XII

A PASO DE ANDADURA

COMO teníamos el salvo conducto para las dos hermanas, Marieta decidió que nos marcháramos. Yo me disfrazaría de mujer; la Vicenta diría a los conocidos que su hermana Marieta había ido a Zaragoza a visitar a su marido preso.

Me llevó Marieta a una casa de la calle del Mercado y allí me trajo un vestido de aldeana. Me lo puse, y ella y yo salimos del pueblo. Había bastante ir y venir de gente por la carretera, sobre todo mujeres.

Salimos por la madrugada en dirección de Monroyo, un día caluroso.

La tierra aparecía calcinada y el aire y la línea del horizonte temblaban por el calor.

En el borde del camino había muchas cruces de madera y de piedra. Estas cruces, por lo que me dijo Marieta, perpetuaban muertes violentas.

«A ver si tienen que hacer otra para mí», pensaba yo con cierta sorna.

Vimos la hostería del Farinet, donde estuvo alojado Espartero, y descansamos un rato en la venta de la Almera.

Antes de llegar a Monroyo se nos unió una vieja y un chico de Peñarroya; la vieja iba a Zaragoza a visitar a su hijo, también preso en la Aljafería.

Pasamos por Monroyo y vimos su iglesia quemada hacía unos meses por los carlistas.

Al parecer, fue Llagostera, el cabecilla con aire de clérigo triste, el que pegó fuego a aquel pueblo en diciembre de 1839. Ardieron ciento treinta y siete casas y varios hermosos palacios, entre ellos el de la Real Encomienda de Calatrava, propiedad del infante don Francisco, y el del conde de Santa Coloma.

La vieja, que era charlatana, nos habló de un santuario de Peñarroya, de Nuestra Señora de la Fuente y de una capilla de los templarios, en donde se veía en las paredes caballeros cubiertos con armaduras. La vieja añadió que todas aquellas tierras de la Encomienda eran del infante don Francisco de Paula. ¡Los templarios y el infante don Francisco, con su panza y su mandíbula! ¡Qué contraste! Un año más tarde del incendio provocado por los carlistas, Monroyo estuvo a punto de ser nuevamente incendiado por los liberales, pero gracias a don Diego León se salvó de la quema.

La vieja de Peñarroya, que era charlatana, nos habló repetidas veces de la fiera de este pueblo. Como lo decía con frecuencia, yo le advertí:

—No sé de qué fiera habla usted.

—Pero ¿ustedes no han oído hablar de la fiera de Peñarroya?

—No.

—Pues se han escrito hasta papeles hablando de ella.

—¿Y qué le pasó a esa fiera?

—Pues hace unos años apareció en los puertos de Beceite un animal feroz, al que las gentes bautizaron con el nombre de el Lobo Blanco, que fue por especio de varios años el terror de los pueblos próximos a la sierra.

Decían que sabía cantar y que atraía a los pastores para cuando se distrajeran, atacar a las ovejas o a ellos mismos. Esta fiera penetraba en los cementerios, desenterraba los cadáveres, llegaba a las cercanías de los pueblos y acometía a los niños. En Peñarroya hizo cuatro víctimas en diferentes ocasiones. La última fue un muchacho de catorce años, que murió entre sus garras un día de mayo del año anterior. Se alarmó el pueblo, salieron todos los cazadores y un señor de los mejores tiradores del país mató a la fiera en el canal de En Pavia.

—Pero ¿qué clase de fiera era esa? —le pregunté yo, pensando que se trataba de alguna fantasía legendaria.

—Dicen que era una hiena.

Yo no sé si hay hienas en España; algunos me han dicho que sí; pero no estoy muy seguro.

Cerca de la carretera vimos una ermita, la de la Consolación.

El chico que iba con la vieja, y que, al parecer, era tan charlatán como ella, nos contó la historia o la leyenda de esta ermita. Un caballero, no sabía de qué tiempo, fue sorprendido en aquel sitio por la oscuridad de una noche tempestuosa y fría. Nevaba abundantemente; el caballero perdió su camino y fue envuelto en una avalancha de nieve con su criado. Este quedó muerto de frío, y el señor tuvo que abrir el vientre a su caballo y abrigarse dentro de sus entrañas. La temperatura era tan baja que creyó imposible salvarse del frío, y entonces imploró el auxilio de la Virgen, ofreciéndole edificar una ermita en aquel descampado, si salía con vida del trance. El caballero se vio salvo pocos momentos después, y, transcurrido algún tiempo, cumplió su promesa edificando la ermita.

Le felicitamos al chico porque sabía esta historia con tantos detalles.

En Monroyo, a mediados de la guerra civil, el general Palarea, el médico, atacó a Cabrera y a Quílez, y los dispersó. Antes había vencido Palarea a Cabrera en Molina de Aragón, quien, después de la derrota, tuvo que huir a los puertos de Beceite.

Comimos en Monroyo y seguimos nuestro camino en dirección de Alcañiz.

El camino entre Monroyo y Alcañiz era muy malo, pues aunque los liberales habían construido trozos nuevos, el paso de los cañones y de los carros lo había puesto de nuevo intransitable. En todo el camino no se podía encontrar una fuente. Veíamos algunos rebaños de cabras y sus pastores con cayados blancos. Al pasar por delante de Belmonte advertimos grupos de gente a lo lejos; pensamos si serían tropas; nos desviamos del camino y nos metimos en una casa en ruinas, a un lado de la carretera, la vieja, el chico, Marieta y yo.

Cuando ya no se vio a nadie, tomamos de nuevo el camino, y al anochecer nos detuvimos cerca de una cruz de piedra con adornos, ya muy borrosa, a descansar y a tomar un bocado.

Más abajo, en una hondonada, se divisaba un edificio amarillento, con una espadaña, con tres arcos para las campanas y una puerta, también en arco. El santuario estaba rodeado de filas de cipreses, en aquel momento iluminados por el sol amarillento del crepúsculo.

A una distancia de una legua, se veía un pueblo. Nos acercamos al santuario y pasamos a un patio con unas ventanas de madera en forma de ajimeces. Una mujer nos salió al paso, y nos dijo que aquel santuario era la ermita de Nuestra Señora de Montserrat, perteneciente a Fornoles, pueblo que se veía a alguna distancia.

A este santuario acudían en romería varios pueblos comarcanos el día de la Virgen. La mujer nos quiso enseñar la capilla.

Tanca la porta —dijo en valenciano a un chico. La mujer abrió el sagrario y nos mostró una pequeña imagen de la Virgen.

En la verja de la capilla había exvotos de cera, que me recordaban los de la tienda del primo Ramón. En dos capillas se veían unas tablas antiguas con figuras con nimbos dorados y cuadros de exvotos, uno de ellos un hombre perseguido por un enjambre de abejas, que, sin duda, se salvó de ellas, y le pareció la cosa tan importante, que en recuerdo del suceso pintó o mandó pintar el cuadro.

—¿Y aquí hablan valenciano? —le pregunté a la mujer de la ermita.

—Sí, hasta Aldealgorfa hablamos valenciano; pero también hablamos castellano, aunque un tanto embolicao.

Embolicao supuse que tendría un significado parecido al de embolismo; es decir, de cosa envuelta y oscura.

Le dije a Marieta que si convencía a la guardiana, lo mejor que podíamos hacer era dormir allí. Marieta comenzó a hablar en valenciano con la mujer de la ermita; le contó que a su marido le habían llevado preso a Zaragoza los liberales. Como la guardiana parecía carlista, nos invitó a cenar y a dormir allá. La vieja y el chico de cerca de Monroyo dormirían también en la ermita.

La mujer del santuario nos contó cómo estuvo en Alcañiz y vio pasar al general Pardiñas con sus tropas.

—¿Qué le pareció a usted? —le dije yo.

—Me pareció un demonio. Luego, unos días más tarde, le vi a Cabrera en Aldealgorfa.

—¿Y este tenía buen aspecto?

—Tenía unos ojos negros como animetes. Unos días después nos contaron que en Maella, al pie de una higuera, Cabrera le había matado a Pardiñas de una lanzada.

Para la mujer de la ermita la guerra debía de ser una lucha personal entre unos y otros sin gran objeto.

Por la mañana muy temprano nos dispusimos a seguir el camino. Yo antes me afeité cuidadosamente. Después registré en una caja en donde había papeles viejos y encontré un libraco, que me lo metí en el bolsillo.

Era el Novenario de Nuestra Señora de Monte Santo, venerada en el convento de religiosas franciscanas de Villarluengo, por sor Luisa Herrero del Espíritu Santo, impreso en Valencia en 1773. En el camino fui leyéndolo. No tenía interés.

Al mediodía llegamos a Alcañiz. Alcañiz es un pueblo grande, a orillas de un río, con calles en cuesta, una Casa del Ayuntamiento magnífica con arcos y un castillo en lo alto.

Fuimos a comer a la posada de la plazoleta de enfrente de la iglesia. Mientras esperábamos la comida estuve contemplando la gran fachada amarilla de la iglesia.

En la posada comimos bastante bien y bebimos un vino negro y dulce. Luego Marieta y yo fuimos a casa de un conocido suyo, el tío Seisdedos, con el cual su marido, Juan Llisterri, tenía relaciones comerciales. La casa de Seisdedos estaba en un alto, al pie del castillo. Se veían desde allí los tejados blanquecinos del pueblo, unas azoteas cubiertas, luego el puente sobre el río y después huertas y arboledas.

El tío Seisdedos era hombre grande y rojo; vestía calzón abierto, camisa con bordados, chaleco oscuro, medias azules y faja morada. Parecía jovial, y nos recibió amablemente.

En la casa había un viejo, antiguo guía del general Oráa; hablaba bien del Lobo Cano. Nos contó el ataque de Alcañiz dos años antes por las fuerzas de Cabrera, y cómo había sido rechazado con brío por la guarnición y los milicianos.

Yo dejé en aquella casa mi disfraz femenino y compré un traje de labriego y me vestí con él. La familia del tío Seisdedos era acogedora y había entre sus miembros carlistas y liberales.

En la casa hablé con un cura. Estaba yo haciendo reflexiones acerca del lujo de las iglesias. ¿Cómo se habían construido estas fábricas, estas torres, en pueblos que parecían pobres?

El cura me dijo que Alcañiz no era pobre; por el contrario, su campo se podía considerar como rico.

—Quizá —le dije yo—; pero el campo de Morella, por ejemplo, parece pobre y tiene una hermosa iglesia.

—Este lujo de las iglesias se explica, porque en otras épocas se gastaba menos; la gente que tenía unas masadas ahorraba sus rentas y no las empleaba más que en cosas extraordinarias; en cambio, en nuestro tiempo, la gente gasta demasiado en cosas superfluas.

No sé qué entendería el cura por cosas superfluas; quizá su explicación era cierta, y esta fuera la causa de los grandes edificios religiosos hechos en terrenos, al parecer, ásperos y poco fértiles.

Quizá también el jornal era menor en épocas pasadas; pero, aun así, me parecía el hecho inexplicable. ¡Con qué gusto me hubiera enterado de tantas cosas que me interesaban si hubiese sabido dónde! Para mí hubiera sido una de las mayores satisfacciones saber y enterarme.

Yo creo que de todo se puede cansar uno, menos de saber. Yo, al menos, me canso de las gentes, y creo que me cansaría de la riqueza y de las mujeres; pero de saber, de comprender la razón de las cosas, creo que no me cansaría nunca.

En casa del tío Seisdedos hice también mis exploraciones para ver si encontraba algo legible, y no di más que con dos libros. El uno se titulaba Aragón, reino de Cristo y dote de María Santísima, fundado sobre la columna inmóvil de Nuestra Señora en su ciudad de Zaragoza, por el padre fray Roque Alberto Faci.

El otro tenía este largo título: Hermosa azucena y estrella plateada y fija en el suelo, cielo del convento del Orden de la Purísima Concepción, de la villa de las Cuevas de Cañarte, en el reino de Aragón; la vida de sor María Francisca de San Antonio (en el siglo de Pedro y Cascajares), religiosa de dicho convento. Con una breve Memoria de la fundación y fundadoras del mismo convento y de otras religiosas que en él florecieron en virtud, escritas por el R. P. M. Roque Alberto Faci, del Orden de N. S. del Carmen. Zaragoza, en la Oficina de Joseph Fort. Año 1737.

Leí los dos libros, pero no tenían nada de curioso.