XV

SE VAN

QUINCE días después, al ir a entrar don Eugenio en el hotel, se le acercó una muchacha vestida de negro.

—¿Es usted el señor Aviraneta? —le preguntó en español.

—Sí; ¿quería usted algo para mí?

—Yo vengo de parte de Jesús López del Castillo, que hace unas dos semanas estuvo comiendo con usted.

—Pase usted. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Por qué no viene?

La muchacha contó que hacía unos diez días, al retirarse Jesús a su casa le atracaron varios hombres a palos y a navajadas y le dejaron herido. Jesús llegó a su habitación medio desmayado y echando sangre. Ella le vendó y le cuidó, y ya estaba a salvo.

—¿Usted vive con él?

—Sí.

—¿Usted es Marieta?

—Sí, señor.

—Jesús me ha hablado mucho de usted.

Marieta bajó los ojos, y mirando al suelo añadió:

—Ahora quisiéramos que usted nos ayudara para proporcionarnos los documentos para marchar a América.

—Haremos las gestiones necesarias. ¿Viven ustedes lejos de aquí?

—No, muy cerca.

—Pues vamos a ver ese hombre. A ver qué dice.

Don Eugenio fue en compañía de Marieta al sitio donde se alojaba López del Castillo. Este vivía en una posada de la Rue des Filatiers. El confidente estaba ya levantado; tenía la cabeza todavía vendada.

—¿Qué hay, don Eugenio; le ha traído a usted Marieta? —exclamó.

—Sí.

—Ahí la tiene usted. Es más buena que el pan. El confidente la besó en la mano.

—¿Y usted qué tal va? —preguntó Aviraneta.

—Ya bien. Con hambre y con ánimos. Dispuesto a ir a América y a trabajar allí de firme.

—¿Una tercera fase de su vida?

—Eso es: Primer holgazán, luego confidente, y ahora trabajador. Ahora tengo a esta y por ella seré capaz de trabajar como un negro.

Aviraneta les prometió arreglar sus pasaportes y enviárselos al hotel. Al despedirse don Eugenio estrechó la mano de los dos.

—Adiós, don Eugenio —exclamó alegremente Jesús—. No sé si alguna vez oirá usted hablar de mí, espero que no; pero yo le recordaré siempre.

Aviraneta decía después que jamás había vuelto a ver a aquel hombre ni había oído hablar de él.

Itzea, julio 1930.