XI

VIGILANCIA

ALGUNOS soldados de Espartero habían entrado en nuestra casa a saquearla. Yo les quise convencer de que respetaran el dolor de la madre que tenía una hija muerta, pero no estaban ya para oírme y me presenté a don Ventura Barcaiztegui. Le dije cómo me había mandado el ministro a enterarme de lo que pudiera ocurrir en la ciudad sitiada y cómo trabajé por la deserción de los carlistas y estuve preso. Barcaiztegui me trató con grandes consideraciones.

—Si necesita usted algo, dígamelo usted.

—Yo no necesito nada. Únicamente quisiera que hoy no nos molestaran los soldados en la casa.

—No les molestarán.

—Como tenemos que enterrar a la niña, desearía que nos diera facilidades para entrar y salir del pueblo. El cementerio está extramuros, cerca de la puerta del Estudio.

—Todo eso es muy lógico, yo daré las órdenes en seguida.

Viéndole propicio, añadí:

—El amo de la casa está prisionero y si lo llevan a Zaragoza, como dicen, supongo que su mujer y su cuñada querrán verle, así que si pudiera usted darme un salvoconducto para las dos hermanas le agradecería mucho.

—Nada; todo se hará.

Barcaiztegui me lo envió al día siguiente que enterramos a la niña. La casa había quedado triste; el canónigo Llorens y el padre Escorihuela desaparecieron; probablemente estarían prisioneros.

Yo me quedé solo, como huésped. Presencié la entrada de los liberales en el pueblo, que hicieron alguna que otra barrabasada. Se dijo que los soldados de Espartero se llevaron los cálices de la iglesia arciprestal. No sé qué habría de verdad en ello.

Yo pensé escribir una carta a nuestro Poncio, contándole detalles de lo ocurrido, pero como temía que la interceptasen la escribí con tinta simpática en un pedido comercial, la envié luego y supe que había llegado a su destino.

Unas semanas más tarde, el coronel don Miguel Osset, que era de Cantavieja, me llamó a la casa de Piquer de la plaza del Estudio, y me sometió a un interrogatorio.

—¿Usted ha escrito algo a Madrid de lo que ha podido ocurrir en el pueblo? —me dijo.

—Yo, no señor.

—¿Sospecha usted de alguien?

—No sospecho de nadie.

—¿Usted ha estado empleado en Madrid por Pita Pizarro?

—Sí, señor.

—Está bien. Mientras esto se aclara, no se le ocurra salir del pueblo, porque será usted detenido.

Sospechaban de mí. Volví a casa y conté a Marieta y a su hermana lo que me ocurría. El patrón de la casa había sido enviado prisionero a Zaragoza. Por lo que me dijeron, no lo pasaron muy bien en el camino.

En Monroyo no les ocurrió nada, pero en Alcaraz y en Hijar fueron insultados y en Zaragoza, al pasar por las calles del pueblo, para ir a la Aljafería, estuvieron a punto de ser maltratados.

A los pocos días me preguntó Marieta:

—¿Y el asunto de usted, cómo va?

—Sospechan de mí. No sé si querrán prenderme.

—Tome usted el mulo de casa y escápese usted a Alcañiz. Allá puede usted dejar la caballería en casa de unos conocidos. De Alcañiz se puede usted marchar a Zaragoza y luego a Francia.

—No; me parece mejor esperar aquí. Indudablemente, en el campo y no conociendo la comarca, tiene que ser la huida peligrosa.

La casa estaba vigilada. Yo pensaba que los liberales no me iban a prender y a fusilarme sin más explicaciones.

Marieta se mostraba llena de inquietud con mi suerte, resuelta a todo para salvarme y se decidió a ir en mi compañía. Su hermana se quedaría en casa con la Rosenda y el tío Sento. Desde la entrada del ejército liberal venían a Morella carros y caballerías con verduras y frutas de la costa valenciana, y con trigo y vino de la parte de Aragón.