DESAMPARO
LOS días 27 y 28 y la mañana del 29, no avanzaron apenas los sitiadores; tan pronto parecía que iban a atacar por el lado del acueducto, o sea por la puerta de San Miguel, como por el portal del Estudio.
El día 27 tuve yo una reunión con varios miñones para convencerles de que se pasaran a Espartero.
Les hablé claro y sin rebozo; les aseguré que estaban perdidos si se quedaban en el pueblo y que lo mejor que podían hacer era escapar. Se quedaron atónitos. Me dijeron que lo pensarían, y que me llevarían la contestación al día siguiente a las diez, al raso que había delante del cuartel de infantería, antiguo convento de San Francisco.
Los esperé. El raso estaba lleno de escombros, ladrillos, tejas rotas, pedazos de cacharros y alpargatas viejas.
Era como un mirador. Por encima del pueblo, se veía la hondonada de Morella árida, con algunos matorrales, con manchones y estrías de nieve; en el fondo, los montes que llaman las muelas, se presentaban blancos en las alturas. Avanzaban por el cielo grandes nubes grises y amenazadoras. Abajo de ese mirador aparecían los tejados, y en algunos rincones de los patios se veían montones de nieve.
Como yo no soy una naturaleza retórica, me pareció que en los alrededores de Morella, llenos de manchas de nieve, habían puesto una infinidad de ropas blancas a secar y que las cornisas de las azoteas las habían almidonado.
Era todo un almacén de géneros de punto, los tejados tenían sus mantas y los tejadillos sus gorros de dormir.
Los pájaros piaban alegremente, cacareaban los gallos, silbaba el aire frío, y se oía el rumor del viento.
Hacia la iglesia, en la cuesta que baja a la plaza, se destacaban las paredes amarillentas de la arciprestal, y el hospicio con una tapia, encima de la cual aparecían las eminencias cónicas de unos cipreses cubiertos de nieve.
De tarde en tarde, se oían los cañonazos próximos. Un perro se puso a ladrarme con furia. Debía ser amigo de los carlistas.
Estuve esperando a los miñones con quienes había hablado, pero ninguno de ellos se presentó, y al ir a marcharme un hombre del pueblo me dijo:
—No vendrán. Están muy vigilados y no pueden dejar el servicio.
Uno de los miñones, más decidido, estuvo el día siguiente paseándose por la muralla y al anochecer se descolgó con una cuerda y se pasó a los liberales. Lazamborda me advirtió que dos tenientes carlistas, un tal Dalmau y otro Espín, a quien decían el Groch, le habían asegurado que era muy sospechosa mi estancia en el pueblo, pero el vasco me defendió y les quitó de la cabeza la idea de que yo pudiera dedicarme al espionaje. El día 29, fui con Lazamborda a la muralla, nos asomamos los dos a ver cómo disparaban los liberales y desafiamos los tiros.
Los artilleros enemigos, muchas veces tiraban contra el cerro del castillo, para que los trozos de piedra arrancados hiciesen de metralla. Los cascotes herían y mataban más que las balas.
Estando Lazamborda y yo en sitio seguro, una bomba estalló encima de nosotros, y un cascote de piedra le dio al vasco en medio del pecho, le hizo un agujero y le quitó la vida.
Su muerte me produjo una enorme sorpresa. Verle instantáneamente muerto a aquel hombre tan fuerte me dejó anonadado.
El mismo día por la mañana hubo una explosión terrible en el casco del pueblo. Un proyectil cristino estalló en el depósito de municiones matando más de cincuenta personas entre oficiales y soldados. Paredes y tejados se vinieron abajo.
Cuando entré en casa Marieta me preguntó lo que ocurría.
Le conté el caso de la muerte de Lazamborda. Le dije cómo los artilleros de Espartero disparaban contra las rocas del castillo que se rompían en trozos y hacían mucho daño. Así le mataron a nuestro amigo el vasco.
Le hablé de la terrible explosión del almacén de municiones. Ella no se daba cuenta preocupada con la niña que se encontraba peor. Efectivamente tenía una gran fiebre y estaba postrada y sin conocimiento. Pasamos la noche Marieta y yo atendiendo a la enferma. Yo empecé a pensar que se nos iba.
Por la mañana, cuando vino su padre del castillo, le expliqué el estado desesperado de la niña.
«¡Qué vamos a hacer nosotros! —dijo él secamente— la niña se curará si Dios quiere y si no, ¡qué vamos a hacer!»