VIII

ESTRAGOS DE LA GUERRA

POR la tarde del 29, mucha gente sin vivienda fue a refugiarse a la iglesia arciprestal; los cuadros, joyas y cálices se metieron en un armario embutido en la pared de piedra de la sacristía. En la iglesia se congregaban oficiales de voluntarios y de miñones, soldados de compañías francas de servicio, niños y mujeres.

Los oficiales se mostraban inquietos, exacerbados. Lo más desagradable para ellos no era quizá el gran riesgo, sino los peligros repetidos y constantes. Si el sitio se hubiese podido resolver en un combate violento de veinticuatro horas, lo hubiesen aceptado con gusto, pero quince o veinte días de excitación constante, sin poder reaccionar de un modo eficaz, era mucho.

Había oficiales que no hablaban más que de fusilar y despedazar y abrir en canal como a los cerdos al cobarde que pensara en rendirse, pero a muchos de estos tan terribles entonces, se les vio después de rendida la plaza y de hechos prisioneros, pacíficos y humildes.

Una catástrofe ocurrió días después de la del depósito de municiones. La iglesia servía de refugio a mucha gente; en la torre solía colocarse un vigía, y cuando veía el fogonazo del cañón enemigo, tocaba la campana, y si andaba alguno por las calles tenía tiempo de esconderse.

Un artillero cristino disparó al sitio donde veía moverse la campana y metió una bomba por la ventana de la iglesia que cayó y reventó matando a dos personas.

Al poco rato metió otra y otra.

Desde casa se oían las explosiones y los gritos, el ruido de tejas y de vigas que se desplomaban y el estallido de las granadas.

Marieta con el susto quiso salir de la casa, pero al mismo tiempo pensó que no había sitio seguro adonde ir. La niña enferma no se daba cuenta de nada.

«Quedémonos aquí», le dije yo.

Era lo mejor. Los cristinos disparaban principalmente al castillo, a los fuertes y a la iglesia.

Por la tarde el día 29, uno de los capitanes de miñones a quien yo había hablado, el capitán Anglés, anduvo paseándose por la muralla con una blusa azul, desafiando las balas y luego se descolgó con una cuerda al anochecer y se pasó al enemigo. Mientras se luchaba en Morella de este modo, Marieta y yo cuidábamos de la niña enferma, que ya se nos moría. Preocupados con ella, no pensábamos en los cañones ni en los tiros.

Es cosa extraña la vida. No se conoce uno a sí mismo. Para mí mis sentimientos constituyeron una sorpresa. Hasta la época de mi matrimonio, me había tenido por un hombre sensible, luego cuando me metí en los asuntos de espionaje político, me creí un cínico, un desalmado capaz de cualquier brutalidad, y después en este pueblo, comencé a sentir por aquella chica enferma, desconocida, el cariño de un padre.

Estaba tan preocupado con ella que no pensaba en otra cosa.