo a criterios metodológicos comunes a toda la investigación: las tipologías engloban a todas las recetas, en este caso las de carne, y son, por lo tanto, excluyentes entre si; mientras que los modelos son tipologías mixtas que no suman la totalidad de las recetas, pero sí incluyen a aquellas que han funcionado como referentes y han tenido particular significación en la historia de las cocinas de Andalucía y de España. El comportamiento de las tipologías está relacionada, sobre todo, con la abundancia relativa de carne, el tipo de corte y carne, y la clase social de las familias de cada periodo; mientras que el modelo está más relacionado con el gusto, las modas en cocina y la influencia de los recetarios publicados y de los medios.
Fuente: Elaboración propia
Como se observa, las carnes en trozos son, con gran diferencia, las más frecuentes, aunque, como se analizará con más detenimiento, durante el siglo XX decrecen mucho en favor de las trituradas, las rellenas y, en parte, de las aves. Si se atiende, por el contrario, a los modelos, un 25% de las de carne, son precisamente guisos, estofados y en salsa; justo las más empleadas con esas carnes troceadas. Es decir, que durante finales del XVIII y todo el XIX se comían, sobre todo, carnes guisadas. Y es, asimismo, en esa época cuando la caza y la casquería, que bajan casi con la misma intensidad en el XX y se cocinan también guisadas, suman recetas hasta convertirse en el segundo y tercer grupo más citados de estos recetarios manuscritos. De este modo, el XIX prolonga la preferencia por la carne, que marcó a las sociedades europeas desde el medievo, aunque su consumo fuera descendiendo a lo largo de esos siglos[156].
Le siguen las aves, que han tenido y tienen un papel relevante en el calendario de celebraciones familiares y religiosas; y a distancia, los embutidos, por más matanzas que se hayan hecho; las grandes piezas asadas o guisadas, signo inequívoco de abundancia; las pobres trituradas; los fritos, tan asimilados al tipismo andaluz; y, por último, las rellenas, otro modo de estirar lo que hubiera.
La caza ocupa un lugar notable en los recetarios europeos y españoles del XVII y XVIII, que se prolonga, con los consiguientes cambios en el gusto, en el XIX[157]. Durante esos siglos cambian, sin embargo, la condimentación, algunos procedimientos y su posición en el orden del servicio: se van perdiendo los entremeses de empanadas y pasteles de caza del XVIII y prevalece como segundo plato. De hecho, en los recetarios estudiados, la caza es tan importante que, incluso a pesar de descender en picado a partir del primer cuarto del siglo XX, sus recetas suman casi la mitad que las de carne matadero.
Fuente: Elaboración propia
En el primer gráfico se observa cómo la caza desciende en el siglo XIX, con un remonte en el último cuarto de siglo, que es cuando se anotan la mayoría de las recetas, para ir desapareciendo progresivamente en el XX. En el segundo gráfico, que representa el porcentaje respecto al total de las recetas de caza de cada periodo, queda claro que ese pico de finales de siglo, puede estar relacionado con dos fenómenos: por un lado, desde 1880 la tecnificación de la agricultura, que se intensificará a partir de 1920, acarreó una disminución en la caza en España[158]; por otro, las desamortizaciones culminan con el cambio de propiedad de las grandes dehesas y los montes públicos en favor de la burguesía agrícola, que las compra precisamente en ese periodo, como salvaguarda a sus tierras de cultivo. Los recetarios estudiados para el último cuarto del siglo XIX, muy ricos en su contenido, pertenecen precisamente a esas familias burguesas y, en menor medida, a la nobleza provinciana. Las gran cantidad de recetas de caza que transmiten responden, sin duda, al gusto de la época, a los conocimientos que difundían los recetarios publicados y las revistas de la época, pero también a ese acceso reciente a la caza. Estas familias tenían mucho donde cazar y también mucho que lucir. Durante los dos siglos que abarcan estos manuscritos, variaron y disminuyeron también la diversidad de piezas: los primeros recetarios, prácticamente hasta finales del XIX, incluyen gallinetas, ánsares, patos, palomas, zorzales, pajaritos, perdigones, liebres, jabalís, puerco espines y, por supuesto, conejos y perdices, que suponen casi la mitad del total de recetas de caza; a partir del XX no solo hay menos recetas, sino que, además, se limitan prácticamente a conejos y perdices.
¿Pero cómo se han preparado todas estas piezas? Pues casi un cuarto de ellas eran guisados, en salsa, calderetas, cazuelas y estofados, es decir, con salsa abundante y posibilidad de disfrutar del pan tanto como de la carne; les siguen los escabeches, que permitían su conservación unos días más y están ya presentes en los recetarios andalusíes de los siglos XI al XIII[159]; a distancia, los asados y las empanadas y, con solo dos representaciones, los salmorejos, que, sin embargo, se prodigaron en revistas y recetarios publicados durante todo el XIX[160]. No aparecen tampoco muchas otras recetas que se publicaban en la época, incluso en Andalucía: no hay conejo «en papel», ni con nabos, ni en croquetas, ni timbales, ni liebre a la francesa, ni la que llamaban a la española y que era en realidad una pepitoria[161], ni apenas perdices a la inglesa, que tan de moda estuvieron desde el XVIII a finales del XIX; ni otras muchas que significaban la renovación en la cocina de caza y que, parece, no penetraron en estas cocinas domésticas[162]. De hecho, resulta curioso que incluso los recetarios más cosmopolitas de entre los estudiados, como el jerezano del tercer cuarto del siglo XIX, que tantas recetas francesas e inglesas aporta, mantengan para la caza, y también para la casquería, procedimientos y condimentos locales y popularizados[163]. Incluso para los condimentos, los criterios son pocos y claros: en los primeros recetarios canela y clavo, a veces pimienta, laurel, perejil; y desde mediados del XIX, cada vez con más frecuencia, ajo, cebolla, pimienta, tomillo, laurel y, si acaso, salvia, mostaza o limón; como grasa, manteca y, en ocasiones, aceite; y para regarlas, vinagre o vino, según las posibilidades y el gusto de cada casa. La caza, podría decirse, eligió el casticismo.
No hay, por otra parte, grandes diferencias de unas comarcas a otras. Las más cazadoras son La Janda, la Serranía de Ronda, los Pedroches, Baena, Sierra Sur de Jaén y las Campiñas de Carmona y Jerez, pero, con la salvedad de las aves migratorias —ánsares en Medina-Sidonia y patos y gallinetas también en Ronda y en Los Pedroches—, el resto de las piezas son comunes a todos los territorios. Del mismo modo, las recetas de caza abundan en la mayoría de los recetarios de España del XIX y principios del XX, desde Cataluña y Andalucía a Madrid, Navarra o Aragón, que comparten, además, muchas de sus fórmulas: las Perdices con coles, el Conejo en escabeche o estofado, la Liebre a la inglesa o los pasteles[164].
Con cincuenta recetas menos que la caza, las aves ofrecen más significación que presencia en estos recetarios. Su pérdida de importancia en las grandes mesas, que se inicia en el XVIII no implicó, sin embargo, que desaparecieran de los recetarios publicados ni de los manuscritos. De hecho, en los primeros ocupan un puesto principal hasta entrado el siglo XX. Pero sí es cierto que, en general, pierden peso y diversidad.
Fuente: Elaboración propia
Como se observa en los gráficos, en estos recetarios, las aves van descendiendo a partir de principios del XIX, remontan durante la segunda mitad de siglo, periodo que realza a todas las carnes, y decaen progresivamente en el XX, aunque los recetarios publicados los trataran de manera muy desigual: algunos mantienen la diversidad de aves[165] y otros se pasaron de lleno al pollo[166]. Los andaluces van perdiendo recetas de capones, palomas, pichones, gallos y gallinas (las pulardas y pollas, tan cotizadas, no son citadas) e incluso de los pavos. No es hasta el tercer cuarto del siglo XX, con la aparición de los pollos de granja, que el consumo de aves remonta y sus recetas se renuevan y diversifican. Pero las preferencias son ya para ese pollo blanco y blando, que admite nuevas y rápidas versiones: al whisky, al coñac, al oporto, asado con limón, relleno de trufas, villeroy. Solo el pavo trufado, que aflora en estos recetarios a principios del XX, aunque el Duque de Orleans lo incorporara a su mesa en el XVIII, se mantiene con moderación pero firmeza hasta finales de siglo: casi todos los manuscritos tienen una versión[167]. Es una clara muestra del destino de las aves en las mesas: hasta que los pollos de granja las convirtieron en comida diaria, solo que de clase media o baja, quedaron emplazadas para los días de fiesta, sobre todo para la Navidad. De ahí que haya pocas recetas de aves en los recetarios: cuando se trata de un plato de Navidad no hace falta variar mucho; mejor repetir lo mismo del año anterior y del otro, lo que hacía la abuela, lo que gusta a todos, el sabor en el que se reconoce la familia.
Atrás quedaron, pues, salvo para los caldos, las gallinas, que tanto se cocinaron durante el XVII y XVIII y que en su versión para enfermos eran majadas hasta convertirlas en pasta. Solo esta forma de preparar la gallina se mantiene en los recetarios publicados hasta la segunda mitad del XIX[168]. En los estudiados aparece ya en el más antiguo como Pisto real para enfermos, una gallina muy molida, con almendra y azúcar[169]. Y atrás quedaron también las aves doradas, que tan de moda estuvieron a finales del XIX, igual que las entomatadas y las fritas, que sí siguen apareciendo, aunque con prudencia, en los manuscritos. Solo los guisados, los rellenos y las pepitorias, que son, además, los más repetidos, perseveran de principio a fin, aunque eso sí: cambian sus condimentos y, por tanto, su sabor. Todos los platos de aves van perdiendo, durante el XIX, el clavo y la canela, la pimienta y, el espolvoreado de azúcar y canela y, en general, las mezclas de dulce y salado, que, sin embargo, siguen apareciendo en algunos publicados hasta bien entrado el XIX[170]. También varían su condimentación las pepitorias, de largo recorrido y comunes a gran parte de España: en el XVII estuvieron bien representadas por Martínez Montiño, en el XVIII por Altamiras, en el XIX por muchos[171] y en el XX sobrevivieron en nuevas versiones[172]. En ese trayecto van perdiendo agrios y azafrán[173], clavo y canela, que Altamiras todavía incorpora, o se sirven con salsa de almendra, como en la agenda de la Duquesa Laura de 1897. En los recetarios estudiados son primero de gallina, después de pavo y, por último de pollo; solo hay uno de menudillos, y, además, de azafrán, yema y limón, utilizan pimienta, clavo, otras especias, setas, criadillas, alcachofas… La pepitoria es un término muy flexible; habrá que volver sobre él más adelante.
En estos manuscritos se refiere a las siguientes, que han sido anotadas con la ortografía original para todos los grupos de alimentos, igual que el resto de listas de alimentos:
± Borrego
± Buey
± Cabrito
± Capón
± Carnerete
± Carnero
± Cochinillo
± Cordero
± Chivo [174]
± Choto
± Ternera
± Vaca [175]
Y las recetas hacen referencia a las siguientes formas de prepararlos:
± A la alemana
± A la asturiana
± A la bellavista
± A la besamela
± A la castellana
± A la financiera
± A la francesa (costillas)
± A la jardinera
± A la moda
± A la murciana
± A la papillot
± A la polaca
± A la reina del mismo
± A la romana (costillas)
± A la secretaria
± A la tártara
± A la valenciana
± A la vienesa
± A lo hortera
± Adobo
± Ahumado
± Al libro
± Al natural
± Albóndiga [176]
± Albondigón
± Albondiguilla
± Artelete
± Asado [177]
± Horneado
± Áspic
± Bistec [178]
± Boladillo
± Budín
± Cabeza de cerdo
± Caldereta
± Carmonada
± Cazuela
± Civet
± Cochifrito
± Canuto
± Croquetas [179]
± Cuajado
± Dorado
± Empanado
± Emperejilado
± En ajopollo
± En manteca
± En salsa negra
± En vinagrillo
± Encapotada
± Encebollado
± Entomatado
± Escabeche
± Escalope
± Estofado
± Fiambre
± Filete ruso [180]
± Flamenquín
± Hamburguesa
± Foiegras
± Rilleta
± Fricandó [181]
± Fricasé
± Frito
± Futurrilla
± Gañotillo
± Gibelota
± Guiso [182]
± Hamburguesa
± Listillo
± Liviano
± Longaniza
± Madrileño
± Mechado
± Mirotón
± De orza (lomo)
± Pastel [183]
± Pebre
± Pepitoria
± Pincho
± Polinesia
± Pulpetón
± Pulpeta [184]
± Ragout
± Rebozada
± Relleno
± Retorcido
± Rollito
± Rollo [185]
± Romana
± Ropa vieja
± Rosbif
± Rueda
± Rulo
± Salchicha
± Salmí
± Soldado de pavía
± Steak a la tártara
± Terrina
± Timbal
± Trufado
± Villeroy
± Visvistil
± Vivirte
Son en total 568 recetas que para su análisis se han clasificado en:
± Carnes en trozos, tiras o piezas pequeñas guisados, estofados u horneados
± Carnes en grandes piezas asadas o guisadas.
± Carnes trituradas y amasadas
± Fritos de carne
± Carnes rellenas, guisados u horneados
Fuente: Elaboración propia
Las primeras, que arrasan con diferencia, como se observaba en el gráfico, tuvieron su momento álgido a finales del XVIII y en el tercer cuarto del XIX. En estos manuscritos registran un descenso a principios de ese siglo, época en que anotaron muchas conservas vegetales, en detrimento de otros grupos de alimentos. Pero las carnes que se anotaban eran, sobre todo, carnero y «carne», cordero, vaca y cabrito; la mayoría guisados y estofados, y algunos pocos rellenos, asados y fricasés, que en los recetarios publicados venían divulgándose, sin embargo, desde el XVIII. Es a partir de mediados del XIX que el panorama empieza a cambiar en estos andaluces: la ternera es cada vez más frecuente y el cerdo aumenta algo; y, si bien es cierto que los guisados y estofados perviven durante todo el siglo y penetran el XX, hay más asados y aparecen los bistecs. Pero el gran cambio se produce en el último cuarto del siglo XIX, cuando la burguesía agrícola y bodeguera aporta no solo solvencia, sino también cocineros profesionales. Es la hora de los solomillos, de las grandes piezas asadas y de los rellenos y mechados. No hay que olvidar que en estas casas se mataban y conservaban carnes de cerdo y ternera para consumo diario. Aparece el rosbif, se prolongan los bistecs y se multiplican las carnes con patata, con tomate, con cebolla y emperejiladas. El cerdo asalta los recetarios y arrasa de la mano de los viejos cochifritos, las chuletas, los jamones, ya sean asados, cocidos o con tomate. Pero la palma se la lleva el lomo: en monpanchí, guisado en leche, con especias, a la española, con patatas… Si se recuerda, estos cambios en los manuscritos coinciden con las tendencias de las explotaciones ganaderas de la Baja Andalucía.
Fuente: Elaboración propia
Esta declarada inclinación por las carnes cambia, sin embargo, con el siglo XX: el retroceso en cifras absolutas es claro. Descienden las grandes piezas, aunque se conserven los gustos y procedimientos, y sigan destacando los lomos, secundados por las patas de cerdo y cordero, y los solomillos, al tiempo que aparecen, con cuenta gotas, el redondo, la espalda y la contra. También se van transformando las carnes fritas, que al terminar el siglo XVIII eran magrillas; al remontar el XIX, carne frita y croquetas; para finalizarlo, cochifritos y bistecs; con el XX, croquetas y, como estreno, voladillos, filetes rusos y flamenquines. Y algo curioso: se dejan de anotar los bistecs, aunque es seguro que se siguieron haciendo. De hecho el bistec o el filete con patatas ha sido un clásico del siglo XX, pero lo cierto es que se dejaron de anotar, probablemente por sencillos y cotidianos.
Fuente: Elaboración propia
Como contrapartida, aumentaron los rellenos —filetes, arteletes, rollitos, lomos— y, sobre todo, las carnes trituradas y amasadas: albóndigas, budines, fiambres, pulpetones, salchichas… y, finalmente, las hamburguesas. Esa subida, se produce a partir de 1940, con la carestía de posguerra, la profusión de recetarios para el ama de casa, económica por supuesto, y también con el hecho de que las propietarias de los recetarios no fueran ya de clase alta, sino media o media baja; con frecuencia, familias empobrecidas. Conservan, por tanto, el gusto por el recetario, prolongan las fórmulas y el tono de la abuela, adoptan las modas de la época, pero seleccionan recetas baratas y procuran que el ingrediente principal, sobre todo la carne, adopte la versión que menos cuesta y más se estira. ¡Y qué mejor que las carnes trituradas o rellenas!
Fuente: Elaboración propia
Además de las recetas mencionadas, las salsas han sido una forma fundamental de diversificar la cocina. Muchas de las fórmulas que triunfaron en el XX estaban ya en Nola o Martínez Montiño, y, sobre todo, en el XVIII[186]. Poulain[187] precisa, sin embargo, que las salsas tuvieron la misma composición (ácido más especias) y la misma función desde la Edad Media hasta La Varenne (S. XVII) que llama al líquido de cocción y ligazón de los guisos, salsas. Con Carême (S. XIX) se distinguen las cinco grandes salsas —española, velouté, bechamel, alemana y de tomate— que servirán para crear a partir de ellas muchas nuevas. Esas salsas son, además, las que permiten desplazar la denominación del ingrediente a las salsas y guarniciones, que a su vez dan nombre a todos los platos que se sirvan de ellas. Por ejemplo, serán a la provenzal todos los platos que utilicen esta composición al margen de cuáles sean sus ingredientes.
En los manuscritos, las primeras referencias a salsas aparecen en el XVIII y principios del XIX, y son de nuez, almendras, granadas, ciruelas, mostaza, anchoas, blanca y verde, citada ya en los recetarios del XVII y XVIII y en algunos del XIX[188]. En estos manuscritos, la salsa verde aparece casi a principios del XIX y se prolonga hasta finales del XX, utilizando primero cilantro, después mejorana y, sobre todo, perejil. Además, anotaron en esos mismos periodos salsas de pichones, picante y, por supuesto, mahonesa, que aparece en los publicados desde el XVIII[189]. Durante el último cuarto del siglo XIX y siguiendo a los recetarios de moda, que, como La cocinera del campo y de la ciudad, proponían «viandas mas ó menos fuertes, como carnes, caza, aves o pescado casi todo en salsa», las recetas de salsas y en salsa aumentan en los manuscritos. Las hay, además de «corrientes», de yerbas, oscura, con cebolla, de zanahorias, de alcaparrones, de almendras, bechamel, muselina, y aparecen por vez primera, aunque en los publicados fueran ya clásicos, el pebre y la salsa de tomate.
Entrado ya el siglo XX, aparecen, con cierto retraso de nuevo respecto a los publicados[190], las salsas de espuma, de kari, a la francesa, Maître de Hotel, de patatas y bechamel. Y a partir de 1940, la afición por las salsas vuelve a crecer y se estrenan, una vez más con retraso, la salsa tártara, al coñac, borne, ravigota, mahonesa de leche… En definitiva, la tendencia para las salsas es que aumentan, con pocos parones, y se diversifican. Se adoptan cuando ya han triunfado y las hay para todos los ingredientes y gustos. Pocos recetarios renuncian a anotar esas salsas comodines que, como la de aves o para perdices, la corriente, las de distintos frutos secos, la de manteca, la blanca o la de tomate, son sumamente eficaces.
Fuente: Elaboración propia
La casquería es la tercera en importancia, después de las carnes troceadas y la caza. Y le ocurre algo parecido: son muchas recetas y concentradas en un periodo reducido, pues con el siglo XX van perdiendo fuerza, salvo con la carestía de posguerra, que remontan levemente. No cabe duda que, si este trabajo se hubiera prolongado en el tiempo, el gráfico se hubiera derrumbado a finales del XX, aunque quizá remontara en el XXI, pues, cosas de la vida, tras ser denostada ahora empieza a estar de moda en la alta cocina.
Fuente: Elaboración propia
En los manuscritos, su valor respecto al resto de carnes, entre finales del XVIII y finales del XIX, fue enorme; en particular, en el último cuarto de este siglo como efecto de la apertura de mataderos, impulsada por Madoz hacia 1850. Esa regularización, unida a las ferias de ganado y a la posterior extensión de la red ferroviaria, facilitó la distribución de carne de matadero y, probablemente, incrementó la oferta de casquería en los mercados cercanos. Así queda reflejado en estos recetarios manuscritos y también en los publicados. Las piezas que se citan en los manuscritos, tanto de carnero, como de cordero, cerdo, vaca, ternera, pollo y ganso, son:
± Asadura
± Buche
± Cabeza
± Criadilla
± Espinazo
± Hígado
± Lengua
± Manos
± Menudillos
± Menudo
± Meollada
± Patas mollejas
± Pies
± Rabo de toro
± Riñones
± Sangre
± Sesos
La mayoría son guisos, seguidos de fritos y, a distancia, de mechados y fiambres, pero, a diferencia de los publicados, pocos dan títulos específicos a las recetas. Debían entender que la casquería era algo de andar por casa y bastaba con decir en salsa o estofado, aunque después las formas de prepararlas fueran muy diversas. Si acaso citan a quien les pasó la receta: Rabos de toro de Beatriz, Riñones de Pepe. Hasta el foie gras se personaliza y españoliza en Receta de José Gras.
No obstante, contienen recetas, como el Queso de cerdo, una especie de pastel hecho con morros y cabeza de cerdo, que existía ya en el XVII[191], aunque de jabalí y con mucha especia, vino y vinagre, y que se sigue publicando hasta finales del XIX, de la mano del malagueño Moyano[192]. En ese mismo periodo, los manuscritos sí adoptan ya algunas recetas de moda: Riñones al Jerez o Lengua de vaca con pepinillos, en la línea de El cocinero. Almanaque para 1868 y de los menús de la Duquesa Laura. Hay que esperar, sin embargo, a la segunda mitad del XX, precisamente cuando la casquería empieza a no estar bien vista, para que lleguen a los manuscritos modos y nombres que la realzan: Hígado de ganso en gelatina, Riñones de ternera a la Rubert[193], Lengua a la jardinera… Para finalizar, la casquería está representada en casi todas los manuscritos andaluces, del mismo modo que lo está, y con recetas que guardan similitudes entre sí, desde la Corte del XVII a la Navarra y Extremadura del XIX, pasando por la Cataluña del XVIII[194].
Con las conservas de carnes y embutidos ocurre algo parecido: son muy nombradas en los recetarios publicados de distintos periodos y territorios, y con más semejanzas que diferencias entre sí[195]. Del mismo modo, el hecho de que se hayan divulgado vinculados con frecuencia a un topónimo —salchichón de Vich o morcilla de Burgos— puede dar lugar a generalizaciones equívocas: en estos manuscritos, sin ir más lejos, los segundos embutidos en número, por encima de los chorizos, y los únicos que están presentes desde finales del XVIII hasta finales del XX, son las butifarras, a las que se suele considerar emblema de las cocinas catalanas, levantinas y baleares, difundidas por el Caribe y Sudamérica. Quién iba a pensar que estuvieran tan arraigadas en Andalucía y sin que se las cite con topónimo; es decir, que no ocurre como con el salchichón de Vich o la sobrasada de Mallorca: las butifarras parece que son de todos. Solo las morcillas la superan en número y, por supuesto, en variedad, porque hay morcillas de pan, de sesos, de entraña, de cerdo, de tomate frito, de oreganillo, blancas, catalanas y francesas. Éstas últimas son citadas en los recetarios a finales del XIX[196], igual que la sobrasada de Mallorca[197], que en los manuscritos no aparecen hasta mediados del XX y como Sobre asada[198]. También en el XX, y aunque no fueran desde luego novedad en las cocinas de España, aparece primero la longaniza y, en el segundo cuarto de siglo, el Lomo de orza, el Lomo en manteca y el Chope (Chóped).
Por otra parte, las primeras referencias en estos manuscritos a un topónimo o extranjerismo, son precisamente de embutidos: Chorizo a la extremeña, Salchichón a la genovesa; salvo, claro está, los fricasé que se incorporan a los recetarios españoles en el XVII[199] y a estos manuscritos desde que empezaron, a finales el XVIII[200]. En la difusión de topónimos ligados a alimentos jugaron un papel fundamental los recetarios publicados y, ya en el XIX, las tiendas de ultramarinos, máxime en el caso de los embutidos, que colgaban de las lunas de sus escaparates rótulos donde cada producto se publicitaba por su origen.
Antes de finalizar, merece la pena detenerse en el modo en que la carne ha incorporado y abandonado las combinaciones de los principales condimentos. Hasta el tercer cuarto del siglo XIX, todos los recetarios mezclan lo dulce con lo salado[201]. No es de extrañar: fue la tónica de los siglos anteriores[202], que en recetarios publicados se mantiene, con altibajos, incluso hasta la segunda mitad del XIX[203]. Las mezclas más frecuentes para la carne en estos manuscritos son de azúcar, miel y almendras; canela y azúcar; canela, pimienta, ajo y vinagre; canela, clavo y azúcar, canela, clavo y pimienta; canela, clavo, ajo y laurel; el espolvoreado de azúcar y canela, sobre todo para las aves; y las mismas salsas para carnes que para dulces. En el tercer cuarto del XIX, ya hay un recetario que solo mezcla dulce y salado en los potajes de castaña, uso que se ha prolongado en las cocinas populares del XX y en las papillas de niños, a las que se agregaba comino[204]. Pertenece a una comarca más aislada que los anteriores y es probable que se empapara antes de recetas heredadas que de recetarios publicados[205]. Pero a finales del XIX, los recetarios de zonas bien comunicadas y pertenecientes a la alta burguesía o a la nobleza[206] no contienen ya ni una sola receta donde se endulce a la carne, aunque sí queden recetas aisladas en otros[207]. Es probable que se tratara de recetas copiadas, que se hacían con poca frecuencia, y a las que se redujo, según se ha comprobado, la cantidad de azúcar, que en recetarios anteriores podía ser incluso de cuatro onzas (113,38 gr) para un lechón asado[208]. En definitiva, parece claro que, de entre todas las carnes, la caza es la que menos participa del binomio dulce salado, aunque aparezcan liebres con canela y azúcar hasta mediados del XIX. Las aves son las últimas que lo sueltan.
La combinación agridulce se produce, sobre todo, con las combinaciones de canela, clavo y agrio de limón; canela, azafrán, limón, perejil y piñones; y canela, almíbar o azúcar y limón. Se da en los manuscritos más antiguos y se prolonga en algunos donde la combinación dulce salado había desaparecido[209]. Los encurtidos, tan utilizados en el XVIII[210] y en el XIX[211], figuran en varios manuscritos del XVIII y XIX, pero desaparecen en el XX. El vinagre y el vino sí son, por el contrario, frecuentes: el primero se emplea prácticamente en todos los recetarios, aunque descienda en los últimos del XX; y el segundo es norma en la cocina, con tendencia a especificar, a medida que se refinan los recetarios, cuáles son las combinaciones más adecuadas, que no siempre coinciden: tinto para caza y pescado, blanco para carnes y huevos y, además, coñac, vino de mesa, vino de color, vino negro y el favorito: Jerez.
La incorporación del tomate como condimento, no como ingrediente que sería el caso de los entomatados o de las carnes con tomate, es tardía y gradual. Aunque la mayoría de los recetarios y máxime los primeros no den cantidades, el tomate se cita entre otros condimentos y, con frecuencia, aclarando que debe ser «un poco». Además, no acompaña a la mayoría de las recetas. Su papel es, en principio, secundario y hasta finales del XIX es más común en los recetarios de Cádiz y Ronda que en los demás[212]. Es en los recetarios gaditanos donde, a partir de mediados del XIX, se convierte en condimento usual y de primer orden o en ingrediente, ya sea acompañando a fideos, arroz, escarolas, papas, bacalao o para los guisos que hacían a los jornaleros en los cortijos[213]. A partir del último cuarto del siglo XIX, su uso sí es común a todos los manuscritos.
Por último, el ajo, denostado por los viajeros y confinado en Europa por los paladares exquisitos a las cocinas campesinas[214]. En España, por el contrario, lo utiliza hasta el cocinero de la Corte para el adobo de solomillos[215] y, detrás, casi todos: en el XVIII, ajo y cebolla son el arranque de muchos platos[216]; Altamiras echa a las carnes ajo, perejil, especias, pan tostado y huevos, y La cocina de los Jesuitas, además, comino, pimiento y limón o vinagre; y en el XIX, la trilogía ajo, cebolla y perejil es ya común a casi todos los recetarios[217]. No digamos en el XX, que la convierte, casi, en norma. En los manuscritos, las combinaciones iniciales no son, sin embargo, a tres: se mezclan cebolla y perejil[218] o ajo y perejil[219], pero la mezcla de ajo, cebolla y perejil se extiende a finales del XIX y se afianza a principios del XX, añadiendo, sobre todo, laurel, pimienta, harina, vino blanco o caldo y yema.
La carne ha sido, en definitiva, clave en los manuscritos, aunque en el pasado siglo perdiera importancia relativa y tendiera a recetas que abarataron su coste. No es de extrañar, dado que, al mismo tiempo, esos recetarios empezaron a proceder de familias de clase media, no de la nobleza y la alta burguesía, como había sucedido en los siglos anteriores. En el transcurso de esos doscientos años, cambia, por tanto, el tipo de carne, cambian las piezas y los cortes, cambia la posición en el servicio, cambian las tendencias culinarias y cambia el gusto y, por tanto, las formas de combinar ingredientes, condimentos y procedimientos. En ese movido viaje, la cocina de carne de estos manuscritos ha pretendido, de una parte, la eficacia, buscando armonizar el lucimiento con la economía; y esta última, no porque fueran siempre a por la carne más barata, que muy al contrario han primado el gusto y la calidad, sino porque, ya que se la comía a diario y varias veces, había que sacarle partido y diversidad, pues, al fin y al cabo, era el principal gasto en cifras absolutas de esas cocinas. Y, además, eran las piezas claves para alcanzar uno de los principales objetivos del esmero en la cocina: la representación del status; tanto si se comía con invitados como a puerta cerrada, pues en el ritual diario de la mesa la familia también representa su posición en la sociedad y el papel que cada miembro desempeña para contribuir a ella. Para hacer posible esa representación y procurar placer en cada bocado estaba el servicio doméstico, que era numeroso y bien instruido, dado que las cocineras solían durar décadas en las casas, salvo que se decidiera sustituirlas por alguien mejor. Las carnes eran platos muy elaborados, que requerían mucha mano de obra y horas de trabajo. Pues bien, es la búsqueda de esa armonía entre lucimiento y economía lo que ha dado lugar a que las recetas de carne sean muy conservadoras: se arrastran muchas recetas antiguas, se desprenden con prudencia de mezclas de condimentos que no se ajustan al gusto de la época, no anotan las novedades de los publicados, se incorporan las que ya han triunfado o han probado amigas o familiares, a los que se cita como garante en el título, y, en definitiva, se arriesga poco. La cocina de la carne, no hay duda, ha sido conservadora.