XIV

SEPARACIÓN DIFÍCIL

NOS acercamos a la orilla del Ebro y fuimos avanzando hasta llegar a Zaragoza.

El arriero nos llevó a una posada de una callejuela próxima a la iglesia de San Pablo. Marieta tomó una habitación, yo otra. Yo estuve tendido en la cama toda la tarde y la noche, oyendo el puntear de una guitarra en el cuarto de abajo. Pensaba que Marieta querría ir a ver a su marido al castillo de la Alfajería.

Al día siguiente me presenté en su cuarto.

—¿Qué va usted a hacer ahora? —le dije.

—No sé; ¿y usted?

—Me tendré que marchar. Nos tendremos que separar.

—¿Usted lo siente?

—Sí, mucho.

—Yo también.

—Pero en fin… No habrá más remedio. Yo estaba angustiado, y ella lloraba.

—Nada, vamos a separarnos en seguida, o, si no, vamos a vivir juntos.

—¿Y su mujer?

—Mi mujer me es indiferente. Si usted le quiere a su marido…

—Yo, no.

—Entonces, vámonos. Mañana vamos a Barcelona, y de Barcelona a Francia; y, si usted quiere, enseguida nos marchamos a América.

Ella aceptó sencillamente. Al día siguiente tomamos los dos la diligencia y vimos cómo se alejaba Zaragoza de nuestros ojos, con sus torres blanquecinas, que parecían gigantones.

En el camino un viajero decía que Espartero había estado poco hábil al no acabar con Cabrera.

Según él, podía haberle derrotado e impedido pasar el Ebro.

Un señor que iba en el coche le llamó al orden; tomó su nombre y el de los que íbamos en la diligencia. Resultó que era de la policía.

Maldije de la inoportunidad de aquel señor. Antes de llegar a Fraga, como Marieta iba un poco cansada y mareada, decidimos bajar un momento y entrar en un gran parador que había a un lado del camino. Tomó ella una rosquilla y un vaso de agua, y al volver al coche me encontré de manos a boca con Mejía, mi perseguidor de Madrid. Yo me quedé parado. Iba, sin duda, en la imperial de la diligencia. Por eso no le había visto.

Mejía se me acercó y me dijo que me pedía por favor que no le denunciara como carlista. Le habían dejado cesante e iba a buscar trabajo fuera de Madrid. Yo le dije que estuviera tranquilo y sin cuidado.

Como no las tenía todas conmigo, al día siguiente de llegar a Barcelona nos embarcamos Marieta y yo y llegamos a Cette. De ahí hemos venido a Tolosa y esperaremos a tener arreglados nuestros papeles para marcharnos a América. Aquí espero que terminará mi vida de confidente; luego…, ya veremos.

Don Eugenio acabó de leer el cuaderno de López del Castillo, y por la tarde se encontró con el andaluz.

—¿Pero está usted aquí con Marieta? —le preguntó.

—Sí.

—¿Y qué va usted a hacer?

—He esperado a que me manden dinero de España, y ya lo he recibido. Iremos a París y después al Havre, donde nos embarcaremos para América.

—¿Y su mujer, la de Madrid?

—Ya se arreglará con su primo.

Y el confidente se echó a reír con su risa alborotada y extraña, y se marchó.