AL CALABOZO
UNA mañana, dos días antes de la rendición de la plaza, estaba yo con Marieta en la cocina cuidando de la niña cuando se presentaron cuatro miñones con un oficial.
—¿Usted se llama López del Castillo? —me preguntó.
—Sí señor.
—Queda usted prisionero —añadió.
—Está bien.
El oficial preguntó dónde tenía el cuarto, subió al primer piso y examinó mis libros y papeles. Luego bajó y me dijo:
—Vamos.
—Donde usted quiera —contesté yo.
Subimos al castillo. Me llevaron delante de un jefe que preguntó:
—¿Quién es este hombre?
El oficial contestó:
—Se le ha denunciado como espía. Se asegura que él ha instigado a Quirós y a Anglés a escapar y que ha provocado la deserción de algunos miñones.
—Bueno. Encerradlo; ahora no hay tiempo de aclarar eso. Mañana se le interrogará.
Me metieron en un calabozo donde había otro preso, un aldeano acusado de espía. Este estaba tendido sobre un montón de paja.
Le saludé, le di los buenos días, no me contestó; me pareció que era muy bruto y decidí no ocuparme de él.
Había otro montón de paja y un cántaro de agua reservado para mí.
Me senté sobre el montón de paja y al sentarme noté que en el bolsillo de la chaqueta llevaba mi frasco de láudano. Lo cogí, lo miré al trasluz y vi que había líquido aún. En el cántaro quedaba poca agua. La eché en el hueco de la mano y en ella puse veinte gotas y bebí.
«Ahora a dormir —me dije— y venga lo que venga.»
Guardé el frasquito y me eché en la paja sin hacer caso de mi compañero. Cuando desperté era de noche. Miré por la ventana, brillaban las estrellas. Debían haber pasado muchas horas. El otro preso estaba dormido. Me asomé por la reja y llamé.
—¡Eh! —grité varias veces.
Nadie apareció.
—¡Eh! —volví a gritar—. ¿No hay nadie por ahí?
—¿Qué quiere usted? —preguntó un hombre que apareció, en medio de la oscuridad, en la reja; no sé si oficial o soldado.
—¿Es que me van a tener aquí abandonado?
—No se preocupe ya lo fusilarán.
—¿Pero no querrán matarme de hambre?
—¿Usted es el que está de huésped en casa del sargento Llisterri?
—Sí.
—Pues han traído una cesta pequeña con comida para usted. Ahí la tiene.
Había un trozo de carne y de pan, un poco de vino y un vaso; comí en mi calabozo. Me tendí de nuevo en el montón de paja e intenté dormir pero fue imposible. No se duerme con la idea de que al día siguiente lo van a uno a fusilar.
Se comenzó a notar a lo lejos un tiroteo que cada vez iba siendo mayor. Luego ya no era sólo fuego de fusilería, sino de cañón. Debía de haber una verdadera batalla, se oían a lo lejos gritos, voces, paso de gente. Mi compañero de prisión se alarmó y comenzó también a gritar. Llamamos al centinela; pero nadie nos contestó. Toda la noche la pasamos el otro preso y yo en una gran alarma. ¿Qué ocurría? ¿Por qué no aparecía nadie?
Por la mañana, y en vista de que me olvidaban y de que el compañero de prisión se lamentaba y me molestaba, volví a sacar mi frasco de láudano; eché treinta gotas en el vaso; lo llené de vino y me lo bebí.
«Ya veremos cómo despertamos, si es que despertamos», me dije.
Quedé dormido y a media noche unos soldados cristinos abrieron la puerta de mi calabozo y me dejaron en libertad.
Luego supe que por la mañana habían estado varios militares, entre ellos un comandante fiscal y un escribiente a tomarme declaración pero al ver mi estado supusieron que me hallaba enfermo y se fueron y me dejaron. Esto quizá me salvó la vida. Al aldeano compañero mío se lo llevaron; no sé qué hicieron con él, si lo fusilaron o lo soltaron.
Ya libre bajé corriendo a casa de Marieta. La noche anterior la niña había muerto. Me lo dijo el criado viejo, el tío Sento, que cortaba ramas indiferentemente con un hacha. Fui a buscar a Marieta y estuvimos ella y yo contemplando el cadáver y ella me estrechó la mano, llorando.