Adelanto al Lector que soy un reincidente y que, por tercera vez, vuelvo a caer en la misma piedra. Una falta, inducida por la deferencia de la autora del libro hacia mí, al pedir que lo prologue sin que nada justifique por mi parte —capacidad o competencia— este tercer intento por adentrarme a escribir de alimentación, comidas, recetas y recetarios.
La vez primera que lo hice, a requerimiento de Isabel, fue como miembro del Tribunal que hubo de juzgar y calificar, con la máxima distinción, su tesis doctoral publicada en 1995 bajo el título Comida de ricos, comida de pobres, tan sugestivo y atrayente para la historia social; la segunda, en 1996, como prologuista de esa pequeña joya de la historia gastronómica sevillana que es Sevilla: banquetes, tapas, cartas y menús (1863-1945). Y reconozco que en ambos casos, además de mi considerable estima intelectual por la autora, busqué alambicadas coartadas para justificar lo que era a todas luces injustificable, a saber, mi nula sensibilidad para cuestiones culinarias.
En este tercer envite, mucho me temo que las circunstancias no han mejorado nada. Al contrario, mis severas limitaciones digestivas me tienen cada vez más alejado del placer de la buena mesa. Y, sin él, por mucho que uno se esfuerce, ninguna de las demás aptitudes necesarias para tratar de cocina y alimentos, de guisos y recetas, se nos dará por añadidura. Como dice la autora, el comer es el acto más reiterado de la actividad humana de lo que depende su supervivencia y, parafraseando a la Pardo Bazán, subraya cómo en el transcurrir del tiempo histórico el comer deviene en algo más que engullir para sobrevivir. Se humaniza y la necesidad de comer termina por convertirse en necesidad placentera, casi arte. Y ello, claro está, gracias y a través de la cocina.
Por suerte para mí no es este un libro más de gastronomía al uso, ni de dietética o similar aunque los recetarios hayan sido el fundamento primordial de la investigación sobre la que se sustenta. Es un libro de historia con todas sus consecuencias y el intentar explicarlo es a lo que aspiro con estas páginas preliminares. Es mi primordial coartada al reincidir por tercera vez y prologarlo. El goce que depara su lectura no cedería siquiera ante el de los más exquisitos manjares con los que el universo alimentario de cada cual pudiera fantasear.
Todavía son muchos los historiadores que consideran a la cocina como algo superfluo en el devenir de los tiempos; necesario, tal vez, un conocimiento básico de la misma al estudiar la nutrición de los grupos poblacionales pero poco más. E incluso bajo dicha perspectiva, con diferenciación social: los ricos, tienen cocina; los pobres simplemente se alimentan. Obviedades que se han mostrado falsas en su totalidad cuando se estudia la alimentación atendiendo a criterios de clase social y con análisis que contemplen sus variaciones espaciales y temporales, es decir, históricas. Como ha señalado J.L.Flandrin, el interés de los historiadores por la cocina no es nuevo; al menos desde finales del siglo XVIII ya hubo obras notables de contenido histórico —la de Le Grand d’Auny, en tres volúmenes— que se interesaron por el tema. Pero el interés incisivo por la gastronomía despertado durante el siglo XIX, que fue nutrido con escritos de autoría erudita y difundido por prensa de la época, hizo que los profesionales académicos terminasen por dar la espalda a la historia de la alimentación y al complejo mundo en el que se desenvuelve.
Hoy disponemos de variadas síntesis historiográficas que nos describen las diferentes trayectorias hasta conseguir que la historia de la alimentación alcance una relevancia académica e investigadora. Aparte de la ya citada de Flandrin, otras como las de M. Montanari —el mundo de la comida y cocina es cultura—, A. Burghiere, Mª Ginatempo, etc. o, en España, las de J.E. Gelabert o J.Mª Díaz son algunas de ellas. Los esquemas evolutivos que ofrecen son, en líneas generales, coincidentes y concordantes en sus contenidos. Los pioneros se remontarían a la década de 1880, con Schmoller a la cabeza, seguidos por destacados historiadores que, desde el primer tercio del siglo XX, prestan atención al tema bajo la doble perspectiva económica y social como W. Abel en Alemania, J.C. Drummond-A. Wilbrahan en Gran Bretaña —provenientes del campo de la ciencia biomédica—, L. Messedaglia en Italia o Cl. Sánchez Albornoz en España.
El momento de aceptación plena, como es bien sabido, vendría de mano de la historiografía francesa de la Escuela de Annales, en las décadas de 1950-1960. La marginación en que hasta entonces se había mantenido a la historia alimentaria queda superada y ésta se inserta con vigor en las nuevas vías de la historia económica y social. Para M. Bloch la historia de la alimentación sería como la de una máquina registradora donde se anotan, aunque con retrasos, los comportamientos económicos básicos de cada sociedad; una valoración no muy distante de la que expresara, desde los supuestos teóricos del materialismo histórico, el historiador polaco W. Kula al afirmar que la historia de la alimentación es el balance más concluyente de la actividad económica de un pueblo. Braudel, a su vez, la contempla bajo las perspectivas de regímenes alimentarios a escala global y siempre considerada como un epígrafe sobresaliente en su análisis sobre civilización y vida material. Y con ellos, un número importante de historiadores que se han venido ocupando del tema como pudieran ser Le Roy Ladurie, Aymard, Aron, Morineau, Komlos, etc. Por último, desde la década de 1970, la Historia Económica incorpora a la alimentación como uno de los temas destacados de la disciplina como ya se puso de manifiesto en el II Coloquio nacional de los historiadores economistas franceses, en 1973, dedicado al consumo alimentario, o en la VI Settimana del Istituto Internacionale di Storia Economica «Francesco Datini», en Prato, en 1974, hasta lograr, finalmente, su consagración académica en el VI Congreso Internacional de Historia Económica, celebrado en Copenhague en 1976.
Los estudios históricos en su mayoría, y desde los primeros tiempos, adolecen de la misma cortedad de miras, al quedar centrados en la perspectiva nutricional, con preferencia por las «raciones alimentarias» y la incidencia que tengan las calorías consumidas en el desarrollo vital y orgánico —estatura, esperanza de vida, etc.— de las sociedades. Un enfoque muy propio de la economía clásica al relacionar los temas de población y consumo o de producción, población y alimentación. A mi entender, ha faltado las más de las veces —o no se ha tratado con la suficiencia necesaria— a la hora de abordar la historia de la alimentación una perspectiva cultural. Ni siquiera cuando se ocuparon, desde el siglo XIX, de las clases trabajadoras —industriales, mineros, jornaleros—, pese a que fuera el primer campo de investigación social y económica cuantitativa sobre la historia de la alimentación. Se ha ignorado con demasiada frecuencia que los nutrientes —como se ejemplifica de forma modélica en este libro— sólo se hacen alimentos a través de la cocina, los ingredientes y las prácticas alimentarias.
A la par que los historiadores sociales y económicos —y casi por la misma época, hacia mediados del siglo XX— los antropólogos, etnólogos y sociólogos se adentraban en la historia de la alimentación bajo la perspectiva sociocultural que habíamos echado en falta en la historiografía académica. Pero sin voluntad integradora. De modo que la historia alimentaria, en sus perspectivas nutricional y sociocultural quedó abocada a una dicotomía, «de nefastas consecuencias», sin apenas referencias ni contactos entre sí, entre historiadores y antropólogos.
Precisamente es en este punto crucial donde ha de situarse el estudio que ahora se ofrece, con vocación clara de superar los reduccionismos señalados; y ambos, historiadores y antropólogos, como declara su autora desde la Introducción misma, son destinatarios preferentes de este libro. Aunque no exclusivos pues, con provecho, su público lector ha de ser muchísimo más amplio y diverso. Porque el libro es una mirada inteligente y culta, guiada con mano maestra, a un quehacer complejo donde se entrelaza la alimentación con la historia, la economía, la política y la cultura teniendo a la cocina como hilo conductor.
Las fuentes primarias a partir de la que se arma toda la investigación son los recetarios y recetas. Podrían haber sido otras, algunas ya utilizadas en escritos de gastronomías previos como sean los refranes y proverbios —recuérdese la multitud de los que se traen a colación en las páginas del Quijote—; o aquellas examinadas también en estudios históricos nutricionales como los libros de cuenta, inventarios post-mortem, menús de hospitales y cuarteles, libros de viajeros o los contratos de trabajo que consignaban parte del salario en especie.
La intencionalidad de este estudio, al diferenciarse de manera decidida en su objetivo de posibles estudios similares, privilegia como fuente de información a los recetarios examinados: 43 en total, todos manuscritos salvo dos, que cubren un período de tiempo de doscientos años a partir de 1775 y hasta 1975, aunque en ciertos aspectos se alarga hasta la actualidad. Comprenden en conjunto 4.586 recetas cuyo modélico tratamiento —analítico, paleográfico, estadístico, gráfico, lexicográfico y, por supuesto, culinario—. sirve de sostén a una investigación empírica de primera categoría y que, a mi parecer, carece de antecedentes. En este sentido, al ser investigación pionera se le añade un plus de originalidad de enfoque y de rigor como no es frecuente se den en estudios de esta naturaleza. La Introducción que abre el libro es por ello, a la vez, la clave sobre la que el libro descansa y un modelo de heurística y metodología que, sin duda, creará escuela. Recogidas recetas y recetarios en Apéndices, la autora pone al servicio de futuros investigadores un arsenal cualitativo y cuantitativo de primera calidad.
Recetas y recetarios tienen unos protagonistas, en este caso, en su mayoría mujeres, no en balde la educación diferenciada por género fijó la cocina doméstica como territorio femenino. Ilustrativos son el análisis de datación, los tipos de familias (nobiliaria, burguesa urbana o terrateniente, profesiones liberales, militares, etc.) donde los recetarios y recetas se originan y transmiten, el estudio contextual de los mismos y los modos de transmisión de los conocimientos culinarios para concluir que la clave de toda cocina estriba en el papel relativo de ingredientes, condimentos y procedimientos culinarios. A través de combinaciones múltiples, éstos han dado origen a variantes múltiples de cocinas, combinaciones que pueden venir determinadas por los factores materiales de la cocina misma —alimentos y nutrientes— pero también por factores como la etnia, la tecnología, la economía, la política, el género, el trabajo o la religión, entre otros. Y a través de ellos es, como desde el sistema culinario, en cuanto abstracción que engloba múltiples posibilidades combinatorias, se pasa a las cocinas y de éstas a las elaboraciones.
Tres densos capítulos desgranan tanto las tesis que en el libro se sustentan como los resultados que arroja una investigación que es concienzuda y ejemplar. En el tema de la autoría de recetarios y recetas subraya que siendo ésta personal lo que predomina, sin embargo, en la cocina doméstica es la acción continuada por generaciones que aportan anotaciones y añadidos —por tradición oral a través del recitado de recetas entre mujeres, o el aprendizaje por afinidad, etc.— que refleja que la simbiosis mujer/cocina está muy marcada en el devenir histórico.
Junto a la autoría, a destacar la contextualización de recetarios y recetas, usos y modos de cocina, que condensan páginas brillantes, a la par que estimulantes, para la historia andaluza sobre la que se centra la investigación. Desde la crisis del antiguo régimen a finales del siglo XVIII, con las transformaciones habidas en la propiedad de la tierra, la profusión de jornaleros, las desamortizaciones y privatización de montes y comunales —que restringe el acceso a plantas alimentarias silvestres y cacería popular etc.— a la difusión del cereal y de nuevas plantas (maíz, arroz etc.), o la influencia de regadíos, de los movimientos migratorios, etc. fenómenos que tuvieron todos ellos sus consecuencias en la cocina andaluza y, por definición, en cualquier tipo de cocina doméstica.
De igual modo que fueron importantes en los modos y usos del comer las transformaciones del medio geográfico andaluz y su estructura social, el cambio tecnológico y político con la intensificación de latifundios y gañanías, el ascenso de la burguesía y retroceso nobiliario, el reordenamiento de los mercados alimentarios desde la arriería a la presencia del ferrocarril, la línea del frío (de las fresqueras a neveras, frigoríficos y congeladores), las diversas energías utilizadas en los anafes —desde la leña y carbón vegetal a la electricidad, gas, vitrocerámica, etc.—. O bien el influjo de los abonos químicos en los cultivos o el ordenamiento municipal de suministros y mercados de alimentos con la creación de las modernas plazas de abastos hasta las pautas sociales de la burguesía andaluza —que no suele recibir en casa ni propiciar en ella comidas de convivencia o sociabilidad al margen de la familia—. E incluso llegan a intervenir como modificadores culinarios cuestiones tan sofisticadas como la presencia o disminución de servicio doméstico en las familias para argumentar sobre la presencia o disminución de los fritos en la mesa de las clases medias urbanas.
En la interacción entre cambio político y cocina los supuestos que se evocan no pueden ser más ilustrativos y, si se me apura, regocijantes por lo bien escogidos. El ejemplo de la República no tiene desperdicio cuando se transcribe un texto de época, de 1931, donde con indisimulado oportunismo se dice que «los alimentos del pueblo han ascendido de categoría para figurar solemnemente en las mesas más delicadas… obligando con ello… que la burguesía de la República tenga a gala en gustar de esta nueva cocina». De igual modo, las vicisitudes alimentarias y su reflejo en la mesa familiar tras la guerra civil —«una mesa con más pretensiones que ingredientes»— seguida, en postguerra, por el papel desempeñado —ñoño y cursi y un tanto demagógico por fascistón— por la Sección Femenina con sus recetas de dulces como vehículo propicio para responder a la carestía del momento y sus afanes de recuperación de la cocina regional y tradicional —y «de la abuela»— de la que serán dignos epígonos —mucho más de lo que ellos mismos podrían presuponer— los actuales movimientos de pretendida modernidad culinaria que proliferan hoy día incentivados desde los poderes locales y autonómicos.
Y la traca final traída a colación por las diatribas sobre cocina tradicional, regional o local y el papel actual de las Autonomías que han hecho el resto a través de ayuntamientos y diputaciones ejerciendo de fuerzas centrípetas al impulsar pueriles planteamientos nacionalistas, regionalistas o localistas a costa de la cocina. O el chovinismo de la rivalidad gastronómica desencadenada entre provincias —sevillana, granadina, malagueña, etc.— y las consiguientes ridículas argumentaciones en que pretextan sustentarse, como si fuesen sagradas y elevadas a pretendidas señas identitarias. Ilustrativo al respecto el epígrafe sobre cocina e ismos, algunos engaños. En suma, ¡la unidad e integridad de España puesta en cuestión por cocineros/as! Pues a tales desvaríos se llega a veces, algo que tan bien contado y con tanta sutiliza se relata en el libro.
Para los realmente expertos queda un soberbio capítulo segundo donde se desgranan los resultados del análisis realizado a recetas y recetarios. Nada escapa a la refinada vivisección al que los somete la autora: ya sea el papel preeminente de los dulces —comprenden un tercio del total de las recetas— y las influencias culinarias externas, la entidad de la carne como signo de distinción de la buena mesa, el rol jugado por ciertos condimentos, la tendencia a la baja del consumo de caza, casquería o pescados de río, el incremento consumidor de hortalizas y verduras o el significado culinario, por ejemplo, de la moda del marisco, convertido en signo de distinción y lujo en la buena mesa del siglo XX. Un análisis donde la investigación se desparrama por los vericuetos de la historia alimentaria comparada, que enriquece e ilustra lo que hay de común y uniforme en el quehacer culinario y lo fútil que resulta casi siempre tanto marketing para singularizarlo.
La autora ha sido profesora titular de antropología en la Universidad de Sevilla y es una avezada y reconocida investigadora internacional en temas sobre alimentación, con una profusión considerable de libros, artículos, ponencias en congresos, etc. en su haber. En este nuevo libro Isabel González Turno se supera y revela el grado de excelencia y maestría alcanzado, un referente inexcusable en la historia de la alimentación española. El banquete al que nos invita a través de sus páginas no deja de ser una estimulante e inteligente iniciación al conocimiento de una sociedad tan compleja, rica y plural como la andaluza. Enfrascado en anafes y fogones, cocinas y recetas este libro sin par nos introduce sagazmente por unos vericuetos, nada al uso, que nos hacen entender mejor los entresijos económicos, sociales, políticos o culturales de esta tierra. Así que, amigo lector, la mesa está servida. Que aproveche.
Antonio-Miguel Bernal